lunes. 29.04.2024
Magdalena Valerio Cordero
Magdalena Valerio Cordero

El fallo de la Sentencia de la Sala Tercera del Tribunal Supremo de 30 de noviembre que declara la no idoneidad de la Presidenta del Consejo de Estado para ocupar su cargo es otro ejemplo de lo que ya se puede considerar la rebelión del Poder Judicial contra el Gobierno legítimo de la Nación. Si después de la muerte de Franco y hasta mediados de los años ochenta España conoció la rebelión abierta o soterrada de los militares, que querían actuar como un poder del Estado, desde hace algún tiempo estamos contemplando la ofensiva del Poder Judicial que, en alianza con el Partido Popular y con Vox, ha declarado la guerra a un Gobierno legítimo que no se presta a la vieja reivindicación de la derecha judicial que quiere controlar ella sola el Consejo General del Poder Judicial. Hace pocos días conocimos la Sentencia de 21 de noviembre de la misma Sala Tercera que anuló el nombramiento de Dolores Delgado como Fiscal de Sala del Tribunal Supremo (la categoría más elevada de la Carrera Fiscal), Sentencia que se funda en la doctrina de la desviación de poder que construyó el Consejo de Estado francés y asumió nuestra legislación contencioso-administrativa, pero que hoy, como se ve en esa Sentencia, abre demasiados intersticios para la apreciación judicial, incluida la desviación de poder en que pueden incurrir los propios Tribunales con fines políticos espurios. Llueve sobre mojado porque hace meses ya vimos demasiada intencionalidad política y demasiada imaginación jurídica en la Sentencia relativa al cese del Coronel Pérez de los Cobos en un puesto de libre designación donde la libertad que la Ley otorga a la Administración se ha visto constreñida por un interpretación judicial discutible, cuya intencionalidad política, de castigo al Gobierno, también estaba demasiado a la vista.

Tras la Sentencia relativa a la Fiscal de Sala Delgado, la nueva Sentencia sobre la idoneidad de la Presidencia del Consejo de Estado es, a mi juicio, no sólo un paso más en la guerra de una parte de los Jueces (los alineados con la derecha judicial), sino lo que podemos considerar la declaración formal de guerra de esa derecha judicial a la que habrá que responder con todos los medios constitucionales de que dispone el Gobierno. Hasta ahora se había dado la guerra de guerrillas, pero con la Sentencia relativa a la Presidencia del Consejo de Estado la derecha judicial ha formalizado una declaración de guerra al Gobierno, de la misma manera que los Estados, hasta la Carta de Naciones Unidas, notificaban la declaración de guerra a otros Estados con los que entraban en conflicto bélico.

La no idoneidad de la Presidenta del Consejo de Estado para ocupar su cargo es otro ejemplo de lo que ya se puede considerar la rebelión del Poder Judicial contra el Gobierno legítimo

Vamos a examinar la Sentencia y las posibles medidas reactivas que cabe aplicar, no sin antes examinar la constitucionalidad y alcance jurídico del requisito de lo que la Ley Orgánica del Consejo de Estado denomina “reconocido prestigio” de los juristas. También examinaremos la peculiar legitimación activa (es decir, la capacidad para demandar en los Tribunales) de una fundación que actúa como grupo de presión o instrumento procesal de la derecha.

INTERPRETACIÓN DE LA SENTENCIA 

La Ley Orgánica 3/1980, de 22 del Consejo de Estado establece en su artículo 6.1 que el Presidente del Consejo de Estado será nombrado libremente por Real Decreto “entre juristas de reconocido prestigio y experiencia en asuntos de Estado”. Esa expresión de “juristas de reconocido prestigio” parece a primera vista un concepto jurídico indeterminado, pero posee tan elevado grado de indeterminación que conduce derechamente a la inseguridad jurídica. Si consideramos los dos requisitos que fija la Ley, esto es el reconocido prestigio y la experiencia en asuntos de Estado, el segundo es un requisito objetivo y, por ello, verificable si una persona ha desempañado o no cargos públicos. En cambio, el requisito del reconocido prestigio es muy vaporoso y se presta a toda clase de interpretaciones porque, tal como lo define el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia Española, el prestigio es la “pública estima de alguien o algo, fruto de su mérito”. Es decir, el prestigio, según el Diccionario de la Lengua Española, se descompone en dos elementos, a saber, el mérito propio y la estima pública. Antes de avanzar obsérvese la diferencia entre el citado artículo 6.1 de la Ley Orgánica del Consejo de Estado y el artículo 159.2 de la Constitución que para ser Magistrado del Tribunal Constitucional exige poseer “reconocida competencia” (amén de otras cualidades). Pongo el ejemplo del artículo 159.2 de la Constitución porque la competencia es una cualidad objetiva y verificable en tanto que el prestigio es una cualidad subjetiva, no mesurable y dependiente de la valoración de terceros que no se sabe quiénes son.

Por eso la dicción de la Ley Orgánica del Consejo de Estado, a diferencia del artículo 159.2 de la Constitución, conduce a una aporía, a la imposibilidad lógica de su aplicación, pues ¿cómo se mide el reconocido prestigio y quien lo hace? En último extremo, el Gobierno está legitimado para hacerlo y a fortiori, en contra de lo que se desprende de la Sentencia, el dictamen de la Comisión Constitucional del Congreso es determinante, como veremos más abajo.

Todo esto nos lleva a la conclusión de que en realidad no estamos en presencia de un concepto jurídico indeterminado sensu stricto que el Tribunal Supremo puede interpretar a partir de unos parámetros que fija la Ley, sino de un concepto de imposible aplicación jurídica que choca además con el principio constitucional de seguridad jurídica, pues faltan los estándares mínimos para su aplicación y no hay un canon que permita medirlo con objetividad. Por ello, el Tribunal Supremo hubiera debido suscitar una cuestión de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional por infringir el artículo 9.3 de la Constitución.

La nueva Sentencia sobre la idoneidad de la Presidencia del Consejo de Estado es, a mi juicio, lo que podemos considerar la declaración formal de guerra de esa derecha judicial

En realidad, y éste es el segundo elemento a considerar, la Sala Tercera del Tribunal Supremo ni siquiera tendría que haberse planteado suscitar una cuestión de inconstitucionalidad porque previamente a ese trámite debería haber inadmitido la demanda porque la fundación demandante no tiene, a mi juicio, legitimidad activa para recurrir el Decreto de nombramiento. En primer lugar, a pesar de los términos de la Sentencia, no hay interés legítimo en la fundación recurrente porque, como explicó el abogado del Estado, la legitimidad no se construye a la carta por el hecho de llevarlo a los estatutos de una fundación o asociación de modo que el Tribunal Supremo debería haber hecho una ponderación de la actividad de la fundación para llegar a la lógica conclusión de que se trata de una entidad de vocación política que, bajo veste de defender el Derecho, defiende intereses políticos e ideológicos de carácter conservador. Ello debería haber impedido que se le considerara sujeto legitimado para recurrir conforme al artículo 19 de la ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa.

Este tema de la legitimación activa de la fundación recurrente es crucial porque en este caso concreto ha sido el camino utilizado por las derechas (políticas y judiciales) para infligir una derrota política al Gobierno. Prueba de su carácter nuclear en la operación de acoso al Gobierno es que, como recordó el Abogado del Estado en la contestación a la demanda, la fundación recurrente no debía estar muy segura de su legitimación, pues dedicó ocho de los veintitrés folios de la misma a defenderla. Pero hay más, menos segura debía estar la propia Sala Tercera cuando dedicó DIEZ FOLIOS de la Sentencia (del 17 al 26) a justificar por todos los medios la admisión de la fundación en el recurso, en tanto que ha dedicado SEIS FOLIOS (del 26 al 31) al contenido de la demanda.

Descendiendo al fondo del recurso, hay varios interrogantes que aparecen. En primer lugar, ¿hay estudios de opinión que miden el prestigio de un jurista? ¿Qué elementos configuran ese prestigio? ¿Haber obtenido plaza de funcionario mediante una oposición proporciona o no comporta prestigio? ¿Para aportar reconocido prestigio vale igual cualquier Cuerpo de la función pública o hay Cuerpos de primera y de segunda? ¿Y si los hay, quién lo determina? ¿O es necesario también un currículum académico de publicaciones, conferencias, tramos de investigación y tramos de docencia? Y también hay más interrogantes, ¿puede tener reconocido prestigio un jurista que no tenga la condición de funcionario? En ese caso, ¿cuál es el canon para valorarlo, el número de clientes, la renta obtenida, el aplauso de los medos de comunicación?

Es decir, estamos ante una expresión legal de difícil valoración y peor aplicación que había pervivido pacíficamente en el ordenamiento porque hasta ahora nadie ha tratado de utilizarla con fines políticos espurios. ¿Habrían pasado el tamiz del Tribunal Supremo dos políticos relevantes y de pasado antifranquista, pero con discreto perfil profesional, que presidieron el Consejo de Estado como Jiménez Blanco, que era un buen abogado de provincias, e Íñigo Cavero, que era un profesor titular de Universidad con varios intentos inalcanzados de acceder a catedrático y con nula obra escrita?

¿Puede tener reconocido prestigio un jurista que no tenga la condición de funcionario? En ese caso, ¿cuál es el canon para valorarlo, el número de clientes, la renta obtenida…?

A ello se añade otro problema que la Sentencia aborda para afirmar su competencia. Me refiero a la comparecencia de la Presidenta del Consejo de Estado ante la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados que ratificó su idoneidad. Dado que esta comparecencia trae causa del mandato de una Ley (la Ley 3/2015, de 30 de marzo, reguladora del ejercicio del alto cargo de la Administración General del Estado) hay que entender que de esa comparecencia parlamentaria derivarán efectos jurídicos de algún tipo a fortiori cuando la Ley 3/2015 prevé que la Comisión parlamentaria emitirá “un dictamen en el que se pronunciará sobre si se aprecia su idoneidad o la existencia de conflicto de intereses”. Por ende, la Ley ha deferido al Congreso el examen de la idoneidad de la persona propuesta por el Gobierno, por lo que el Tribunal Supremo, a lo sumo, sólo podría examinar la legalidad formal del nombramiento, no los aspectos sustantivos del mismo que ya han sido juzgados por el Parlamento. No lo entiende así la Sentencia, pero en este punto no se expresa con la exactitud que hay que exigir al Tribunal Supremo. La Sentencia, en efecto, afirma respecto a la comparecencia:

“Hubo unanimidad en reconocer que posee experiencia en asuntos de Estado, pero no en cuanto a su condición de jurista de reconocido prestigio”.

Y esta es una afirmación tendenciosa porque en ninguna Ley se exige la unanimidad en el debate para valorar a la compareciente, sino que lo jurídicamente importa es el acto parlamentario que perfeccione el procedimiento. Y el acto parlamentario, que no se adoptó por unanimidad ni asentimiento, sino por votación (como ocurre normalmente en un Parlamento), fue, según el Diario de Sesiones del Congreso.

“Queda emitido el dictamen favorable a la idoneidad…”.

Por lo que la referencia que la Sentencia hace a la no unanimidad sobre la condición de la señora Valerio como jurista de reconocido prestigio es una referencia jurídicamente innecesaria y, desde el punto de la lógica, tiene una apariencia tramposa para justificar más el sentido del fallo. Es cierto que no hay todavía una construcción dogmática que nos aclare la naturaleza y efectos jurídicos del dictamen parlamentario sobre este tipo de nombramientos extraparlamentarios, pero precisamente por eso hubiera sido aconsejable que el Tribunal Supremo realizara un ejercicio de self-restreint demostrando, de paso, que el Poder Judicial no entra en avisperos políticos.

POSIBLES MEDIDAS CONTRA LA SENTENCIA

No es fácil reaccionar contra una Sentencia del Tribunal Supremo salvo el recurso de amparo de las personas directamente afectadas. A medio plazo, como también veremos, hay una solución definitiva, pero a corto plazo todo es más difícil. Sin embargo, está en juego la capacidad del Gobierno de dirigir la Administración como contempla el artículo 97 de la Constitución, sin interferencias ni presiones espurias. Por eso, harán bien el Gobierno y los partidos que lo apoyan en aplicar todas las medidas que permite el ordenamiento.

El Tribunal Supremo no debería perderse con Sentencias cuya intencionalidad política de oposición al Gobierno está a la vista

En primer lugar, ¿cabe un conflicto entre órganos constitucionales, es decir, un conflicto entre el Gobierno y el Tribunal Supremo? No cabe porque el Tribunal Supremo no es un órgano constitucional y, por ello, no está citado en el artículo 59.3 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional que fija los órganos que pueden suscitar esta clase de conflictos. En segundo lugar, ¿el Abogado del Estado está legitimado para recurrir en amparo por violación del artículo 24 de la Constitución que regula el derecho a obtener la tutela efectiva de los Tribunales? Aunque en aplicación del artículo 46 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional el acceso de los organismos públicos al recurso de amparo es muy restrictivo, entiendo que debería acudir al Tribunal Constitucional.

Pero lo más urgente, aunque sus efectos sólo se produzcan a medio plazo, dentro de unos meses, es que un Grupo Parlamentario de la mayoría presente una proposición de ley muy breve que elimine la expresión “reconocido prestigio y” en el artículo 6.1 de la Ley Orgánica 3/1980, de 22 del Consejo de Estado. Además, el Grupo proponente debe instar a que se tramite por lectura única, permitiéndolo la simplicidad de la proposición. Es cierto que el Senado, convertido en otro baluarte contra el Gobierno, pondrá dificultades a este tema, pero la Constitución es taxativa al fijar el término de dos meses de que dispone el Senado para aprobar, enmendar o vetar las iniciativas legislativas que provenga el Congreso (si el Congreso no declara la urgencia de la proposición, en cuyo caso el plazo se reduce a veinte días).

Estamos por ello ante un caso típico de utilización política de la Justicia y da cierta pena que la Sala Tercera se haya prestado a cooperar en la operación. Ver a Magistrados prestigiosos (aunque alguno de extrema derecha, a juzgar por sus manifestaciones en otros foros) prestarse a esta operación de desestabilización de un Gobierno no ayuda a valorar al Poder Judicial. Porque la función jurisdiccional en el Estado de derecho no puede servir como ariete político para hacer oposición al Gobierno, menos aún ha de servir para dar salida a otros intereses. Además, el reconocido prestigio que, tras la dictadura franquista, ha ido adquiriendo el Tribunal Supremo no debería perderse con Sentencias cuya intencionalidad política de oposición al Gobierno está a la vista. Todo ello nos lleva a la reflexión final, a saber, a la derecha política y judicial se le llena la boca reclamando la despolitización de la Justicia y deberían ser más discretos en sus peticiones porque esta Sentencia es un caso muy claro de politización de la Justicia y de utilizarla con fines políticos torticeros.

La rebelión del Poder Judicial contra el Gobierno legítimo de los españoles