domingo. 28.04.2024
juanma moreno

Decía Ortega que cuando alguien le advertía que iba a ser sincero siempre esperaba una grosería; en estos tiempos de aplanamiento intelectual y de fraseología fútil, a lo grosero también suele unírsele lo estulto. El presidente andaluz Juanma Moreno –como le gusta que le llamen- ha dicho urbi et orbi que va a volcar la campaña electoral exclusivamente en su persona, porque la mayoría de la gente está dispuesta a votarle a él pero no al Partido Popular. Dicho en Román paladino, Moreno concluye: la gente me vota a mí desde la inanidad ideológica, la carencia de valores y la falta de un modelo claro de sociedad, es decir, me votan porque puedo en política ser cualquier cosa menos auténtico y leal a la organización a la que pertenezco y a un programa nacido de la voluntad congresual.

Estas cosas no son nuevas, lo inédito es decirlas con toda naturalidad como una buena estrategia en la esgrima demoscópica. Es la banalidad del mensaje transversal: vótenme porque la misma desconfianza que le despierta mi partido también me la causa a mí. No solamente se ha diluido el rubor de plantear la vida pública como la almoneda de los mercaderes del templo, sino que la política corre el riesgo de convertirse sin escándalo en un mezquino ámbito de conveniencia desprendida de cualquier tipo de  moralidad o idealismo o deja de ser política porque  como afirmaba Manuel Azaña, nadie sostiene guerras civiles ni afronta las penalidades innúmeras de la persecución al grito de “¡pantanos o muerte!”.

Si la vida pública no se fundamenta en la carencia de unanimidad, en lo diverso, en lo opuesto la convivencia democrática carece de su principal valor político y moral: el civismo polémico. La democracia británica descansa en una sana paradoja: “we agree to disagree” (nos ponemos de acuerdo para discutir) y la armonía de la comunidad se basa en la controversia permanente. Unamuno aseguraba que un país vivo era un país ideológicamente dividido, y no encontraba ninguna razón para justificar “eso de la unanimidad.” Al escritor vasco, le daba lástima “un pueblo unánime, un hombre unánime.” La obsesión por lo unánime es siempre un sesgo conservador en España, que encierra la uniformidad fáctica para preservar un régimen de poder acomodado a los intereses de las minorías económicas y estamentales. Desalojar del formato polémico cuanto no convenga a las élites o a la jefatura de Estado que las ampara con su embalaje político e institucional se ha convertido en el artificioso orden objetivo de las cosas y la corrección política. El consenso del pacto de la Transición trazó una gruesa línea donde la moderación se enmarcaba en una descentralidad con demasiado encorvamiento a la derecha. Lo posible se funda en un sistema que cada vez más permite, como dice John Gray, que “la mayoría de la gente renuncie a la libertad sin saberlo”.

El pragmatismo encarnó en la Transición la ideología de la no-ideología para ir esparciendo jaculatorias que calaran en la opinión pública en el sentido de que lo más importante era esa eficacia ajena a la política y a las ideas que sólo creaban enfrentamientos estériles. El peligro de ese planteamiento estaba en que los partidos podían ser penetrados como mantequilla por los fuertes intereses de las élites tradicionalmente dominantes, más aún en una sociedad en la que el tránsito a la democracia no significó ninguna quiebra de los poderes reales y sólo su adaptación a una fórmula política nueva. Se cumplió el proceso que iba desde “el crepúsculo de las ideologías” hasta “el fin de la historia”, separándose así la sociedad de las condiciones reales de las cuales surgió, la misma sociedad no puede sino retener aquello que es su praxis, y que la ideología y la historia habían intentado modificar: el impulso frenético de dominación. El miedo y los instrumentos del miedo se fusionaron con la nueva democracia, con la libertad, con la comunicación. Ninguna idea podía ya invocar  ningún tipo de poder y al poder las ideas no le hacían falta.

El disputado voto del Sr. Moreno