domingo. 28.04.2024
 

Tengo que contar cuando de pequeño bebí un vasito de vinagre. También lo que me gustaba, ya un poco más crecidito, ver relojes de pulsera en los escaparates de las joyerías. O aquello del primer olor a palomitas, que me llegó antes de entrar al Corte Inglés de Goya (aunque al que siempre iba con mi madre era el de Preciados, cerca de la Puerta del Sol), mientras fumaba en una pipa diminuta que en realidad era un llavero y a la que era imposible que hubiera podido yo añadir tabaco y fumar de verdad. ¿Cómo nos gustaba de críos hacer que fumábamos, ¡verdad!?

Lo del vaso de vinagre. Vasito. Lo cuento…

Estamos en la casa de mis abuelos, mis abuelos Ricardo e Isabel, los padres de mi padre. Puede que en la mía, en la de mis padres, Adelaida y Ricardo. Pero vamos a convenir que hoy, hoy estamos en Villaverde Bajo, en la casa de mis abuelos, esa a la que se entraba tras andar por un pasillo en medio de su jardín memorable, ese que aún hoy sigo oliendo en tantos sitios vegetales.

La realidad empezaba a ser sustituida pacientemente por las cosas que salían en los televisores

Somos bastantes en el salón de aquella casa, deben estar mis tres tíos, puede que la ya mujer de mi tío Mariano, Bestina (o Vestina, que nunca caigo en si es escribe con b o con v su nombre), la tía María, tía de mi padre, y su marido el tío Teodoro, y también está un hermano de mi madre, que de aquella hacía la mili en Madrid, en Marina, pero en edificios madrileños de ese Ministerio, mi tío Joselín. Joselín, el mismo que es posible que unos días antes subiera a casa de mis padres con dos compañeros y entre los tres se ocuparan sin ellos saberlo de dejarme el primer recuerdo del que guardo memoria: otro recuerdo probablemente inventado y sólo recreado a raíz de que alguien me contara algún tiempo más tarde aquello de la gorra de plato con el nombre de uno de los amigos de mi tío en una cinta interior. Pero, a lo que voy… Estamos en la casa de mis abuelos. Somos bastantes… Sigo. Tantos y tantos recuerdos…

Lo del vasito de vinagre. Se bebe, en aquella reunión se bebía. Los adultos lo hacían, unos más que otros, pero tampoco tanto. Tampoco mucho nadie. Es una reunión hogareña española en la que no sé ahora mismo si se estaba celebrando algo o era la mera hospitalidad familiar que todavía debe existir. Creo. Se bebe, digo. Los adultos beben. Todos o casi todos tienen un vasito o una copita con algún licor. Yo lo que recuerdo son copitas con coñac delante de alguno de aquellos adultos, de mi tío Joselín casi seguro, de mi abuelo no sabría decir. Pero había varias seguro. Y yo haciendo lo que solía a mis ¿tres años, cuatro, cinco todo lo más?: beber sorbitos de cada una cuando nadie me miraba. ¡Qué chiquillo!

En aquellos años, la segunda mitad de la década de 1960, cuando la España dominada por los militares, los ricachones consentidos y los curas empezaba a estar dominada casi ya solo por los ricachones consentidos y los allegados personales del dictador ferrolano, los que crecíamos en familias convencionales, sin estrecheces, no sabíamos que toda aquella sociedad seguía siendo un silencioso mundo de gente que agachaba la cabeza ante casi todo y creía que la realidad empezaba a ser sustituida pacientemente por las cosas que salían en los televisores. 

Lo que consiguió mi tío Joselín fue que yo retrasara unos años mi entrada en el universo alcohólico de las reuniones entre seres humanos

Y yo aquella tarde de ¿otoño?, seguramente un domingo otoñal madrileño, yo ya había catado una o dos copitas. Sorbitos de niño pequeño. Brandy Veterano o alguno de esos. Y el único que se está dando cuenta de que Joseluisito (así me llamaba mi abuela Isabel en ocasiones, cariñosamente) trasiega en exceso para su cortísima edad es mi tío Joselín, el de la mili. Pero no me dice nada. A nadie le dice lo que está viendo. 

Joselín le pide a mi madre, o quizás a mi abuela, que traiga vinagre. No sé si le escucha alguien más, pero imagino que, de ser así, pronto se ve obligado a explicarles a todos para qué demonios quiere un vaso de vinagre. Yo no me entero de nada de lo que pasa, puede que empiece a estar algo piripi. El caso es que el vinagre llega y sin que yo me dé cuenta mi tío pone un dedo de ello en una copita de esas que tanto me llamaban la atención de pequeñín. Yo, ignorante de aquella movida con pretensiones didácticas, me acerco al recipiente, miro a un lado y a otro, y al verlos que siguen enfrascados en sus conversaciones y risas de adultos, voy y zassss. Al gollete. Es posible que me beba todo el vinagre, creyendo, eso sí, que aquello era uno de esos licores que mis padres, mis tíos, mis abuelos, sorben de vez en cuando en medio de sus veladas de personas mayores, de gigantes. Imagino que después de escupir lo poco que pude escupir tras beberme la asquerosa copita haría por vomitar aquel contenido repelente. No lo sé. 

Lo que consiguió mi tío Joselín fue que yo retrasara unos años mi entrada en el universo alcohólico de las reuniones entre seres humanos que no tienen nada mejor que hacer que charlar, reírse de la vida y con la vida y conmemorar una y otra vez que lo mejor de todo es acercarse de vez en cuando a uno mismo esos pedazos de felicidad que los demás humanos saben reservarnos aposta o sin querer. Sin necesidad de vinagre.

Yo bebí vinagre