jueves. 28.03.2024

Aunque parezca mentira, el planeta que conocemos por el original nombre de Tierra, aunque la mayor parte de su superficie sea agua salada, tiene 4.500 millones de años, mientras que el hombre apenas supera los 200.000, pudiendo ampliar su presencia en el planeta hasta los cuatro millones de años si consideramos a los australopitecos de los Leakey como antecesores lejanos. Es decir, el hombre es un recién llegado, mucho antes que él vivían millones de especies vegetales y animales que jamás le echaron de menos. Unas se extinguieron como sucedió con los dinosaurios, otras evolucionaron y otras se estancaron poniendo en riesgo su supervivencia. Hasta ahora, de todos los animales que pueblan el planeta, dos sobresalen por su capacidad de adaptación al medio, uno es el hombre, el otro, la rata, que hasta ahora nos lleva mucha ventaja si tenemos en cuenta que se estima que hay treinta de ellas por cada uno de nosotros.

Hasta el siglo XIX el hombre apenas tenía capacidad para modificar sustancialmente el ecosistema. Podía desviar ríos, hacer canales, construir ciudades, vivir en la mierda, talar bosques, sacar piedras de los montes, pero en una cantidad tan pequeña que apenas incidía en el medio. Fue a partir de la revolución industrial, con la aparición de la máquina de vapor y la acumulación de población en las grandes ciudades, cuando por primera vez los humanos se dotaron de armas de destrucción masiva, armas imprescindibles para el progreso pero con una capacidad de destrucción tal que, por su mal uso, llegarían a amenazar su existencia. La mayoría de los animales, las ratas por ejemplo, viven en comunidad y tratan de protegerse entre ellos para mejorar sus condiciones de vida y multiplicarse. No así el hombre, que también vive en comunidad pero hace lo imposible para que su futuro sea inviable. Movido por la codicia, la ambición ilimitada de poder y riquezas, la avaricia y el egoísmo, el homo ultraliberal, que es el predominante, no atiende a razones, lleva años comprobando cómo su afán depredador es incompatible con la vida de otras especies a las que necesita, décadas observando cómo su acción está cambiando de modo drástico el comportamiento de la naturaleza, lustros cerciorándose de que el consumo desmedido de energías fósiles está convirtiendo al planeta en un horno en el que todos nos estamos cocinando a fuego lento.

Sí, es cierto, hay reuniones al más alto nivel donde algunos acuden con buenas intenciones pero en las que nadie coge el toro por los cuernos y es capaz de decir: Si no paramos esto ya, vamos a morir todos. La rata es mucho más inteligente. Normalmente abunda donde más humanos hay, pero trabaja por la noche, se refugia en el subsuelo y suele huir cuando atisba alguna amenaza seria. El hombre, no. Lo transforma todo en espectáculo, lo mismo la guerra, que el mundial de fútbol en esa dictadura medieval que es Catar, que el cambio climático, de tal manera que hoy los informativos meteorológicos ya no son tales, sino partes de guerra en los que la infografía nos facilita imágenes de un mundo en combustión, rojo incandescente, con vaguadas amarillas que en pocos días vuelven al color del fuego. Durante los periodos menos cálidos -el frío es actualmente anecdótico salvo en episodios como “Filomena” que tampoco son normales- muchas personas, cada vez más, se interesan por la meteorología, suben fotografías de nieve, aguaceros, crecidas de ríos, bellas imágenes que parecen reivindicar un paisaje, un tiempo y un modo de vida que se nos está yendo, que estamos asesinando. Apenas son tres o cuatro meses. El resto de año, sobre todo a partir de abril, la meteorología carece de interés, calor, fuego, más calor, temperaturas que baten las más altas del día anterior, incendios, sequía. Lo vemos como una película, pero es real, es el relato visual del cambio climático creado por la acción del hombre en menos de un siglo, especialmente desde principios de la década de los sesenta del pasado siglo.

Asistimos al relato visual del cambio climático creado por la acción del hombre en menos de un siglo

¿Y qué hacemos ante semejante panorama? ¿Somos capaces de reflexionar serenamente sobre lo que se nos está viniendo encima? ¿Hay algún cambio en nuestro comportamiento, en nuestras leyes, en nuestros hábitos, en nuestra ciencia para tratar de detener unos cambios provocados por nosotros mismos que terminarán por expulsarnos del planeta? ¿Hemos pensado alguna vez que no es la Tierra la que está en peligro, que quienes estamos en peligro somos nosotros? El confinamiento que provocó la pandemia, entre otras muchas consecuencias, paró la economía de medio mundo. Quienes tenemos la suerte de vivir en eso que todavía se denomina primer mundo, pudimos comprobar cómo nuestro encierro supuso la liberación de otras muchas especies, se multiplicaron los pájaros, apareciendo incluso especies nunca antes vistas, se depuraron las aguas de ríos y mares, incluso el aire se volvió más claro. Desde el balcón de mi casa, un piso alto, veía la ciudad paralizada con tristeza por lo que estaba sucediendo, por la tragedia que a muchos nos hizo pensar que en verdad no habíamos avanzado tanto desde 1918, pero también, absorto, veía a los pájaros, al silencio, a quienes trabajaban por todos limpiando las calles, reponiendo mercaderías. Si la tristeza era demoledora, también había esperanza: Por primera vez en la historia se había decidido pararlo todo para salvar vidas. ¿Un espejismo? Sería terrible que así fuese porque ahora necesitamos volver a hacer lo mismo, hay que parar, reflexionar y volver a avanzar sobre camino seguro.

Salvo el primo de Rajoy y los defensores del capitalismo depredador y salvaje, nadie duda hoy que estamos adentrándonos en una transformación climática de tal calado que afectará muy negativamente a la vida sobre la Tierra. No sé si esta transformación se puede detener o no, pero cuando pienso que países pobres como Rusia y Ucrania se gastan millones y millones en matar, cuando recuerdo a los niños de África armados hasta los dientes sin tener un trozo de pan que echarse a la boca, cuando leo los miles de aviones que fueron fabricados durante la Segunda Guerra Mundial para destruir, me da por pensar por qué no se puede hacer lo mismo para crear, es decir, para enfriar el planeta, para garantizar la vida, para salvarnos y salvar a otras especies.

Pensemos sólo una cosa. Nos creemos el centro del universo, tal vez lo seamos. Sin embargo si ahora mismo despareciésemos de la Tierra, nadie nos iba a echar de menos, empero, si lo hiciesen los árboles, nosotros moriríamos sin remedio. La opción está clara.

El planeta no está en peligro