viernes. 26.04.2024
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Aunque sea apócrifa y muy citada en las redes, conviene recordar de vez en cuando aquella frase atribuida al autoritario canciller alemán Otto Von Bismarck que decía que España era el país más fuerte del mundo, porque pese a llevar siglos intentando autodestruirse, no lo había conseguido. Con independencia de la veracidad de la autoría, hay algo de cierto en ello dado que España siempre ha tropezado en sus deseos de progreso con la piedra inmóvil de la derecha que dice amar al país pero que a lo largo de la historia sólo se ha dedicado a boicotear todos los intentos habidos para ampliar y mejorar las condiciones de vida, la libertad y los derechos de los españoles. Ni uno sólo de los gobiernos derechistas españoles sintió la más mínima preocupación por educar al pueblo, hacerlo dueño de sus destinos o erradicar el pancismo, lugar de refugio de trepas, estómagos agradecidos y pelotas de toda laya. Tampoco hay patriotismo en la inmensa mayoría de ellos, sólo el deseo de perpetuar la España del Antiguo Régimen y, por tanto, de los privilegios. En el mejor de los casos, abunda el cinismo, como sucede con el creador de la Restauración, el político malagueño Antonio Cánovas del Castillo, quien demostrando un amor fuera de lo común por su país propuso como primer artículo de la Constitución lo que sigue: “Es español el que no puede ser otra cosa”. Demasiado tiempo queriendo destruir, menospreciando y persiguiendo a quienes más valen, demasiado tiempo despreciando el saber.

Sin irnos demasiado atrás, recordaremos lo que propuso la derecha hispana para mantener la monarquía y el imperio perdido por no haber sabido conservarlo. Tras obtener el protectorado de una parte de Marruecos en la Conferencia de Algeciras, las derechas del turno pacífico en el poder decidieron enviar a decenas de miles de pobres al norte de África para que muriesen matando a pobres rifeños y al mismo tiempo morir a mansalva. Aquella ocupación militar sólo sirvió para enriquecer a las grandes compañías mineras y a las oligarquías que ya de por si lo eran, para procurar ascensos militares sobre la muerte de soldados de reemplazo -los ricos no iban a la guerra- a militares muy poco preparados que luego crearían la casta africanista que dio un golpe de Estado en julio de 1936, provocó una guerra criminal y montó una de las peores y más largas dictaduras de Europa. La derecha española jamás ha querido a España, tomaba al país por un cortijo y a sus habitantes por carne de cañón. Igual sigue ocurriendo hoy.

Sin embargo, España no es eso. España estaba llena de don quijotes antes de que quisiesen convertirla, como decía Blasco Ibáñez, en refugio de sanchos sólo preocupados por llenar el estómago y conseguir su particular ínsula de Barataria. Por eso, aún ahora, somos el país con más donaciones de órganos del mundo, uno de los primeros en aprobar leyes que permiten la unión de parejas del mismo sexo, en porcentaje de vacunados contra el coronavirus, en permitir la muerte digna a quienes de la vida sólo les queda el dolor extremo e insoportable, en tener los mejores -con todos sus defectos- sistemas penitenciarios del mundo y un sistema de protección social -que la derecha quiere cargarse cuanto antes- de los más avanzados muy a pesar de los recortes salvajes a que ha sido y sigue siendo sometido.

En ese sentido, y es para sentirse especialmente orgullosos, tiene un lugar especial la huelga que iniciada en febrero y finalizada en abril de 1919 en La Canadiense, consiguió que se reconociera por primera en el mundo la jornada laboral de ocho horas. Lo lógico es que esto hubiese sucedido en Inglaterra, Francia o Alemania, pero no fue así, sucedió en España gracias al arrojo y la generosidad de los trabajadores de Barcelona, seguidos después por muchos de otros pueblos y ciudades de Cataluña y del resto de España.

El triunfo de la revolución rusa en 1917 animó a los sindicatos y partidos obreros de todo el continente a emprender acciones contundentes para conseguir el reconocimiento de los derechos de los trabajadores. En España la UGT y, sobre todo, la CNT habían decidido organizar mítines, manifestaciones y huelgas por todo el Estado, lo que llevó al conde de Romanones a suspender las garantías constitucionales. El 5 de febrero de 1919, varios administrativos de la empresa eléctrica La Canadiense fueron despedidos al no aceptar la rebaja de salario impuesta por la patronal. Acto seguido recurrieron a su sindicato solidarizándose todos los trabajadores de la empresa. Fue el comienzo de una huelga que al principio fue combatida, como era costumbre, con los fusiles y máuseres del ejército y que causó varios muertos, cientos de heridos y miles de detenidos. Las armas, pese al estado de guerra que movilizaba a todos los obreros, no dieron resultado y a finales de febrero toda la ciudad estaba sin luz, sin agua y sin gas. Se sumaron el resto de las empresas y una parte muy considerable del comercio cerró sus puertas. Pese a las amenazas, los despidos, las detenciones, la torturas, la militarización, el hambre creciente y los asesinatos la huelga continuó y a principios de marzo el Gobierno convocó a los sindicatos para comenzar a negociar. Milans del Bosch capitán general de Cataluña pedía una solución militar definitiva y la UGT conminaba con extender la huelga a todo el Estado si no se llegaba a un acuerdo rápido.

A mediados de marzo de 1919, el Gobierno comenzó a considerar que no era posible acabar con la huelga salvo que se matase a todos los trabajadores. Durante los días 15 y 16 de marzo representantes del gobierno se reunieron en el Instituto de Reformas Sociales de Madrid con miembros del comité sindical, llegándose a un acuerdo por el que se readmitían a todos los trabajadores, se aumentaban sus salarios, se dejaba en libertad a todos los detenidos salvo los que hubiesen incurrido en ilícito penal y se aprobaba la jornada laboral de ocho horas en todo el Estado, cosa que no había sucedido en ningún lugar del mundo. La huelga quedaría desconvocada el 19 de marzo tras un mitin multitudinario de Salvador Seguí en la Plaza de toros de las Arenas en el que los obreros aprobaron el acuerdo. El 4 de abril de 1919 la Gaceta de Madrid publicaba el decreto por el que a partir del 1 de octubre de ese año la jornada semanal máxima sería de cuarenta y ocho horas, demostrando que -aunque la represión policial llegó posteriormente a extremos inusitados con Martínez Anido, Bravo Portillo y Arlegui a las órdenes de la patronal y la burguesía- ni la fuerza bruta ni la represión más atroz son capaces de doblegar a un pueblo que actúa unido por el interés general, por el bienestar de todos, por la justicia social y la libertad. Fue así entonces, deberá de serlo de nuevo ahora, cuando salgamos del estado de narcolepsia en el que parecemos sumidos.

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