Poesía | RAFAEL ESCOBAR
Recuerdo que mi profesor de literatura medieval de la facultad un día nos enseñó en clase un lapidario (probablemente, fuera el que realizaron Alfonso X y su escuela de traductores). Y me llamó la atención esa síntesis tan propia del medievo entre la ciencia y la magia, que hacía que la descripción objetiva de las piedras se viera entremezclada con elementos fabulosos acerca de sus propiedades. Algo similar he experimentado al leer “Tratado de piedras” de Teo Serna. Cómo lo natural se hacía mágico a medida que cada pieza de su original tratado de geología se convertía en una posibilidad de indagación sobre los escasos pero inagotables temas que conciernen a la poesía.
Reflexiona sobre cómo la ternura puede surgir de la fosilización de lo vivo de la misma manera que la belleza de la palabra brota de su negación
Durante el libro se suceden perspectivas diferentes para realizar la enunciación poética. Una, de más objetividad y distancia emocional. De una descripción “externa” que lo aproxima a lo que escribiría un geólogo que estuviera realizando un inventario de mineralogía al uso. Y desde ese punto de vista Teo nos habla del cuerpo como enigma, una dimensión desconocida que va lentamente incubando un germen de dolor que acaso sea nuestra propia muerte (“Piedra del riñón”), la condición evanescente de lo vivo que se va ahondando como una ambigüedad sobre la verdad de su naturaleza o su forma (“Piedra pómez”) o la aspiración del poema a una materialidad que le cree la ficción de poseer una identidad (“Escribo este poema con un lápiz…”).
Sin embargo, es más frecuente en el poemario una elaboración del texto a lo Wislawa Szymborska (por aludir a su famoso poema en que habla desde el interior de una roca). Intensos y emotivos monólogos interiores que detallan las interioridades psicológicas nunca adivinadas en un ser catalogado como inerte, que constituyen un listado infinito de pensamientos y sensaciones en que se apuntala la hondura, la riqueza de tonos y, a la postre, la gran calidad y originalidad del libro.
Así vamos asistiendo a consideraciones sobre la piedad o la serenidad (“Piedra angular”), la lucidez sobre la condición simultáneamente vana de lo divino y lo humano (“Piedra chispa”), una intensa sensualidad (“Piedra alumbre”), la gozosa metamorfosis de lo natural en sustento del hombre, ya sea el estrictamente material o ese otro igual de necesario de la fabulación mágica para sobrellevar el dolor (“Piedra meteórica (meteorito)”) y, recíprocamente, esa misma naturaleza ansiosa de los dones que puede otorgarle el hombre (“Piedra ciega”), los presagios apocalípticos (“Piedra de cal”), la vida abocada a su “fatum” trágico (“Piedra imán” (Canto de sirena)”), el pulso de resistencia (fatalmente perdido) entre la palabra y el olvido (“Piedra Rosetta”), el rencor que incita al hombre a tomar revancha de sí mismo (“Piedra lanzada”), el estremecimiento de los seres humanos primitivos fascinados por los milagros primigenios de la vida (“Piedra de pipas”), la locura como señal distintiva de aristocracia mental (“Extracción de la piedra de la locura”), lo inerte como un laberinto interior que, aunque considerado tópicamente vacío, atesora la resonancia de todo lo aún vivo y lo que ya pasó (“Piedra sonora”) y hasta todo ese universo bocabajo que se palpa tras ahondar en la muerte (“Piedra atada a un ahogado”). Lo dicho: la riqueza de matices e intuiciones del poemario es inacabable.
En cuanto al estilo, es patente página a página el dominio de la imagen, siempre sugestiva, insinuante y de una calidad plástica que revela la condición artística polifacética de Teo (véanse estos versos finales de “Piedra consagrada”: Si una gota de vino cae/se rompe el cielo y aparece una luna, creciente y roja, como amapola solitaria y monstruosa). También es habitual la variación subjetiva sobre mitos canonizados (las referencias mitológicas son abundantes) por la tradición en que se aprecia ese punto subversivo que parece inseparable de su arte. Por ejemplo, la superioridad de la inmediatez de lo amoroso sobre lo espiritual como frente de supervivencia en el relato sobre Orfeo y Eurídice que incluye “Piedra azufre” o un “La mirada de Medusa” que reflexiona sobre cómo la ternura puede surgir de la fosilización de lo vivo de la misma manera que la belleza de la palabra brota de su negación. A menudo el tono es meditativo, de una reflexión morosa que bordea cierta solemnidad en textos que logran transmitir una honda espiritualidad (“Piedra vertical”, “Piedra filosofal”). Como se afirma certeramente en la solapa del libro, hay un aire “cultista pero de línea clara”: en efecto, hay un equilibrio entre la espontaneidad, la creación de un poema asequible que permite transitar hasta por su entraña identificando lo esencial y el más elaborado dominio técnico. Por todo ello, un poemario imprescindible en la trayectoria de Teo y que, como muchas de las piedras que van punteando su itinerario, merecería una posteridad que lo dejara en pie, que lo salvara de la condición efímera (merecidamente efímera) de los ojos que lo leen.
Tratado de piedras. TEO SERNA. Dip. Ciudad Real. Ojo de pez. Ciudad Real, 2020. COMPRA ONLINE