Carlos Valades | @carlosvalades
Ah, la navidad! Tiempo de reencuentros, de maletas repletas de regalos, de emoción, del tan esquivo gordo y la gente celebrando en las puertas de las administraciones de lotería elegidas por la fortuna, tiempo de cenas pantagruélicas y resacas imperiales…
Todo muy bonito. La música de cascabeles, los renos y el belén, la nieve inexistente por el cambio climático, el turrón, del duro, y del blando para los más mayores y las uvas con nuestra ropa interior roja. Un muestrario de rituales al que hay que añadir las temidas cenas con familiares, una liturgia en la que conviven personas antagónicas en un reducido espacio, todo ello regado con un exceso de alcohol. Siempre hay una silla vacía, un recuerdo. Además, todos tenemos un cuñado…
Y con este timing apropiado llega “Tan solo el fin del mundo”. Tras doce años de ausencia, Louis vuelve al hogar. Al hijo pródigo le queda un año de vida y su reaparición destapa las miserias y la incomunicación de la familia. Jean Luc Lagarce escribió esta obra con claras referencias personales cuando estaba enfermo de sida y sabía que le quedaba poco tiempo. Como tantos autores, el malditismo hizo que esta obra se estrenara cuatro años después de su muerte con todo el reconocimiento y la admiración que provocó. El texto fue adaptado al cine por Xavier Dolan, un yonqui de los traumas que a todos nos provocan las relaciones familiares, pero mientras que los demás recurrimos a terapias y psicoanálisis, él sana a través de su cine (no se pierdan “la noche que Logan despertó”).
El director, Israel Elejalde, se enfrenta a un texto complicado, muy poético. Y lo hace a la manera de las últimas producciones del Teatro Kamikaze en los textos de Pascal Rambert, monólogos como largas descargas de metralla, llenos de rabia y de incomprensión. Y tal vez esa ha sido la intención. Mostrar la falta de comunicación y de verdaderos diálogos, con esos largos soliloquios, muchas veces faltos de contenido real, tan solo palabras para llenar el espacio en un horror vacui sonoro. Hablar por hablar.
Eneko Sagardoy, en el papel de Louis, es el más contenido de todos los personajes, a pesar de la gravedad de su situación. María Pujalte está muy solvente en el papel de madre. Suzzane, la hermana, está interpretada por Yune Nogueiras. Catherine, la cuñada, está interpretada por Irene Arcos. Es el personaje que intenta mediar en la familia, contemporizando.
A veces cuesta entender las reacciones de los personajes, su visceralidad. El momento más emocionante lo encontramos al final, en el monólogo de Antoine, el hermano mayor, un mecánico acomplejado ante la cultura de Louise que está genialmente interpretado por Raúl Prieto. En ese ajuste de cuentas tras largo tiempo, en ese estallido doloroso, hay verdad y angustia.
El plantel lo completa el bailarín Gilbert Jackson, un alter ego de Louis, un trasunto de su alma que expresa con el cuerpo lo que es incapaz de transmitir con palabras.
La escenografía está compuesta por un inmenso panel vertical donde se proyectan fotos de los personajes en su niñez, a veces de manera repetitiva.
Como dijo Tolstoi, “todas las familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera”. Y aquí está el texto de Jean-Luc Lagarce para recordárnoslo, como un golpe seco, como una golosina emponzoñada.
Felices fiestas.