sábado. 27.04.2024
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Viñeta de Rafa Maltés

El título de este artículo lo he tomado de un apartado, Privatización del cerebro, que forma parte del capítulo, El listín de la política, del libro espléndido, Dominio. La guerra invisible de los poderosos contra los súbditos, de Marco d´Eramo. La línea argumental se basa en este libro, con otras referencias bibliográficas y algunas aportaciones personales.

En la concepción neoliberal de la política no caben las trasformaciones: la idea de poder cambiar el mundo es una utopía inalcanzable. Este es el “realismo capitalista” del que habla Mark Fisher, que suscita y es provocado por una impotencia irreflexiva: no se trata de una cuestión de apatía o cinismo, sino de que incluso siendo plenamente conscientes de que las cosas andan mal, más aún son conscientes de que ellos no pueden hacer nada al respecto. Sin embargo, este conocimiento, esta reflexividad, no es producto de la observación pasiva de un estado de cosas previamente existente. Es más bien una especie de profecía autoincumplida. Los intelectuales han contribuido a que la gran mayoría asuma e  interiorice la inexistencia de alternativas. En La revolución de lo posible Marina Garcés nos cuenta: "En las últimas décadas se han impuesto un tipo de intelectuales que se dedican a contarnos lo que ya no puede ser, lo que ya no podemos seguir pensando, haciendo o deseando. Son los predicadores del fin de la historia, del fin de las ideologías, del fin del pensamiento crítico... Son los intelectuales "cierra-puertas", verdaderos policías del pensamiento que tienen como función precintar los caminos que ellos mismos declaran intransitables ya para siempre...". Intelectuales por llamarlos de alguna manera, que proliferan por doquier y que como estómagos agradecidos se prostituyen ante el poder.

Lo real, es que, si algo nos atormenta dramática y permanentemente, sobre todo tras la crisis del 2008, es observar que no se divisa en el horizonte revuelta alguna. Por ello, debemos hacernos una pregunta, no fácil de responder. ¿Por qué no nos rebelamos? ¿Por qué no estallan iracundos los jóvenes que son los más perjudicados en el modelo neoliberal?

Es cierto que brotan tímidos y endebles movimientos -la revuelta chilena de 2019, los chalecos amarillos, el 15-M, Occupy Wall Street, las revueltas de las primaveras árabes- que son metabolizados de inmediato por el sistema político, pero son escarceos indefensos para hacer frente a los bofetones que los dominadores están soltando a los dominados, a los garrotazos que los dueños del mundo propinan a la gente común. Nos vemos invadidos por el desánimo, y nos viene a la mente el estupor que sentían David Hume y Étienne de la Boétie ante la vocación humana a la subordinación, a la aquiescencia, a la obediencia al dominio de otros, que eran unos pocos.

Hume estaba atónito: “Nada más sorprendente para quienes consideran con mirada filosófica los asuntos humanos que la facilidad con que los muchos son gobernados por los pocos, y la implícita sumisión con que los hombres resignan sus sentimientos y pasiones ante los de sus gobernantes. Si nos preguntamos por qué medios se produce este milagro, hallaremos que, puesto que la fuerza está siempre del lado de los gobernados, quienes gobiernan no pueden apoyarse sino en la opinión, que es, por tanto, el único fundamento del gobierno, y esta máxima alcanza lo mismo a los gobiernos más despóticos y militares que a los más populares y libres”. Luego todavía muchos consideran la historia como algo inservible. Este texto del filósofo empirista escocés es exactamente del año 1758. Y es de plena actualidad en esta España nuestra, si nos fijamos en nuestros medios de comunicación, que forjan y construyen nuestra opinión.

En la misma línea se expresa ya dos siglos antes, Étienne de la Boétie, el cual se asombraba ante la “servidumbre voluntaria” con la que los hombres se someten al tirano: “Es realmente sorprendente -y, sin embargo, tan corriente que deberíamos más bien deplorarlo que sorprendernos- ver cómo millones y millones de hombres son miserablemente sometidos y sojuzgados, la cabeza gacha, a un deplorable yugo, no porque se vean obligados por una fuerza mayor, sino, por el contrario, porque están fascinados y, por decirlo así, embrujados por el nombre de uno, al que no deberían ni temer -ya que está solo-, ni apreciar º-al mostrarse con ellos inhumano y salvaje-“. “¿Cómo llamar a ese vicio, ese vicio tan horrible?”, se preguntaba el joven La Boétie -tenía 24 años cuando escribió estas palabras-. Son los propios pueblos los que se dejan encadenar, o, mejor, se hacen encadenar, ya que, con solo dejar de servir, romperían sus cadenas. Ante la posibilidad de elegir entre ser siervo o libre, rechaza la libertad y elige el yugo”. Tenemos numerosos ejemplos de ello en nuestra historia. Fernando VII el 2 de abril de 1808 publicó un decreto condenando la malignidad de quienes lucharan contra los franceses. Tras la marcha de toda la familia real a Francia siguiendo los designios de Napoleón, las escenas que tuvieron lugar en Bayona fueron de una abyecta bajeza, cediendo tanto Carlos IV y Fernando VII todos sus derechos el emperador francés. Luego Fernando, su hermano Carlos y su tío Antonio marcharon a su cautiverio de Valençay, donde mostraron las más repulsivas pruebas de su vileza moral. Fernando felicitaría a Napoleón por sus victorias militares sobre los españoles. Más tarde le escribiría: «Mi gran deseo es ser hijo adoptivo de S.M. el emperador, nuestro augusto soberano. Yo me creo digno de esta adopción, que sería, verdaderamente la felicidad de mi vida, dado mi amor a la sagrada persona de S.M.I. y R». El mismo Napoleón se sorprendió de tal servilismo. Como señaló Josep Fontana: «No merece la pena dedicar más tiempo a estos personajillos y a sus miserias, la historia de España discurría en estos momentos muy lejos de los salones de Valençay, Fernando VII El Deseado felicitó también por un hecho tan dramático para los zaragozanos. Cabe pensar que desconocían el comportamiento de su Rey, por el recibimiento triunfal que se le hizo en Zaragoza, según cuenta la historiadora María del Carmen Abad Gimeno en su artículo 'La entrada de Fernando VII en Zaragoza': «El día 6 de abril de 1814, miércoles Santo, a las tres de la tarde entró en Zaragoza S. M. el Rey Fernando VII; en un carruaje descubierto, en compañía de su hermano D. Carlos y de los generales duque de San Carlos y D. José de Palafox… El carruaje del Rey era «tirado por cincuenta paisanos, vecinos de esta Ciudad, elegidos entre sus heroicos defensores; veinticuatro doncellas hijas de algunos ciudadanos de los muchos que se distinguieron en los dos célebres sitios, tiraban otras tantas cintas pendientes del mismo carruaje: todo esto precedido de parejas, danzas pastoriles y otros obsequios». Al grito de ¡Vivan las caenas! ¡Muera la nación!, algunos madrileños recibieron a Fernando VII. En la calle Toledo, un grupo desenganchó los caballos de su carruaje para engancharse ellos mismos». El cambiante pueblo español, siempre tan presto a desperdiciar con prisa lo conquistado, lo difícilmente conquistado, se aprestó sin empacho a cambiar el «Viva la Pepa» por el «Vivan las caenas». Hecho repetido en ocasiones posteriores. Y poco ha, el paradigma del pluralismo informativo, el ínclito, Carlos Herrera, marcha a entrevistar al Emérito, Juan Carlos I, a Abu Dabi. Servilismo puro y duro.

No obstante, tanto La Boétie como Hume escribieron los textos citados, antes de que se iniciaran la “era de las revoluciones”, que supusieron una demostración tras otra, que los muchos no se dejaban gobernar tan fácilmente por los pocos y que no siempre se degüellan a sí mismos: Francia 1789, 1830, 1848, 1870; Haití, 1791; toda Europa, 1848; Rusia, 1905, 1917; Alemania, 1919, 1989; China, 1948; Cuba, 1959… Nunca, en los 5.000 años anteriores, la historia de la humanidad había presenciado un número tan elevado y frecuente de revoluciones.

La contraofensiva neoliberal del último medio siglo no solo ha privatizado la sanidad, la educación, los ferrocarriles, la policía, las carreteras, sino que nos han privatizado el cerebro

Por otra parte, el término ”revolución” hacía poco que había dejado de significar la rotación de un planeta alrededor del Sol y había mutado para indicar un cambio de régimen repentino y general (La Revolución Gloriosa inglesa de 1868). Para los levantamientos que se habían producido con anterioridad a lo largo de la historia, se nombraban con los términos de motines, sublevaciones, como Thomas Müntzer en Alemania o Masaniello en Nápoles. Y, especialmente, lo más novedoso es que nunca tantas revoluciones fueron victoriosas.

Por lo tanto, una posible hipótesis de esta servidumbre del pueblo de hoy, quizá sea que la “era de las revoluciones” ha sido muy corta, ha durado solo dos siglos, y ya ha finiquitado. Pero es inevitable preguntarnos cómo es que terminó y por qué, dado que durante dos siglos los seres humanos aborrecieron la servidumbre voluntaria. ¿Por qué hoy se ha impuesto la impotencia reflexiva, de la que hablaba Mark Fisher?

Una posible explicación nos la proporciona Wendy Brown. La contraofensiva neoliberal del último medio siglo, no solo ha privatizado la sanidad, la educación, los ferrocarriles, la policía, las carreteras, sino que nos han privatizado el cerebro.

Wendy Brown en su libro Las ruinas del neoliberalismo. El ascenso de las políticas antidemocráticas en Occidente nos expresa con una contundencia insultante: “Al reducir todos los problemas políticos y sociales a términos de mercado, el neoliberalismo los convierte en problemas individuales con soluciones de mercado. En los Estados Unidos ejemplos no faltan: colegios privados, colegios concertados y un sistema de vales como respuesta al colapso buscado de la calidad de la educación pública; alarmas individuales antirrobo, vigilantes privados y comunidades cerradas como respuesta a la presencia de una clase “desechable” y la vergonzosa desigualdad económica: y, por supuesto, todo un surtido de antidepresivos diferenciados en respuesta a vidas insignificantes y desesperadas en un mundo pleno de comodidad y de libertad. Esta conversión en bienes de consumo de problemas con raíces sociales, económicas y políticas despolitiza el propio capitalismo. Así, el tan polémico compromiso del neoliberalismo con la “privatización” tiene secuelas que van mucho más allá de la subcontratación de la policía, las cárceles, el Estado de bienestar por un lado y el acaparamiento de las instituciones públicas por otro. La privatización como valor y práctica penetra en profundidad en la cultura del ciudadano-sujeto. Si tenemos un problema, buscamos un producto en el mercado para resolverlo”.

La privatización de nuestras cabezas va más allá del cuadro descrito por W. Brown: no solo transforma las soluciones sociales de los problemas en mercancía; la privatización de nuestras cabezas nos ha convencido a todos de que la acción colectiva no tiene sentido, no produce nada, de que la única salvación de nuestros problemas existenciales y sociales es individual, que la única posibilidad de mejorar nuestras vidas no radica en cooperar y actuar juntos, sino en darnos codazos, abrirnos camino sin altruismo alguno, y que la única relación entre los seres humanos es la del mercado, es decir, entre cliente y proveedor por un lado y de competencia por otro, lo que nos obliga a mirar a nuestros semejantes solo representados en estas tres figuras: cliente, proveedor o competidor. Llegados aquí, uno de los pilares del neoliberalismo pasó por desmantelar el Estado social. Muchas de las instituciones de protección social y los pactos surgidos en la posguerra fueron asaltados bajo la bandera de las privatizaciones. Ahora debía reinar el individuo, así lo sentenció Margaret Thatcher cuando decía sobre la sociedad: “no existe tal cosa, solo individuos”. Ya no tiene sentido alguno hablar de justicia social: ¿justicia entre clientes?, ¿justicia entre proveedores?, ¿justicia entre competidores? Y lo más grave, como señalaba al principio, que no hay alternativa a esta situación. Tampoco es una novedad a lo largo de la historia. Siempre las clases dominantes han encontrado argumentos para justificar el inmovilismo, y mantener su dominio sobre el pueblo dominado. En esta tarea han contribuido los intelectuales orgánicos, por lo que son ampliamente recompensados con cargos y prestaciones económicas. A tal efecto resulta pertinente recordar el libro de Albert O.Hirschman  Retórica reaccionaria, donde podemos observar los discursos empleados por los conservadores a lo largo de los últimos 200 años para evitar cualquier progreso social, político y económico. Según el libro, a cualquier avance social o político (ya sea de prestaciones sociales o derechos políticos) el conservador suele recurrir a tres tesis o argumentos para neutralizarlos: el de la perversidad, el de la futilidad o el del riesgo. Pondré ejemplos en la España actual. “Según la tesis de la perversidad —escribe Hirschman— toda acción deliberada para mejorar algún rasgo del orden político, social o económico sólo sirve para exacerbar la condición que se desea remediar (subir el salario mínimo interprofesional destruye empleo, por lo que los trabajadores acabarán estado peor). La tesis de la futilidad sostiene que las tentativas de transformación social serán inválidas, que simplemente no logran ‘hacer mella” (es fútil o inútil poner un tope a los alquileres, pues el precio del mercado acabará imponiéndose por otras vías). Finalmente, la tesis del riesgo arguye que el costo del cambio o reforma propuesto es demasiado alto, dado que pone en peligro algún logro previo y apreciado.” (la Ley Trans pone en riesgo muchas de las conquistas de la lucha feminista).

Siempre las clases dominantes han encontrado argumentos para justificar el inmovilismo, y mantener su dominio sobre el pueblo dominado

He puesto ejemplos de estas tesis o argumentos de Hirschman sobre la España actual. Mas, podemos observarlas a nivel de historia mundial en los últimos 200 años. En documentado recorrido histórico Hirschman identifica las dimensiones civil, política y social del “desarrollo de la ciudadanía” en Occidente. Por una parte, la Revolución francesa con su insignia de la igualdad y de las libertades civiles en el siglo XVIII; por otra, la generalización del sufragio universal en el siglo XIX, y en último término, el nacimiento del Estado de Bienestar en el siglo XX. Sin duda, tres movimientos emblemáticos del progreso de las sociedades en esos tres siglos, combatidos ciegamente por la mentalidad reaccionaria. De acuerdo con esa retórica reaccionaria. La Revolución Francesa, para Burke o Schiller, equivale a la hecatombe y la barbarie. La libertad, igualdad y fraternidad lleva a la muerte y a los abusos del Comité de Salud Pública. Es decir, la constatación de la tesis de la perversidad.

El sufragio universal es inútil para intelectualidad italiana del XIX. Mosca, Pareto, y luego Robert Michels, lo consideran una farsa. Dar el voto a los pobres reforzará el clientelismo con la clase política. No habrá opción a redistribuir la renta, porque existen leyes de la economía que lo impiden. La Ley de Hierro de la Oligarquía impide la consecución del poder proletario. Lampedusa repite esta misma idea en el Gatopardo: cambiar todo no cambiará nada. Es la constatación, de la tesis de la futilidad.

El Estado del Bienestar y la economía mixta del siglo XX equipara la asistencia social estatal a la extinción de la familia, la Iglesia y la comunidad. La perversión del Estado del Bienestar en España es la más relevante en la actualidad. La debilidad frente a las okupaciones acabará con la propiedad privada. Las ayudas conducen al fraude de prestaciones (los «mantenidos» de Díaz Ayuso) y a su abuso por inmigrantes ociosos e inadaptados. El Ingreso Mínimo Vital conduce a la dependencia del Estado. Incrementar el salario mínimo supone paro, inflación, y colapso económico. Es la constatación de la tesis del riesgo.

Objetivo del neoliberalismo: privatización del cerebro