sábado. 27.04.2024

Acabo de leer una reflexión del escritor peruano Jaime Basyly y coincido con él en mi hartazgo de que la buena gente, la gente sensata, la gente que ama la cultura, la gente que respeta la diversidad, toda esa gente que es gente socialmente sana, sean siempre quienes tienen que callar para no ofender a los groseros incivilizados, impositivos e ignorantes que anteponen la soberbia a la humildad, el insulto a al razonamiento, la agresividad a la tolerancia, la mentira a la verdad, el bien de unos pocos al bien colectivo y la intimidación al diálogo. 

Probablemente sean muchos los lectores que se hayan cruzado alguna vez en su vida con una de esas personas que desprecian el criterio del otro, se expresan de un modo invasivo y dan por hecho que sus creencias son las únicas verdaderas. Estos personajes de talante engreído suelen imponer sus ideas arremetiendo contra sus interlocutores con actitudes desafiantes al creer que sus planteamiento son los únicos ciertos. No es difícil deducir que estamos describiendo ciertos rasgos del perfil de los fanáticos. 

Hartazgo de que la gente sensata sea siempre quienes tienen que callar para no ofender a los groseros incivilizados, impositivos e ignorantes

El fanatismo es una forma de ser y una actitud que apenas exige trabajo intelectual. Esto se debe a que las rutas neurológicas que utilizan en su interacción con el entorno apenas se conectan con corteza prefrontal y prefieren hacerlo en amígdala cerebral, una estructura perteneciente al sistema límbico cuya función primordial es el procesamiento y el almacenamiento de las reacciones emocionales, sobre todo las primordiales para la supervivencia. Es por ello que la neurofisiología de los fanáticos se rige por funciones cerebrales que sólo necesitan emociones y no del raciocinio para activarse. Como consecuencia, sus conductas tienden a ser primitivas.

El fanatismo y la mala educación van cogidos de la mano, motivo por el que hace tiempo tomé la decisión de no polemizar con quienes defienden de un modo exaltado y desmedido sus creencias u opiniones, sobre todo políticas y religiosas. Es difícil —y muy desagradable— mantener un diálogo afable con quienes se creen en posesión de la verdad absoluta y defienden —sin más argumentos que sus convicciones o su fe— unas falacias que la evidencia y la razón rechazan.

Hace mucho tiempo, en el homenaje a un prestigioso médico catedrático emérito en la Facultad de Medicina donde estudié,  coincidí con cuatro compañeros de promoción a quienes no veía desde nuestra etapa universitaria. Durante la cena que siguió al acto conversamos rememorando los viejos tiempos. Todo fue bien hasta que salió a colación un tema relacionado con la ley del aborto y dos de mis excompañeros se exaltaron al equiparar el aborto con un asesinato y —sin venir a cuento— la homosexualidad como una enfermedad y una depravación. Conforme los tres que no opinábamos como ellos argumentábamos educadamente nuestra postura, la actitud de los dos extremistas fue cada vez más agresiva. Aproveché un tiempo muerto para introducir en la charla un tema no conflictivo y tuvimos suerte porque de nuevo regresó la calma y también las buenas formas. Esta anécdota redunda en la evidencia de que, como decía al inicio del artículo, la gente educada, racional, sensata y respetuosa con la diversidad, es siempre la que se silencia para no ofender a los que vomitanintransigencia contra los que no comparten su forma de pensar.

La neurofisiología de los fanáticos se rige por funciones cerebrales que sólo necesitan emociones y no del raciocinio para activarse

Por regla general, las ideologías surgen a partir de ideas —también de sentimientos— que acaban convirtiéndose en creencias que la mente procesa para modelar las normas que deberán seguir los grupos sociales adscritos a cada ideario. A lo largo de la historia —desde mucho antes del comienzo de la era cristiana y aun en la actualidad— los poderes fácticos han diseñado y transmitido ciertas ideas dirigidas a las mentes de quienes componen los colectivos sociales, previa distorsión de las consignas para poder manipular tanto el comportamiento individual como el de la colectividad. 

Es una constante que el objetivo final de este proceso no sea favorecer a los débiles sino beneficiar al poder político y religioso con el subterfugio pretexto de jurar que todo se hace en beneficio del pueblo llano. Así es como se crean e imponen las normas que controlan a los grupos sociales. Una estrategia consistente en frenar las iniciativas individuales (para que a nadie se le ocurran ideas peligrosas para el poder) y fomentar que las colectividades actúen de un modo uniforme y fácilmente manipulable. Fomentar fanatismos y promover adhesiones ciegas e irracionales son dos estrategias ineludibles para lograr el objetivo final.

Cuando el poder propicia fanatismos para manipular a las masas