jueves. 25.04.2024
der
 

Es posible, -aunque ni mucho menos deseable- que dentro de unos meses el Partido Popular y su hijo natural Vox lleguen a formar gobierno. Sería una calamidad, un disparate, una insensatez, un paso de gigante hacia el pasado y, tal vez -no lo quiera Dios-, hacia el enfrentamiento furioso entre gentes que todavía no han entendido que este es un país de diálogo y concordia jodido secularmente por una minoría salvaje, ignorante y egoísta. No se trata de avisar de fatales e irremediables sucesos, sino todo lo contrario: Hay partidos que llevan años pregonando el odio y la mentira, difundiendo rencor, azuzando discordias, reclutando soldados para la nueva reconquista, para volver a convertir a España en centinela y reserva espiritual de Occidente. Hay que decirlo bien alto y en todos los foros para evitar que volvamos a la noche más oscura, al tiempo de silencio y vergüenza existencial.

Debido, entre otras cosas, al pésimo gobierno de la derecha española se fue creando una desafección constitucional en Cataluña que culminó con los hechos de octubre de 2017. Tanto Vox como el Partido Popular han pedido reiteradas veces en el Parlamento y en la prensa que se vuelva a aplicar el artículo 155 de la Constitución por lo que sea, lo mismo para proteger a la lengua castellana que allí se habla mejor que en otras comunidades como la mía, que para encarcelar o multar a disidentes. La derecha española ha sido incapaz de elaborar ni una sola propuesta constructiva para reparar las relaciones históricas, sentimentales y emocionales entre Cataluña y España. Lo único que ha salido de sus bocas han sido proposiciones represivas que llevarían al colapso a todo el país. La cuestión catalana y los hechos de septiembre y octubre de 2017 están en el origen del resurgimiento del nacionalismo español más rudimentario, arcaico y bruto, un nacionalismo que se aprovechó del sentimiento herido de una parte de la población para articular una ideología obscena con una visión preconstitucional de España, una visión que enlaza directamente con el ideal franquista de nación. Votar a la derecha en este país, a esa derecha que vocifera, miente y amenaza es ponernos a todos ante un abismo del que desconocemos la profundidad.

Del mismo modo que las propuestas de la derecha para Cataluña se reducen estrictamente al palo, la cárcel y la prohibición, sucede con la Sanidad. Para la derecha cavernícola que encabezan Casado, Abascal y Ayuso, el problema es que exista Sanidad Pública, una vez que haya desaparecido, que todo esté en manos de los grandes grupos nacionales e internacionales, de las clínicas a las que hoy llaman hospitales, todo se habrá solucionado porque cada cual tendrá la salud que se merece, es decir, la que se pueda pagar. A nadie, por burro que sea, se le puede escapar que si hoy se trata de cáncer, esclerosis múltiple, covid, cardiopatía a personas con bajos o medianos ingresos -que somos la inmensa mayoría- es porque existe una caja común que lo permite. Si esa caja desaparece, si se entrega a las empresas del negocio sanitario, a unos les harán un cateterismo y a otros les recetarán aspirina, tal como sucede en Estados Unidos o Chile: Ningún trabajador, ningún pensionista podría pagar jamás tratamientos contra el cáncer o los infartos que superan los 500.000 euros, tampoco los pagarían los seguros privados salvo para aquellos capaces de contratar pólizas multimillonarias. Las empresas están para hacer negocio, no para perder dinero.

En cuanto a las libertades, ya vimos cuando gobernó Rajoy -todavía Vox era algo embrionario- cual fue su proyecto estrella: La ley mordaza, una ley que convertía en delito fotografiar a un policía mientras aporreaba a un manifestante, que permitía sanciones administrativas descomunales y que terminó por meter el miedo en el cuerpo -autocensura- a quienes escriben, opinan o discrepan. Su concepción de la libertad se reduce a no pagar impuestos -cuestión que han logrado que les proporcione muchos votos incluso de quienes no los pagan por tener pocos ingresos-, a tomarse una caña, cosa que nunca ha estado prohibida salvo para quienes no tienen un real, acosar a Pablo Iglesias y su familia durante meses sin que nadie hiciera nada por evitarlo o encarcelar a raperos, sindicalistas y tirititeros. Su libertad es la que adoraba Franco, la que disfrutaban los poderosos en cualquier orden de la vida a costa de la sumisión de quienes no lo eran.

Qué decir de la memoria democrática. Sin duda sería una de las cuestiones contra la que actuarían con más diligencia, sólo hay que recordar lo que ha hecho el actual alcalde de Madrid Martínez Almeida con la placa que recordaba el lugar donde vivió Largo Caballero, los versos de Miguel Hernández o el fallecimiento de la escritora Almudena Grandes. Más de cien mil personas siguen enterradas en cunetas y tapias de cementerio. En cualquier país democrático -algunos con menos “antigüedad” que nosotros como Argentina o Chile lo han hecho- hace tiempo que sus restos habrían sido exhumados y entregados a sus familiares, aquí no, porque aquí todo depende de iniciativas particulares y de subvenciones que serían cortadas de raíz para evitar algo tan humano como enterrar con dignidad a los muertos. La cuestión está muy clara, la derecha española es franquista y quienes están enterrados en fosas comunes víctimas de Franco. Todo está donde debe estar.

La enquistada y larga crisis de la justicia también tendría rápida solución con los ultras en el poder. Serían los jueces quienes elegirían al Consejo General tal como si fuese la junta de un casino, dando un primer pero decisivo paso en el camino del estado corporativo que siempre anhelaron. Luego serían las clínicas quienes designarían al ministro de Sanidad, las empresas logísticas al de Transporte, los constructores al de Vivienda y los delincuentes fiscales al de Hacienda. El despido libre sin causa ni indemnización, los recortes de las pensiones y su progresiva privatización, la laxitud en la protección del medio ambiente como demuestra lo sucedido en el Mar Menor, Doñana o la traca montada en defensa de las macrogranjas pestilentes, el regreso a modelos urbanísticos salvajes y destructores dictados por las grandes corporaciones del sector, el desprecio a la belleza y la ética, la estigmatización de la diferencia sexual culminarían un programo político miserable del que no quedarían a salvo los miles de inmigrantes que hoy cuidan de nuestros niños y mayores y que hacen los trabajos penosos que aquí ya nadie quiere hacer por su dureza y porque los modélicos empresarios agrícolas pagan sueldos no mayores a los de 1975.

Se puede objetar que todo esto es exagerado. No hay ninguna afirmación en este artículo que no hayan realizado o prometido los dirigentes actuales de la derecha española. Y el problema, al contrario de lo que sucede con la izquierda que a menudo se queda corta, es que ellos si cumplen y casi siempre van más allá de lo anunciado.

El programa de la derecha hispana: el odio