domingo. 28.04.2024
'Las tres reinas magas', grupo de teatro Expression
'Las tres reinas magas', grupo de teatro Expression

El Movimiento contra-cuñadista de la iglesia izquierdista ha vuelto a pronunciarse: alicatar con betún a Baltasar es racista, hacerle hablar con un acento ridículo lo es aún más. Pues bien, yo disiento. Disiento en la medida en que considero que plantar ahí a repartir sonrisas y caramelos a un hombre, pongamos azande o damara, no sería menos racista. Como tampoco lo consideraría menos clasista ni, por encima de todo, menos sexista. Múltiples son las razones que me llevan a ello. 

Como dijimos hace unos meses, entre las características de las tradiciones se encuentra su capacidad para blindar la desigualdad “desde abajo”: si se tornan eficaces para reaccionar frente a los cambios es precisamente porque jamás encontrarán a alguien utilizar la tradición como argumento en favor de la igualdad. No así para envolver de sentimiento y emoción a la desigualdad, y hacerla de este modo pasar por natural en primera instancia y por neutral inmediatamente después. 

Por irnos a una experiencia de lo más emocionante y por mucho que desde 2017 la ley facilite tremendamente hacerlo del modo contrario al habitual (ya era facilísimo antes de esa fecha), por tradición (es “natural” hacerlo como siempre se ha hecho) y porque “qué más da hacerlo de una forma o de otra” (es, por tanto, también “neutral”), un del todo marginal 0,45% de las parejas que celebraron un nacimiento en 2020 antepuso libremente el apellido de la madre al del padre (Fuente: Ministerio de Justicia citado por eldiario.es), en lo que supone una prueba del remache de nuestra sociedad como patrilineal. Remache ejecutado recurrentemente en ese año por casi medio millón de padres y de madres, entre quiénes cabe presuponer en buen número a votantes de izquierda. Cuando, obviamente, si sólo caben dos opciones (anteponer, bien el apellido de la madre, bien el del padre), es insostenible tildar de neutral y libre una relación del 99,5% de una frente al 0,5% de la otra (que cabría matizar algo, pues se están considerando todos los nacimientos y no el primero de cada pareja, que es cuando se decide el orden de los apellidos), siendo mucho más sano dejarse de enredos para reconocer sin tapujos que nos encontramos ante la típica decisión resuelta por medio de una espontaneidad colonizada, en un buen ejemplo de cómo las políticas emocionales sirven para asentar un sistema de organización social de carácter patriarcal, que queda además invisibilizado por el ejercicio de la libertad, especialmente aquélla que supuestamente conduce las decisiones de las que son partícipes las mujeres.   

Las tradiciones  consiguen imponer, tanto a personas como a colectivos, pautas que logran sostener configuraciones invariables en grandes intervalos de tiempo

Porque esa es otra de las características de las tradiciones: consiguen imponer, tanto a personas como a colectivos, pautas que logran sostener configuraciones invariables en grandes intervalos de tiempo, manifestándose, bien linealmente para darles continuidad, bien cíclicamente para inaugurar/concluir períodos que se encadenan hasta completar el ciclo, con objeto de que éste se inicie inmediatamente de nuevo sin que nada cambie. Por eso las tradiciones sólo pueden ser garantes de inmovilidad, en lo que representa una autopista para el blindaje y la perpetuación de la desigualdad.

En este sentido, la Iglesia Católica detenta una potente maquinaria para la inmovilidad social que ha logrado exhibir con eficacia en países como el nuestro: individualmente por medio de los sacramentos, los cuales pautan todo el recorrido vital de la persona creyente, que ha de trazar apegada a unos principios invariables que le acompañan desde el nacimiento hasta la muerte; colectivamente a través de los tiempos litúrgicos, los cuales permiten tener ocupada a la gente, no sólo durante el tiempo de las celebraciones, sino también durante la preparación espiritual y logística de las mismas. 

Jugándome el tipo, propongo como ejemplo a una ciudad tradicional e inmóvil como Sevilla, paradigmática desde el punto de vista antropológico tanto por su extensión (las casas bajas la hacen muy extensa, dando visibilidad a las desigualdades derivadas de una difícil gestión territorial) como por su considerable población, todo ello unido a la participación masiva en las celebraciones de que hacen gala sus habitantes: cuando no se está celebrando la Semana Santa (o la Navidad, o la Feria de Abril, o el Corpus, o la salida de la Virgen de los Reyes, como ven la oferta es más bien amplia), gente de toda condición, aunque poco o nada revuelta, la espera afanada en detener el tiempo (y no en el desarrollo de actividades que les lleven a la toma de conciencia sobre sus condiciones de vida y al consecuente interés por asociarse para tratar de mejorarlas), esto es participando en el montaje de los pasos (siempre los mismos), ensayando marchas militares (siempre las mismas) en la banda de cornetas y tambores, asistiendo a exposiciones de orfebrería y arte sacro (siempre representando a los mismos personajes y a los mismos pasajes), preparando las túnicas (siempre las mismas) para procesionar. 

Esto en sí sólo tiene de malo la evocada organización clasista, el acaparamiento del espacio público, la peligrosa exhibición de maridaje entre instituciones del Antiguo Régimen (Iglesia y Ejército) o la exaltación del espíritu de la Contrarreforma, pero suele correlacionar además con reacciones orquestadas ante cualquier elemento que pueda contradecir la manifestación de la tradición, como pueden ser las catenarias de un tranvía nuevo que, al parecer, envilecen la estampa de los pasos en su transitar por la carrera oficial en una única semana al año, o, directamente, se convierten en una amenaza para los mismos por riesgo de enganches. 

Las tradiciones sólo pueden ser garantes de inmovilidad, en lo que representa una autopista para el blindaje y la perpetuación de la desigualdad

Podrá parecer exagerado, pero esas formas multinivel de participación masiva en la tradición, unidas a la ocupación de la centralidad por parte de ésta, es del todo coherente con que 6 barrios de esta ciudad se perpetúen año tras año entre los 15 más pobres del país, o que las manifestaciones más multitudinarias de su historia tengan que ver con los descensos de sus equipos profesionales de fútbol. Sencillamente porque la tradición, cuyo contenido temático se encuentra anclado en muchos casos antes de la Ilustración, no sólo entorpece pensar o practicar la igualdad “desde abajo” (todavía hay cofradías que se apoyan en su “soberanía”, por respetar el término que empleó no hace mucho un sonado presidente de un consejo de hermandades, para prescindir de sus costaleras), además su puesta en escena se encuentra fuertemente mediada por las emociones, lo que supone una interferencia determinante que la convierte en vía privilegiada para la afirmación de la desigualdad, incluso de legitimación de esta última. Ahí la dictadura criminal de Franco supo jugar muy bien sus bazas, logrando, en paralelo a su proyecto consumado de exterminio y con el determinante brazo ejecutor de la Iglesia Católica, instrumentalizar la tradición maridando base popular e identidad nacional (el torero, la cantante de copla) para promover una desmovilización ciudadana que llega hasta nuestros días. No obstante, conviene subrayar que las tradiciones pueden funcionar también como potente cohesionador social, con capacidad para resistir a los excesos de la modernidad así como a la vocación hegemónica de las racionalidades y estandarizaciones que ésta privilegia. 

Así pues, si lo que se pretende es fomentar una sociedad más igualitaria, tunear la tradición “desde arriba” es una apuesta arriesgada, muy susceptible de acarrear consecuencias indeseadas. En efecto, niños y niñas del presente se exponen a Reyes Magos que sólo pueden ser hombres, o, peor aún, mujeres haciendo de hombres, hombres ilustres en el caso de aquéllos que salen en las cabalgatas, que no dudan en reservar los mejores regalos a los hogares más pudientes. Podríamos plantear traer a reinas el año que viene, pero entonces aparecerían irremediablemente como consortes, lo que nos podría desviar por paralelismo a una ingrata búsqueda de pashminas adornando los cuellos de éstas, amén de que convertiríamos automáticamente a Melchor, Gaspar y Baltasar en heterosexuales, esto es padres, garantes de la familia tradicional y, por extensión, previa convalidación del carné de camello, conductores potenciales del bus de Hazte Oír (no me negarán que los tres de la foto que aparece en el artículo enlazado no pasarían por dignísimos Reyes Magos, yo personalmente reservaría el betún al del polo azul con bandera incrustada en pecho). 

Además, ya existen experiencias en el extranjero de tuneo de personajes homólogos a los Reyes Magos, con resultados dispares: a Mamá Noel (Sra. Claus) se le plantó una falda e imputó de inicio el apellido del marido, pero claro, hacer creíble lo de “mamá” implicaba una apariencia más juvenil que se lograba recortando paulatinamente la falda, hasta que el corto largo de ésta permitió la introducción de ligueros de encaje, acabando Mamá Claus como principal inspiradora de la industria del disfraz erótico; en Italia se quedaron con una coetánea de los Reyes Magos, la Befana, y se optó por incidir en el carácter mágico del personaje, pero salvaguardar su independencia llevó a representarla como bruja, lo que suponía incluir un lado más bien perverso (quita los regalos a quién no se porta bien).

El racismo asume, desgraciadamente, formas muy heterogéneas, especialmente en España, dónde se dan además variantes autóctonas, como el racismo interior

Otra alternativa es tratar de encajar la tradición en una versión estable y lo más objetiva posible del pasado que ésta evoca, en aras de mantener una neutralidad. Y es aquí donde el betún de Baltasar es más solución, si es que esto tiene arreglo, que problema. La versión más consolidada de la historia de los tres Reyes Magos viene a decir que cada uno de ellos representaba cada una de las razas que el racista Gobineau mantenía en los albores comunes de la antropología y el colonialismo del XIX, y que Claude Lévi-Strauss demuestra un siglo más tarde falsa. Obviando el histórico “agravio” al que ha sido sometido el supuestamente asiático Rey Gaspar en este sentido y centrándonos exclusivamente en Baltasar, lo único cierto es que la gente “negra” no existe, pues, entre otras cuestiones que no podemos abordar aquí, no existe un umbral que permita determinar si una persona es negra o no: sólo se puede ser “negro” o “negra” frente a una raza con ínfulas hegemónicas, como la “blanca” (que, obviamente, tampoco existe). En palabras de mi amigo, el profesor Bassidiki Coulibaly, autor de la obra recientemente publicada en español “El delito de ser «negro»”, ser “negra” o “negro” supone, simplemente, la reclusión de mil millones de personas en una cárcel identitaria; porque, en este caso, la identidad “negra” no tiene nada de liberadora, sino que funciona como un corsé impuesto por quienes tienen que construirla en torno a la esclavitud antes de poder oprimirla.



¿Significa eso que no existe racismo contra las personas “negras”? Por supuesto que no, este tipo de racismo consiste, como se ha dicho, en la proyección de una supuesta raza negra por una supuesta raza opuesta presentada o afirmada como hegemónica. Pero es que, en el caso que nos ocupa, racista es de por sí la mera representación de los tres Reyes Magos, recayendo eso sí el racismo de esa representación sobre Baltasar (porque no conozco a nadie que identifique a Gaspar con alguien de China, Vietnam o Pakistán, mucho menos de toda Asia en su conjunto). Sin embargo, eso también significa que el racismo asume, desgraciadamente, formas muy heterogéneas, especialmente en España, dónde se dan además variantes autóctonas, como el racismo interior (Es sólo un ejemplo de tantos: ¿Recuerdan a la valenciana Ana Duato arrancándose en andaluz en los primeros capítulos de Cuéntame? Pues no tenía mayor intención que la de degradar al personaje al estrato social más bajo de entre los disponibles, racismo de manual que ningún medio de izquierdas consultado ha percibido ahora que se hacen eco del final de la serie).

La solución no es sencilla, a menos que se pretenda abolir la festividad de los Reyes Magos, lo cual no considero en absoluto deseable. Pero, a falta de soluciones, bien vale priorizar urgencias: y para mí la primera, tras atender las demandas de colectivos que declaren sentirse agraviados, es la inclusión de las mujeres como reinas independientes de un Reino Mágico (que se desplace hasta nuestro país como puede hacerlo el Circo del Sol), en el inicio de un nuevo peregrinar que nos aleje, excepcionalmente, de todo rigor histórico. 

El betún no nos hace más racistas