viernes. 26.04.2024
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Yolanda Díaz

No me parece mal, la verdad. Comenzar a escuchar para sumar. Quien dice escuchar, dice cerrar los ojos y oler cuanto se está cociendo alrededor, abrirlos y mirar a los ojos de la gente, explorar su lenguaje no verbal, escudriñar el clima social que se va generando día tras día, lanzar palabras en mitad de la plaza para ver qué mueven en el ambiente, escuchar las demandas explícitas y hasta lo que no nos cuentan las palabras. No me parece mal.

Escuchar y entender, interpretar correctamente las palabras, los silencios, las señales, los signos que nos trasladan los interlocutores, es el primer paso para iniciar una conversación, un diálogo, una discusión. Es de ese debate de donde pueden surgir las ideas fuerza que hagan posible que la suma funcione y abordemos proyectos juntos.

Por el camino, a lo largo de los últimos años la izquierda ha dilapidado buena parte de esa capacidad de sumar, tal vez porque ha aceptado las lógicas de un sistema que pone en primer lugar el egoísmo, la competencia salvaje, la traición a los principios y al bien común.

Nuestro mundo era ya insostenible con 3700 millones de habitantes en 1970. Hoy, además de insostenible, el planeta se encuentra al borde del colapso, con casi 8000 millones de personas sobre el mismo y con tremendas tensiones provocadas por las desigualdades.

La economía capitalista está condenada a morir precarizando miles de millones de empleos para mantener brutales beneficios, destrozando los servicios públicos y sociales, provocando un agotamiento de los recursos disponibles, consumiendo muy por encima de la capacidad del planeta para regenerarlos.

El día de sobrecapacidad de la tierra llega cada año antes. Este año parece que llegará el 28 de julio (el 13 de mayo en España), es decir el día en que agotamos todos los recursos naturales de los que disponemos para un año y comenzamos a consumir por encima de las posibilidades de regeneración de la Tierra.

Es evidente que el clima está cambiando aceleradamente. Los propios negacionistas podrán afirmar que no es efecto de la acción humana, pero el hecho es incuestionable. Sea por acción humana, o por causas naturales nos encontramos en una situación límite, ante la que el cinismo no vale nada.

Para mayor escarnio de la inteligencia humana para salir del atolladero, la guerra aparece como un horizonte inevitable. Los conflictos militares siempre han estado presentes, pero en estos momentos se extienden por el planeta y llaman a las puertas de nuestras casas, como paisaje posible y con todas sus consecuencias económicas, sociales, políticas y humanas.

Así están las cosas y muchos hemos confiado en que la izquierda puede poner en marcha las medidas que permitirían contener el desastre, frenarlo y emprender un camino en el que la humanidad aprende a convivir pacíficamente  con el resto de especies del planeta.

Claro que eso exige estudiar las nuevas realidades y aceptar los sacrificios que vamos a tener que realizar en forma de vidas más austeras. Sin embargo no parece que la izquierda haya roto la lógica destructora del capitalismo, no parece que la batalla cultural se haya dado con toda la intensidad que un político comunista como Enrico Berlinguer planteaba en los años 70 del siglo pasado, planteando la austeridad como solución.

Por eso nadie que plantee que el progresismo no puede ser el crecimiento infinito del Producto Interior Bruto (PIB) y el avance interminable del consumo, parece que tenga oportunidades de conseguir los votos suficientes para impulsar políticas que permitan el bienestar general, aprendiendo a disfrutar la vida de otra manera. Es bien conocido que los intereses reales nunca prevalecen sobre las bajas pasiones que nos habitan y es bien sabido que el consumo actúa como una droga en nuestros cerebros.

Estas dificultades reales en la izquierda pueden topar, además, con los males tradicionales de la izquierda, que son males de toda la especie humana, pero que siempre terminan desarbolando a la izquierda. Me refiero a los que Naguib Mahfuz considera los males que siempre acaban con las mejores intenciones de los líderes: el amor al dinero y el amor al poder.

Hay que desear que el proyecto Sumar, que va a encabezar Yolanda Díaz, asuma la valentía de afrontar los verdaderos retos de los seres humanos en estos momentos. Nacer para ganar votos, aplicar fórmulas buenistas, generar ilusiones, alcanzar poder, sentarse en los despachos, renunciando al trabajo imprescindible, destinado a cuestionar y cambiar culturas, puede ser el semillero de las desilusiones y de las decepciones de mañana.

Pero además hay que saber recoger toda la riqueza cultural de las organizaciones de la izquierda, de los sindicatos, de los movimientos sociales, del ecologismo, del feminismo, de cuantos se alzan contra la miseria y la destrucción de la vida, de los insumisos que se enfrentan, contra todo pronóstico, sin esperanza alguna de éxito, a los designios de las grandes corporaciones económicas y políticas. No va a ser fácil crear espacios de convivencia y de esperanza en todas estas familias disgregadas y enfrentadas por motivos identitarios frecuentemente absurdos e incomprensibles.

No va a ser fácil, pero hay países donde estas corrientes son capaces de confluir y de influir. Algunos ejemplos recientes los hemos encontrado en Colombia, o en Francia. Dependerá de la sensatez y el buen criterio de Yolanda y de aquellos de quienes sepa rodearse, pero también de la generosidad del resto de actores que tienen que formar parte del proyecto, que en poco menos de un año exista un proyecto ilusionante, o una nueva decepción en marcha.

Pronto lo sabremos.

Escuchar para Sumar, esperanza o decepción