sábado. 20.04.2024
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Es una evidencia en nuestros días, la política goza de mala fama. No toda la política. Los votantes de la derecha presumen de su pertenencia a tal o cual fuerza política. La mala fama afecta más a la izquierda, a decir verdad. A los partidos de la izquierda. Y sobre todo a los partidos que nacieron del 15-M, los de la nueva política, o los que terminaron en la misma barca que ellos.

La ultraderecha sin complejos y la derechita acomplejada sacan pecho, presumen de ideología, se permiten despotricar contra todo y contra todos, descalificar a diestra y siniestra, sobre todo a siniestra, porque a fin de cuentas saben que tendrán que pactar entre ellos, con tal de obtener, mantener o recuperar el poder.

Porque de eso se trata, del alcanzar el poder a cualquier precio. Ahora que se cumplen 150 años del nacimiento de Bertrand Russell, conviene recordar su reflexión sobre el poder en los tiempos modernos, ese poder obsesionado en sí mismo, sin otra preocupación, objetivo, o motivación:

“En otros tiempos, los hombres se vendían al diablo para adquirir poderes mágicos. Hoy en día adquieren esos poderes por la ciencia y se ven obligados a convertirse en demonios. No hay esperanza para el mundo a menos que el poder pueda ser domesticado y puesto al servicio, no de este o aquel grupo de tiranos fanáticos, sino de toda la raza humana… porque la ciencia ha hecho inevitable que todos deben vivir, o todos deben morir”.

Esta es la cita de Bertrand Russell, al final del segundo capítulo de uno de sus libros más proféticos y clarividentes, El poder en los hombres y en los pueblos. El capítulo en cuestión lleva el título de Líderes y seguidores, Leaders and folowers, aunque en otras ediciones la traducción del título de este capítulo es Caudillos y secuaces.

Personalmente, me parece mucho más clarificadora y acertada esta última traducción, Caudillos y secuaces, si tenemos en cuenta que el libro, que en algunas ediciones lleva el título de El poder, un nuevo análisis social, fue publicado allá por 1939, en las inmediaciones de la II Guerra Mundial y en pleno auge de los movimientos encabezados por caudillos como Mussolini, Hitler, o Stalin.

Sería absurdo pensar que esos líderes y caudillos, por sí mismos, con sus propias y únicas fuerzas, fueron los autores, responsables y causantes únicos de las aberraciones históricas de nuestro siglo XX. Esos personajes no hubieran sido posibles sin el concurso, sin el apoyo, la aquiescencia, la admiración y la colaboración explícita (mucho más que la obediencia debida), de miles y millones de seguidores y secuaces.

Lo que está en juego en nuestros días es que toda nuestra especie sobreviva, o desaparezca

Esa es también, salvadas las distancias temporales, la clave de la situación que vivimos en estos momentos. Lo que está en juego en nuestros días es que toda nuestra especie sobreviva, o desaparezca. Y ese escenario no lo podremos conjurar, sortear, impedir, si no somos capaces de doblegar, domesticar y someter al poder. Si aceptamos ser secuaces de un caudillo de turno.

Un error en el que hemos incurrido con frecuencia en la izquierda. La confianza ciega, acrítica, incondicional, en personajes que despiertan ilusiones desmedidas y poco fundadas, a poco que lo pienses. Aún recuerdo a aquellos dos jóvenes que se bebieron un Pacto de los Botellines que consiguió encarnar los deseos dispersos, confusos y difusos que habían nacido en las plazas del 15-M.

Ahora, cuando el movimiento se ha dispersado en mareas, en compromisos, en comunes, más, unidas, unidos, por, podemos, adelante, cada cual con sus líderes y lideresas, todos con un buen número de quemados, heridos y seriamente tocados en el intento, parece necesario refundar, reconstruir, tocar a rebato. En Francia lo han hecho y no les ha ido mal.

Y parece que alguien ha entendido que, en esta izquierda en descomposición, es necesario Sumar. Bien, de acuerdo, sumemos. Pero, para sumar, no es necesario, ni siquiera prudente, comenzar por renunciar a la política, porque son los políticos, las organizaciones políticas reconocidas en el artículo 6 de nuestra Constitución, las encargadas de formar, expresar, llevar adelante, la voluntad popular como instrumentos de la participación política.

Quien lidere ese proyecto tendrá que tener mucha mano izquierda y hasta derecha para que la diversidad y la pluralidad puedan convivir en un mismo proyecto político y social, pero no puede apuntarse a las modas insustanciales e intranscendentes, porque al final la izquierda no puede convertir la acción de gobierno en el resultado de atender a una opinión pública domesticada, renunciando a crear una opinión pública propia, más consciente y más crítica.

Escuchar no puede significar que las propuestas para la sociedad se conviertan en un batiburrillo de opciones contradictorias, en función de dónde vayan a ser planteadas. Tampoco pueden ser el resultado del cálculo de oportunidad formulado por un algoritmo diseñado por alguna empresa experta en big data y marketing.

La izquierda debe modernizarse, rejuvenecer, cambiar, pero sin perder sus valores y su capacidad de transformar y mejorar la vida de las personas. Desde que se inventó esta cosa que llamamos izquierda, desde la famosa Revolución Francesa, desde la Internacional, la Comuna de París, desde los libertarios, o los marxistas, hay cosas que no han cambiado: la pasión por la libertad, la obligada lucha por la igualdad, vencer el egoísmo y convertirlo en solidaridad.

Cada vez que hemos renunciado a algunos de estos pilares, de estas patas que sostenían la mesa, la taula, la plataforma, el entramado se nos ha venido encima, porque quien vota derecha vota egoísmo y perdona las corrupciones, o abusos del poder, pero en la izquierda las cosas son muy distintas y nadie perdona las incoherencias.

Sobre la izquierda y el descrédito de la política