lunes. 29.04.2024
la_mesias
Carmen Machi.

Keita | (@kkeita1111)

(Crítica con spoilers) Si algo temía del desarrollo de la nueva historia de Los Javis era el destemple ambiental y narrativo que, en cierto modo, se profetizaba irremediablemente en este episodio. Aun así cabe destacar que el sexto, como el resto de capítulos, es una auténtica maravilla, pero una maravilla que se queda un poco más corta.

Cuando hay un esfuerzo tan demostrado en reincidir en el trauma, en el dolor de un pasado que se presenta como una auténtica prisión y que ordena la inestabilidad, la frialdad y la inconsistencia de las vidas de Enric e Irene, debe haber no un buen encuentro con este, sino un encontronazo magistral. El clímax se venía posicionando en el retorno a casa de los libertos y ha acabado quedándose un tanto frío.

Se entiende que la perspectiva con la que atendíamos a los inicios de Stella Maris está relacionada con el sentimiento de melancolía, de la desconfianza del recuerdo y con la infancia y que, por ello, los aspectos formales iban a atender a esa orden concreta. En este caso, todo se vuelve más frío, más incómodo y mucho más endeble con un fin formal y argumental mucho más naturalista, el fin de incidir en el bizarrismo. Un bizarrismo cómico liderado por una Carmen Machi increíblemente mutilada en secciones y matices que se complementan y dan lugar a un todo espléndido. La rebeldía y la inmadurez de una Montse joven (Ana Rujas) y la posterior tiranía y terror de Lola Dueñas ha desfasado en los resquicios cómicos de una antigua dictadora. Me parecen una genialidad todos los detalles, sus intervenciones sobre “los chats” o “los plugins” y su ropa de mariliendre histriónica. Cabe destacar la potente imagen de la cama eléctrica articulada como esa nube sobre la que flota la virgen de la pared y las chicas como ángeles arrodillados. Hay una pretensión de majestuosidad y de divinidad que se pierde en lo extravagante y lo vulgar de la elevación ruidosa de la cama o de ella misma en su naturaleza.

Aun con esto, el miedo que transmite es mucho peor porque está enraizado y porque puede multiplicarse sin violencia y sin obligación, es el miedo del miedo.

Un miedo que se detalla de manera formidable en el gesto de las cartas en el fuego, en una convicción impostada en esas “fotocopias” que, con un sigilo sublime, nos hablan de ese miedo a la verdad, ya no a la madre, ni a Dios. Es un miedo a la individualidad y a la absurdez de ser nadie en un mundo libre frente a ser un todo, una auténtica reina, en la jaula.

Todas las chicas vuelven a estar genial y en ellas están latentes las identidades de las pequeñas, especialmente con respecto a la relación que mantienen con el espacio, a la gestualidad y a las dinámicas de poder. Resulta mucho más interesante atender a los diálogos de las pequeñas ahora que conocemos en qué acaban mutando. Cristina Rueda como una absoluta tirana que se desintegra en nimiedades pasionales, completamente rota; Valeria Collado como la piedra fanfarrona que desestabiliza la lectura general de las hermanas y se sitúa frente a lo reptiliano y lo extraño de la mirada y la rigidez de Mabel Olea. Y, las más pequeñas que encarnan la timidez, la risa y lo infantil, lo infantil como el desconocimiento, como el miedo también: una preciosa Ania Guijarro y una muy buena sufridora Sara Roch. Esta última termina despertándonos una ira de espectador, de querer entrar, de hacer entender y de ordenar la historia, una historia que ya está organizada en imágenes que reivindican la potencia de la impotencia.

Pero si alguien es la auténtica joya de la corona esa es Amaia, que aglutina todos los elementos anteriores y los hace despegar tan lejos que acaba saliendo de su cárcel, de su casa y de su propio relato.

Esta vez y por primera vez en su trayectoria, la Macarena García a la que estaba acostumbrado me ha sorprendido considerablemente, es fácil entrar en ella en el plano sostenido final y deja de lado sus interpretaciones maniqueas y sin sabor. Fuerte.

Está muy trabajado el contraste entre lo otro, lo de fuera, y el interior de la casa. Solo la belleza de esta diferencia puede hacernos sentir la reclusión de tantos años sin necesidad de más ornamentos. La luz es un elemento muy importante que nos ciega a nosotros también, pero el juego de los sonidos y la propia Carmen Machi echando a sus hijas para hacer ver que no están secuestradas lo completa. Es muy bella la imagen de las chicas tiesas y enfermas posicionadas una al lado de la otra frente a la ventana, entre las rejas. Implica de algún modo un balbuceo filosófico o, al menos, una paradoja de realidades.

Me atraen mucho los motivos visuales que contrastan estas realidades, no se abusa de ellos y es algo que debemos agradecer a Los Javis que, a veces, no saben cuándo parar si la dicha les gusta. No se pasan, ni siquiera en esa gasolinera final, la verdadera estrella que guarda una pulsión de certeza y que, en esencia, acaba siendo esa estrella guía. Los capítulos acaban siendo muy circulares y muy auto-resolutivos sin renunciar al cliffhanger, pero sí al efectismo que mantenga al espectador una semana más. No es necesario un recurso de este tipo cuando la historia es intrigante y su discurso es bueno.

Sin embargo, siento que ha habido mucha extensión en el trauma y en el viaje y poca o nada en el destino al que nos han conducido. Me produce pánico saber que todo el embrollo debe resolverse en un último capítulo que puede exterminar todo el sentido y toda la belleza de la historia y temo que la prisa acabe por enterrar una serie tan buena.

La mesías (Capítulo 6): la potencia de la impotencia