Con Filomena, las buganvillas que veía desde mi cocina cayeron al suelo y se helaron. Durante estos dos años, la pared de ladrillo ha sido naranja y gris, monótona bajo la luz de la farola. Debajo, tentativas de lirios, arbustos de diversa índole y calas; pero nada que pudiera trepar, nada que aspirara al pasillo de cielo entre fachadas.
Durante estos dos años he vuelto a mi docencia. Siempre me empeño porque ni sé ni quiero hacer las cosas a medias, y este trabajo me entusiasma y me hace feliz; pero es justo reconocer que volví porque mis circunstancias familiares lo exigían, y para ello tuve que dejar de estar presente en un proyecto educativo más personal. Dos años de hacer pared, de ser sostén y cobijo, dos años de enladrillar para sobrevivir.
En este trabajo urbanístico de futuro -la enseñanza siempre lo es- he tenido la suerte de conocer estudiantes, lectores, acróbatas del aula. También ha habido cosas difíciles; algunas salen del aula y se van a casa contigo, algunas las disfrazas en casa para que el aula sea una tregua con la vida. Este curso me daría para una novela, pero sería un cuento de octubre, lóbrego, a veces pantanoso, a veces lleno de viento; chisporrotearía con el brillo azul del desequilibrio y la ansiedad. En esta historia que no quiero escribir, he perdido ese proyecto que empecé hace tanto y ha sido una renuncia más dolorosa de lo que nunca imaginé, sobre todo porque no me alcanza solo a mí. Los hijos duelen mucho; son sus cicatrices las que más huella nos dejan, las que más miedo nos dan. La pared que soy se ha fracturado y, sin embargo, he seguido enseñando mientras me sujetaba para sujetar. Cierro un ciclo.
A la pared frente a mi cocina y a mí nos queda mucho por crecer, ha sido un curso muy duro
Como nada en una clase es intrascendente, mis alumnas y alumnos de Bachillerato han vivido sus propias peripecias advirtiendo las mías. Me han dejado notitas de cariño en el coche; han venido cada mañana a saludar y a desearme buen día; me han prestado su poesía y su entusiasmo; me han hecho galletas. Me han hecho galletas.
Se acaba un curso y en el aire quedan muchas esperanzas y algunas inseguridades sobre la ley educativa, sobre qué gobierno saldrá de las urnas, sobre cómo tendremos que adaptarnos profesores y estudiantes a los cambios, sobre si se afianzarán los cambios o si, como en innumerables ocasiones, quien esté en posición de tomar decisiones fabricará un trampantojo para que nada cambie mientras hace florituras de salón. En todo caso, las personas que gozamos acompañando y guiando a pequeños y adolescentes en su proceso de aprendizaje vamos a estar defendiendo los derechos humanos desde la tiza o la pizarra digital, entre los pupitres y en la calle; porque la escuela -cualquier escuela- es una forma de acercarse al mundo y de construirlo; porque las matemáticas, la literatura, el dibujo, la química, la filosofía, la sintaxis son códigos que, diacrónicamente estudiados, nos dicen cómo hemos llegado hasta el momento presente y, sincrónicamente analizados, nos dan las herramientas para forjarnos mañana. Advertimos nuestra humanidad, la comprendemos, la manifestamos. Hacemos galletas.
A la pared frente a mi cocina y a mí nos queda mucho por crecer, ha sido un curso muy duro, pero los tallos firmes de una nueva planta ya alcanzan el metro y medio, y los chaparrones no desaniman la fiereza fucsia punteada de amarillo de las flores. Y yo, pese a todo, sigo, como la buganvilla, con vocación de cielo. Las galletas tenían canela, será por eso.