domingo. 28.04.2024

El pasado 31 de mayo durante una audiencia en La Zarzuela el Rey Don Juan Carlos, preguntado por unos periodistas por su estado de salud, respondió contrariado: “Fatal, fatal, fatal. Como decís que estoy mal… Lo que os gusta es matarme y ponerme un pino en la tripa. Eso es lo que hacéis la prensa”. Poco después añadió: “Están empeñados en meterme en una caja”. El monarca ignoraba que en esos momentos estaba siendo grabado. Días más tarde La Casa del Rey decidió delimitar el acceso de los medios de comunicación a las audiencias que habitualmente se celebran en el palacio de La Zarzuela y en el del Pardo.

La respuesta de Don Juan Carlos a los periodistas y la posterior medida de La Casa del Rey han suscitado polémica. Más allá del debate sobre la libertad de expresión y las obligaciones del monarca inherentes al cargo que ostenta, me pregunto hasta qué punto no es comprensible el malestar de Don Juan Carlos ante la insistencia con la que se le interpela sobre su salud y los periódicos rumores sobre el mal estado de ésta. Al fin y al cabo el Rey no es ni más ni menos que un hombre de 73 años en cuyo cuerpo el paso del tiempo va haciendo inevitablemente mella. Y la seguirá haciendo hasta que un día el afable Borbón de sonrisa pícara y ojos acuosos no sea más que un recuerdo. Un personaje más de los libros de Historia. Me pregunto entonces si no es comprensible que el Rey prefiera evitar hablar de nada que le recuerde el momento (quién sabe si muy lejano o no) en el que su corona, por ley de vida, acabe por descansar sobre otros hombros que no sean los suyos. O al menos que prefiera no hablar de ello constantemente. Porque hay cosas a las que, por sentido común, se las debe dejar descansar en el cuarto de ‘lo no dicho’. O bien esperar al momento adecuado para sacarlas cautelosamente a pasear.

El problema es que la cultura de ‘lo no dicho’ no está bien vista hoy en día. Suscita recelo. Inquietud. Lo no dicho es peligroso. Freud dijo una vez que “ se es dueño de lo que se calla y esclavo de lo que se dice”. Puede que por esa razón la sociedad actual ensalce lo dicho en detrimento de lo no dicho. El ruido y no el silencio. Porque los que hablan serán, si cabe, mejores esclavos. Los que hablan de sus intimidades y miserias, de las de los demás. Los que vomitan antes de reflexionar. O los que, tras reflexionar, deciden vomitar pues el dinero recibido a cambio por hacerlo les compensa el vómito con creces. O al menos eso creen ellos. Programas televisivos por todos conocidos fomentan la esclavitud en aras de esa cualidades tan alabadas hoy día como la ‘naturalidad’ o la ‘sinceridad’. Belén Esteban es natural. Los concursantes de El juego de tu vida, programa en el que los participantes deben contestar a preguntas del tipo “¿has sido infiel a tu marido con tu hermana?”, “¿si algún día tu madre necesitara ayuda, disfrutarías negándosela?, “tuviste fantasías sexuales con los ancianos de la residencia que dirigías?”, o “¿morirías por tus hijos?”, son sinceros. Siempre y cuando respondan a las preguntas que se les formulan sin contradecir la respuesta dada en la entrevista previa al programa bajo la supervisión de una máquina de la verdad. Alentados por el premio en metálico los concursantes se adentran, unos con miedo y dolor, otros con presumible sangre fría, en el bosque tenebroso de lo que la presentadora del programa se empeña en calificar machaconamente como ‘sinceridad’. Aún a costa de perder en el camino a familiares y seres queridos horrorizados por las horribles revelaciones hechas ante millones de espectadores. Una vez dinamitados sus lazos afectivos al concursante, además del dinero (en caso de llevarse el premio), solo le queda la soledad. Y es que el esclavo cuanto más aislado e indefenso, mejor. De modo que cuando finalmente tenga algo importante que decir, no tenga a quién decirlo.

La cultura de ‘lo dicho’ trivializa tanto lo que se dice como el acto de decir. Pero si se da el lugar conveniente a lo ‘no dicho’, al silencio, lo que se dice y el acto de decir cobran el peso que merecen. Decir, contar, puede ser difícil. Hacerlo bien, más aún. Ayer viendo la hermosa película Una mujer y tres hombres (1974) de Ettore Scola, dentro del ciclo que la Filmoteca Española dedica al director italiano a lo largo del mes de junio en Madrid, no pude evitar conmoverme ante el ingenio y la delicadeza de Scola a la hora de contar los esfuerzos de sus personajes por decir y no decir. Por dibujar su propia historia, sus sentimientos, a través del misterio: de lo no -o lo bien- dicho.

La película cuenta los encuentros y desencuentros de Antonio, Gianni y Nicola, tres amigos unidos por sus ideales comunistas, a lo largo de treinta años, desde el final de la segunda guerra mundial hasta los años 70. En medio una mujer, Luciana, espíritu libre, mujer apasionada y generosa, con la que los tres mantienen una relación en distintos momentos de sus vidas. En la primera cita entre Antonio y Luciana, ésta le lleva al teatro. A la salida él le pregunta por qué en determinados momentos de la obra los actores de repente se quedan mudos y paralizados mientras uno continúa hablando y paseando por el escenario como si nada. Ella le explica que se trata de una convención por la cual el personaje que habla en realidad está pensando y por tanto, los que le rodean no pueden oírle, de ahí que permanezcan inmóviles sin decir nada. A continuación le pide que le diga el primer pensamiento que se le pase por la cabeza. Cuando Antonio se dispone a hablar, Luciana extiende sus brazos en el aire y se queda inmóvil como una estatua. Él entonces aprovecha y le espeta: “Estoy enamorado de la señorita Luciana”. Tras lo cual, se queda junto a ella, con los brazos extendidos, petrificado. En silencio.

Tras un tiempo juntos Luciana abandona a Antonio por Gianni y más tarde tiene una breve aventura con Nicola. En el albor de la aventura con Nicola una noche Antonio, celoso, le dedica unas duras palabras a Luciana en la escalinata de la Plaza de España, en Roma. Tras discutir con Antonio, Nicola va a consolar a Luciana, a la que había dejado haciéndose unas fotos para un casting en un fotomatón junto a la escalinata. Cuando llega a la cabina la encuentra vacía. Luciana se ha esfumado dejando tan solo una tira de fotos recién hechas que muestran las distintas fases de su llanto desconsolado mientras Nicola y Antonio discutían entre ellos.

Mientras Antonio y Nicola malviven el uno como camillero de hospital y el otro como crítico de cine, Gianni, casado con la hija de un marqués y empresario corrupto, lleva una vida de lujos y facilidades. Su mujer, Elide, le ama con locura mientras él, en cambio, la ve como mero pasaporte para una vida regalada que, no obstante, no es sinónimo de felicidad sino más bien lo contrario. Cansada de ser invisible para su marido Elide decide decirle que, a pesar de lo que le ama, en vista del ostracismo al que la somete, está teniendo una aventura con otro hombre. Le gustaría decírselo en persona, pero le fallan las fuerzas, de modo que graba el discurso en una grabadora y se lo reproduce a Gianni en cuanto lo tiene enfrente.

Decimos como podemos, como sabemos, como nos dejan. De lo que no hay duda es de que ante preguntas incómodas, dolorosas, reales, hasta un rey dispone del mejor recurso: el silencio.

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El recurso del Rey