sábado. 27.04.2024
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Pedro Sánchez en el Senado.

Cuando aún no sabemos quién es el amigo de Luis Bárcenas que aparece en sus papeles como receptor de dinero negro bajo el extraño nombre de M. Rajoy; cuando desconocemos a qué dedica el tiempo libre el ínclito Puigdemont; cuando la justicia actúa según le place y la corrupción sigue dañando nuestra economía y nuestras vergüenzas, no se le ocurre otra cosa a Gabriel Rufián y los suyos que poner como objetivo irrenunciable la modificación del delito de malversación de fondos al objeto de aminorar las consecuencias penales de quienes no gastaron el dinero público en lo que debían.

Malversar caudales públicos es un delito de la máxima gravedad porque supone defraudar la confianza que los ciudadanos han puesto en sus representantes, porque detrae dinero de cuestiones absolutamente necesarias para emplearlo en otras superficiales o menos urgentes, porque, al fin y al cabo, demuestra una arbitrariedad en el manejo del Erario incompatible con la ética democrática.

No soy partidario de incrementar las penas de cárcel para ningún delito. Nuestra Constitución no considera la prisión como una retribución punitiva para el delincuente, ni la concibe exclusivamente como un castigo, sino que obliga a los poderes públicos a orientar las penas hacia la reeducación y reinserción social de los penados. Por eso, ni me parece bien la prisión permanente -que debería haber sido declarada anticonstitucional-, ni el aumento de penas para los violadores ni para ningún otro delito. La prisión destruye y hoy existen medidas telemáticas y de otro tipo suficientes para que la cárcel dure el tiempo estrictamente necesario. Sin embargo, eso no quiere decir que el Derecho deba ajustarse a las demandas circunstanciales de un determinado partido o segmento de la población, sino que ha de tener vocación de durar en el tiempo por encima de coyunturas.

Por otra parte, no existe una demanda social fuerte que abogue por la disminución de las penas de los delincuentes de guante blanco, antes al contrario, entre buena parte de la población existe la creencia fundada de que los corruptos, los banqueros, los ricos, los especuladores no van a la cárcel hagan lo que hagan, y que en caso de ir, sólo están en ella el tiempo justo, el que es menester para aparentar que la justicia es igual para todos. En los últimos años hemos visto cómo centenares de cargos del Partido Popular han pasado por los juzgados, la mayoría de ellos han salido indemnes pese a ser evidente que habían delinquido manejando a su antojo dinero negro, contratos amañados, comisiones inverosímiles y externalizaciones contrarias al interés general. Sólo han pisado la cárcel mandos medios, correveidiles y manijeros, llegando a extremo irrisorio de que con lo listos que somos todos y más nuestros jueces a día de hoy todavía quienes se encargan de administrar justicia desconozcan quien es M. Rajoy o mantengan en libertad a un señor como Eduardo Zaplana, santo varón que se entregó en cuerpo y alma a trabajar por la riqueza de la nación sin pedir nada a cambio.

Llegar a un nivel de corrupción cero es imposible. Siempre habrá personas que se hayan metido en el mundo de la política, la empresa o el teatro dispuestos a forrarse, a hacerse millonarios a costa de lo que no les pertenece. La prevaricación -exclusiva de los funcionarios y cargos públicos-, el cohecho y la malversación, son caras de la misma moneda y deben ser castigadas de forma ejemplar, no digo que tenga que ser con más años de cárcel o menos, pero sí de manera que el delincuente que toca o desvía el dinero de los contribuyentes sepa que no sólo puede ir a prisión por sus actos, sino que además puede perder todos sus bienes y los de sus allegados más íntimos, sin que eso impida en ningún caso que después se le brinde la oportunidad de reinsertarse socialmente.

El Gobierno, presionado de forma muy poco hábil por quienes votaron sus presupuestos, se mete en jardines que no debiera pisar

Pero es que además, el Gobierno, presionado de forma muy poco hábil por quienes votaron sus presupuestos, se mete en jardines que no debiera pisar. Tanto la reforma del delito de malversación, como la insistencia en sacar adelante la ley trans pese a las discrepancias, no hace más que disminuir sus expectativas electorales porque son cuestiones que no están en la agenda de la inmensa mayoría de los ciudadanos, ocupan un espacio mediático enorme y facilitan las campañas demagógicas de la oposición ultramontana de que disfrutamos. Por su parte, Esquerra Republicana de Catalunya debiera saber que esa medida en la que parece han puesto toda la carne en el asador, no tiene lo más mínimo de Esquerra, nada de republicana y muy poco de catalana.

Estando de acuerdo en que hay que acabar con la política de crispación que desde 2010 ha venido marcando las relaciones del poder central con el poder catalán, que es urgente desjudializar las relaciones entre ambas partes y fomentar la fraternidad entre ellas, no creo que el abaratamiento del delito de malversación contribuye en ese sentido y sí, por el contrario, a dar carnaza a quienes tienen bloqueado el poder judicial desde hace cuatro años y a sus amigos mediáticos.

Empero, cabe preguntarse dónde empieza y dónde termina ese delito. Pondré un ejemplo. Durante los últimos meses la Diputación y el Ayuntamiento de Alicante han puesto en marcha el bono-comercio con cerca de veinte millones de euros. Los ciudadanos podían comprar mientras quedasen existencias bonos por un máximo de trecientos euros, poniendo ambas administraciones otros trescientos, de manera que el ciudadano dispondría de seiscientos euros para gastar en comercios de la ciudad, eso mientras los bancos de alimentos no alcanzan a suministrar lo mínimo necesario para vivir a un número cada vez mayor de familias. Bueno, pues ese bono ha servido en muchos casos para que un alicantino que no tenía ninguna necesidad dineraria pudiese comprarse un jamón de jabugo de quinientos euros justo por la mitad. ¿Es eso malversación o la malversación sólo la cometieron los dirigentes catalanes del infausto procès? ¿En un Estado Social y de Derecho es legítimo, es legal que las administraciones subvencionen en un cincuenta por ciento la compra por parte de determinados individuos de caviar, patanegra, vinos carísimos mientras cada vez más familias no tienen que echarse a la boca? Creo que por lo menos es éticamente una política despreciable, tanto como esa que propugna Isabel Díaz Ayuso en Madrid otorgando becas -que sólo se justifican porque ayudan a estudiar a quienes no tienen dinero suficiente para ello- a familias con ingresos superiores a los cien mil euros.

En un país en el que la pobreza y la exclusión crecen cada año, en el que faltan recursos para la Sanidad, la Educación, la Dependencia y las Pensiones, en el que existe una derecha ultramontana, no se debe perder el tiempo en reformas legales que casi nadie reclama y que suponen un desgaste político desmesurado. Porfiar en ellas es trabajar sin descanso para que dentro de unos meses tengamos el gobierno más ultraderechista de Europa.

Charcos innecesarios