domingo. 28.04.2024
Comer o ser comido
Comer o ser comido

He pasado unos días de vacaciones nómadas, en furgoneta; viviendo más o menos con lo justo, gastando poco, consumiendo menos. Sigue siendo un nomadismo de salón, no conviene perder la perspectiva, pero me ha permitido darme cuenta de lo acostumbrada que estoy a viajar -cuando puedo, que no es mucho- con un destino y un lugar al que volver. Eso hace que los caminos sean ante todo un lugar transitable, pero no un lugar para estar; tal vez por eso hasta ahora no me había dado cuenta de que la mayor parte de la geografía por la que viajamos es privada: una puede recorrer las lindes, pero apenas hay espacio libre o no reglado para parar a comer o dormir, todo el campo es de alguien. El otro descubrimiento ha sido que siento una preocupación más allá de lo saludable en estos lugares por mi desconocimiento de las posibles normas que, hipotéticamente, pudieran existir. Es agradable la libertad que proporciona una furgoneta cuando al final hay ducha y parcela numerada, aunque no sea de forma planificada, aunque no sea todos los días. Vivir constantemente en los márgenes es una aventura romantizada por todas las historias que leímos y que escribieron quienes pudieron contarlo; y no es lo mismo la libertad que la desatención.

Vivir constantemente en los márgenes es una aventura romantizada por todas las historias que leímos y que escribieron quienes pudieron contarlo

Esto vale para todos los márgenes, aunque con frecuencia idealizamos nuestros desvelos y caemos en la trampa narcisista de despreciar los de las demás. Una mujer de la edad de mi madre despotricaba hace dos días frente a un café con leche sobre los jóvenes de ahora, que no estudian, no trabajan, a los que dan casa gratis y que tendrán una pensión mejor que la suya en un futuro; “nosotros teníamos que usar pizarrín en la escuela y había que ir a por los pizarrines; pero ahora lo tienen todo fácil”, argumentaba mientras miraba su teléfono móvil, tan lejos de aquel pizarrín alquímico, que transformaba a los posibles haraganes en personas de pro. Mi abuela Guadalupe, sin embargo, con al menos treinta años de ventaja sobre esta mujer, nos vio trabajar tanto, con modernísimos bolígrafos y luego con ordenadores mejores que los que llevaron a la humanidad a la Luna, que nunca cayó en la autocomplacencia de pensar que era más cabal por haber tenido que dejar la escuela y sus pizarrines cuando se quedó huérfana. Nunca supimos de qué murió mi bisa; mis tías-abuelas decían bajito, cuando eran preguntadas, “cáncer de estómago, tal vez”, como si nombrarlo las dejara de nuevo sin madre. La falta de información, el silencio, la ignorancia, la censura cultural que PP y VOX están ejerciendo son también márgenes. Nos sacan del centro de lo público y nos desamparan; otras veces nos hacen ver pizarrines en todas nuestras fotos, pero solo en las nuestras, y eso es otra forma de desvalimiento, sobre todo porque acumular pizarrines puede ser una forma conservadora de vivir -atesoramos lo nuestro-, pero nos dificulta la cooperación; y por que, en fin, los pizarrines son opacos. Nadie cambia hoy su navaja suiza por un bifaz de cuarcita; aunque no cabe duda de que sería muy aleccionador tallarlo.

Se ha puesto de moda otra vez el Parchís, comer o ser comido; lo malo es mezclar el juego con las cosas de comer. Piénsenlo antes de meter el voto en la urna

Lo que me preocupa de ir a votar, cada vez, son los nómadas de verdad. Esas personas en tránsito permanente, físico o metafórico. También el hecho de que no es tan difícil acabar siendo nómada, aunque apenas nos lo planteemos, como la inevitabilidad de la muerte. Y, desde luego, esos puertos fantasma en los que a veces fondeamos y donde nos sentimos perdidos o desorientados: las salas de espera de los hospitales, las ventanillas de las oficinas de casi cualquier trámite, el desempleo, la antesala de las oposiciones, las entrevistas de trabajo, las listas definitivas de alumnado en las instituciones educativas, la solicitud de una beca, la factura del gas, el precio del alquiler. Por nombrar algunos. 

Debería ser obvio, pero no lo parece. Ir a votar como ejercicio de ciudadanía responsable no es proteger lo propio, ni usar los pizarrines como arma arrojadiza; es favorecer políticas que cuiden de lo común tanto como de lo que nos parece, aunque no siempre lo sea, marginal. Es un ejercicio cooperativo. Se ha puesto de moda otra vez el Parchís, comer o ser comido; lo malo es mezclar el juego con las cosas de comer. Piénsenlo antes de meter el voto en la urna, no vaya a ser que el resultado, famélico de ética, les devore la mano.

Pizarrines