sábado. 27.04.2024

“Los valores morales se pierden sepultados por los económicos cuando nos dirigen o gobiernan políticos demagogos; el triunfo del demagogo es pasajero, pero las ruinas que deja su acción son permanentes”. 
(José Luis L. Aranguren)


Frente a la banalización de la noticia rápida sin contrastar se impone la tranquila reflexión de la filosofía. Con el fin de neutralizar el pensamiento líquido que anega la sociedad, es importante acudir de nuevo a la enseñanza de la filosofía con el fin de educar en la libertad de pensamiento y de acción que conducen a la libertad de elección; la educación competencial consiste en enseñar a pensar con pensamiento crítico para inculcar, sobre todo a los jóvenes, la confianza de que son capaces de trazar su propio camino, sin tutelas ni dependencias engañosas y sin consignas publicitarias que oscurecen su libertad, según la divisa kantiana de la Ilustración: “Sapere aude!”: ten el valor de servirte de tu propio entendimiento

La filosofía es conciencia crítica en el seno de la historia o, como decía Gilles Deleuze, uno de los pensadores fundamentales del siglo XX, sólido constructor heterodoxo de una filosofía verdaderamente renovadora, en su obra “Nietzsche y la filosofía”, la filosofía al menos sirve “para detectar y detestar la estupidez”. Sin restar la importancia que tienen los medios de comunicación, es evidente que su excesiva cantidad y, con frecuencia, su frivolidad, facilita que el pensamiento crítico resbale si no se tiene con la ayuda de la filosofía una mínima base de comprensión e información para analizar quién dice verdad o quién manipula y engaña y preservar la razón y el pensamiento contra toda ideología manipuladora. Desde la primitiva filosofía aristotélica existe un principio obvio y lógico: todo efecto tiene una causa; es decir toda decisión tiene consecuencias; así está construida la lógica del universo. Las cosas son más sencillas de lo que parecen, pero resultan muy complejas cuando no se quieren o no se saben explicar. 

Acudir a Aristóteles, uno de los principales filósofos en la historia, es siempre un recurso de pensamiento sólido. La ciudad (“la polis”) es para Aristóteles una forma natural de vida humana, es la forma ideal de vida social y de Estado y sus planteamientos éticos están siempre presentes en su Política; si para Platón el ideal era hacer una ciudad justa, para Aristóteles, era hacer una ciudad feliz. El Estado-ciudad (la polis) tiene como fin la felicidad de los ciudadanos; los hombres no se asocian para vivir, sino para vivir bien. Y vivir bien no es tener abundancia de bienes materiales sino una vi­da conforme a las exigencias de la virtud, es decir, una vida regida por la razón. El hombre, como “animal político”, tiene una tendencia innata a lograr su propia perfección, pero no podrá alcanzarla, aislado o en solitario, sino en la “polis”, en la comunidad política; en ella encuentra el hombre su plena realización: la felicidad. Pero, el vivir bien conforme a virtud, la perfección y la felicidad, a la que el hombre aspira mediante su participación en la polis, no es para todos, ni está al alcance de todos. Ésta es la endeblez histórica de la política aristotélica, al quedar excluida de la participación en “la Ciudad” la mayor parte de los ciudadanos que la integran de ese bien común que es la felicidad. Sólo los ciudadanos libres, los que poseen los suficientes bienes de fortuna para no tener que sujetarse a un traba­jo necesario, y disponen de medios, de tiempo y ocio para consagrarse a actividades intelectuales (consideradas superiores), son los que pueden conseguir la felicidad. Es decir, el bien común de la ciudad se convierte en el bien de algunos, de una clase particular; se trata, por tanto, de un ideal aristocrático, de una élite privilegiada. En sus diversos tratados sobre política, Aristóteles analiza diferentes sistemas de gobierno, unos que considera justosmonarquía, o gobierno de uno solo, aristocracia, o gobierno de los mejores y democracia, o gobierno de la comunidad; y otros, perversos o injustos: tiranía, o desviación de la monarquía; oligarquía, o desviación de la aristocracia y demagogia, o desviación de la democracia. En el contexto histórico en el que desarrolla su pensamiento, la mejor forma de gobierno, según el filósofo, es la formada por ciudadanos de clase media: un gobierno aristocrático, término medio entre monarquía y democracia, coherente con su axioma “in medio, virtus”. Aunque la democracia tenía como fundamento la libertad y a este fin se debe ordenar y orientar, Aristóteles siempre tuvo reparos serios contra ella. 

Conseguir la democracia ha sido una ardua lucha durante siglos como un proceso, un tobogán histórico profundo y largo

Conseguir la democracia ha sido una ardua lucha durante siglos como un proceso, un tobogán histórico profundo y largo. Con el paso del tiempo, el concepto “democracia” ha ido evolucionando; un término, en apariencia sencillo de entender y aplicar, en realidad es complejo y necesita una reflexión sobre el recorrido histórico que va desde la democracia en la antigua Grecia en permanente evolución y conquista, sobre todo hasta finales del siglo XVIII, con la sucesiva introducción de sistemas democráticos en numerosas naciones y, en particular, a partir del reconocimiento del sufragio universal y del voto femenino en el siglo XX; curiosamente fue Nueva Zelanda el país más antiguo que en 1893 reconoció el derecho femenino al voto en igualdad al masculino. En España este largo proceso del reconocimiento del voto femenino no culminaría sino en la II República. Cualquier otra solución sería hoy democráticamente inaceptable. La democracia no sólo ha sido una aspiración humana por alcanzar derechos ciudadanos, sino una manera de llegar a tomar decisiones entre los miembros de una comunidad y, a través de ella, regular una justa convivencia. Hoy, las democracias existentes son muy distintas de aquel sistema de gobierno ateniense del que han heredado su nombre; han representado un esfuerzo teórico de análisis empírico por comprender, no sólo su proceso de transición y consolidación, sino de reflexión filosófica y política por debatir qué elementos fundamentales determinan que una democracia es de calidad y consolidada. Al ser un concepto polisémico con múltiples significados y dimensiones, como ideal, como forma de vida en convivencia, como régimen o sistema político, como conjunto de valores de una sociedad, cada ciudadano puede tener de ella ideas y decisiones diferentes; mas, con importantes matices, como mínimo el sistema democrático de un país depende de cómo es su proceso electoral, por el que todos sus ciudadanos tienen el derecho a participar de manera libre, sin presiones ni “pucherazos” para elegir a sus representantes, pues la legitimidad de sus gobernantes dependerá de su sistema electoral. 

Dejando claro que el simple ejercicio de votar no es el único elemento que debe distinguir a una democracia consolidada y de calidad, el voto se convierte en una pieza clave de cualquier sistema democrático. La importancia de este acto libre es que está directamente relacionado con la capacidad de las instituciones políticas y sociales para, por un lado, articular y agregar intereses y, por otro, regular y resolver los conflictos entre ellos. Dichas características hacen que se puedan lograr consensos y comprender que en una democracia en el pleno sentido de su significado todos los poderes del Estado se instituyen y se ejercen por la voluntad de las mayorías populares y no, como sucede con frecuencia, por la voluntad de intereses individuales o de una minoría. 

Desde el punto de vista procedimental, el voto, como sufragio universal, debe ser libre, igual, directo y secreto; la conjunción de tales características tiene como objetivo garantizar la libertad y la pureza de cualquier proceso electoral y asegurar que el resultado final corresponde a la realidad de la voluntad popular libremente expresada; es la herramienta de participación ciudadana más importante en una sociedad democrática representativa y moderna, como expresión política y voluntad ciudadana sobre quién quiere que le gobierne; constituye, además, junto con los derechos de expresión, reunión, asociación y libertad de prensa, el fundamento básico de la democracia y la herramienta imprescindible para consolidar la propia democracia y reafirmar la confianza en sus instituciones. Si la igualdad es el fundamento filosófico de la democracia, la libertad es su principio: ambos, libertad e igualdad, son constitutivos del proceso de reconocimiento y asunción de los derechos de los ciudadanos y de la propia democracia, ya que la voluntad que un ciudadano o ciudadana transmite con su voto, contabiliza, suma, no se pesa en función de quien lo emite; un voto que no es libre, no es democrático; la libertad de elección es una exigencia fundamental de la elección misma; sin ella no existiría en absoluto elección, por tanto, debe ser emitido sin coerción y sin presión ilícita. No existe democracia, allí donde los ciudadanos no pueden elegir libremente. Si en la democracia helénica, como afirmaba “el Estagirita”, solo los hombres libres disfrutaban de derechos políticos, hoy, el principio democrático de una persona-un voto, es un claro indicador para analizar la calidad de una democracia y constituye la base misma de la igualdad entre los ciudadanos. No es un punto de llegada, al contrario, es el punto de salida de un largo recorrido sin el cual no es posible andar el camino de la democracia política. Hoy, el sufragio universal, como recogen los artículos 9 y 23 de la Constitución de 1978, significa que, en principio, y según la normativa que los poderes públicos tienen que garantizar, todo ciudadano tiene el derecho de elegir y ser elegido independientemente de sexo, raza, lengua, ingresos o propiedad, profesión, estamento o clase social, educación, religión o convicción política.

Decía Alain Touraine que la voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público, y si esta voluntad se traiciona, se traiciona la democracia y entra en discusión la legitimidad ética y política de quien así actúa. Traicionar el sentido del voto emitido por la ciudadanía, es abonar la duda de la representación popular ya que se distorsiona la normalidad democrática institucional con una representación política que ya no es la que representa la voluntad de los ciudadanos. Para la teoría de la calidad de la democracia el derecho al voto es apenas el punto inicial; la construcción de un régimen democrático no concluye en las urnas; es, no obstante, el salvoconducto fundamental para consolidar un sistema efectivamente democrático y pieza básica para armar el rompecabezas de un régimen que se precie de serlo.

En tiempos de desafección de la ciudadanía frente a la política es cuando mejor se perciben la grandeza o la miseria de la política y de los políticos

Para Norberto Bobbio, uno de los pensadores italianos más influyentes del siglo XX, una democracia de calidad o buena es aquella que presenta una estructura institucional estable que hace posibles la libertad la igualdad de los ciudadanos mediante el funcionamiento legítimo de sus instituciones y mecanismos y cuyos gobernantes no se conducen en contra de la voluntad de los ciudadanos que los han elegido. Porque, según Bobbio, los políticos decentes no actúan pensando en las próximas elecciones, sino que gestionan el poder pensando en el futuro de las nuevas generaciones. Traicionar el voto democrático es gobernar en referencia permanente según la ubicación geográfica del votante; discriminar a los ciudadanos en función de los votos que me proporciona un votante si es de la “España vaciada” o si vive en la “gran ciudad”, como hace Díaz Ayuso en Madrid, es un cálculo indecente y un sesgo de representación electoral antidemocrático. Con una mirada crítica a la realidad actual, y más, a la realidad política parlamentaria, a nadie le resultará difícil percibir la crisis de representación política que padecemos, al que habría que añadir un debilitamiento del interés ciudadano por la política y los políticos y cierto desánimo en la participación democrática, cuya imagen se encuentra desdibujada. En tiempos de desafección de la ciudadanía frente a la política y en tiempos de profundas transformaciones, a veces no comprensibles y de resultados inciertos, es cuando mejor se perciben la grandeza o la miseria de la política y de los políticos. La votación en el Parlamento del jueves 11 pasado, sobre la idoneidad o no de ciertos candidatos a estar en el Tribunal Constitucional, nos ha hecho reflexionar a muchos ciudadanos sobre cómo se puede traicionar la confianza del voto ciudadano respecto a los partidos políticos, sobre sus incumplidas promesas éticas y su déficit democrático. Existe el sentimiento en la ciudadanía de que la ética y la política funcionan como el agua y el aceite: son incompatibles.

Ya he utilizado en alguna de mis antiguas reflexiones el pensamiento de Weber en el que contrapone en la actividad política la ética de la convicción con la ética de la responsabilidad. En la ética de la convicción, la política se rige únicamente por principios morales y, por encima de todo, dichos principios se deben respetar; por ejemplo “decir la verdad”, independientemente de las circunstancias; por tanto, la mentira, por excepcionales que sean las circunstancias, siempre será un comportamiento éticamente reprobable. En la ética de la responsabilidad considera que el criterio último para decidir, en cambio, ha de fundamentarse en las consecuencias de la acción política. Analizadas con objetividad, ambas son complementarias y han de concurrir en una persona con vocación política. Según Weber, nadie nos puede determinar si se debe actuar y en qué circunstancia conforme a la ética de la responsabilidad o a la ética de la convicción; no suscribe que una ética es buena y otra mala ni da por sentado la superioridad de una sobre otra, pero según él, la ética de la responsabilidad es la que se aplica en el mundo de la política, como adaptación pragmática a lo posible o a la búsqueda del éxito. No es infrecuente, además que en algunos políticos coincida la carencia de convicciones y la falta de responsabilidad: es el perfil del político demagogo, pendiente más de la impresión o imagen que da que de las consecuencias de su gestión: es el político convertido en un profesional del poder sin convicciones, perfecta vacuidad de quien carece de fines y proyectos excepto el interés y medro por su propia carrera política. Para quienes no tenemos el compromiso de la vocación, la elección y la representación políticas, en el caso de la votación del jueves 11, al candidato Enrique Arnaldo para el Tribunal Constitucional, por ejemplo, mientras aplaudimos la ética de la convicción de Odón Elorza y de aquellos que le negaron su voto, nos sentimos traicionados por quienes o le presentaron como candidato o priorizaron la disciplina del voto, en el marco de la ética de la responsabilidad, eligiendo a un candidato indigno moralmente. De ahí que compartamos lo que decía la escritora y filósofa francesa Germaine De Staël: “El desengaño camina sonriendo detrás del entusiasmo”. 

Votar es complicado porque exige, desde la ética ciudadana, formación e información; como la “democracia”, también el “voto” tiene polisemia de significados; y para distinguir su uso exige la clarificación del adjetivo: fiable, útil, cautivo, libre, diciplina de voto, femenino, activo, pasivo, clientelar... En nuestra actual situación política es muy frecuente el voto clientelar o fenómeno político que llamamos clientelismo, basado en el intercambio de favores por votos. Toda relación de clientela exige la participación de dos voluntades o más para que se produzca. 

Por la calidad democrática y la revalorización e importancia que tiene el voto ciudadano, se impone un esfuerzo de la ciudadanía por reflexionar a quién damos nuestro voto cuando vamos a las urnas y por construir mejores alternativas a la luz de la calidad democrática que queremos. Ello implicaría una mayor reflexión ética, una exhaustiva información y una más sólida formación cívica. No se puede obviar una cuestión tan transcendental para la política como es el tema del voto y los valores que la justifican; no deja de ser esta una de las razones por la que el descrédito de la política está siendo un hecho entre la ciudadanía. Son numerosos los indicadores que así lo prueban. En estos tiempos líquidos que definía Bauman, si algo caracteriza a algunos políticos, es su liviandad intelectual, aunque simulen que albergan convicciones firmes y principios sólidos.

En nuestra percepción política actual hay dos temas que deberían ser de capital importancia para reflexionar y debatir: el permanente ruido y enfrentamiento entre el gobierno y la oposición, pues los partidos políticos ya no se oponen por la claridad de sus ideas y proyectos, sino por su ambición por permanecer en el poder o conseguirlo, ambición de la que no está excluida una parte importante del poder judicial y la consiguiente amenaza a la calidad de la democracia. No puede haber democracia representativa si los partidos políticos no son capaces de dar sentido a su acción histórica. La democracia se hace imposible si un partido se identifica en exclusiva con la racionalidad y la buena gestión política y reduce al otro a la defensa de sus espurios intereses y una detestable gestión. La democracia en estas circunstancias corre el riesgo de reducirse a simples cálculos electorales. Una prueba es la frivolidad permanente con la que los medios de comunicación, en sus muchas y dudosas encuestas, muy lejanas aún las elecciones, como si fuesen una noria en subasta, semana sí y semana no, suben y bajan los votos que los partidos y sus líderes obtienen. No se trata de hacer estallar el pasado desvalorizando el presente sino de evitar el desgarramiento que se produce en la sociedad. No basta denunciar el presente para retornar a un pasado nostálgico; lo importante es recomponer la democracia asociando razón, cordura, ética, libertad, identidad para promover el bien de todos los ciudadanos y no sólo el de aquellos que nos votan a nosotros. Una democracia se consolida cuando es la expresión política de una sociedad libre, feliz, recompuesta y bien gestionada.


Filosofía y Ciencia: dos hermanas que se necesitan

Votos traicionados