sábado. 20.04.2024

Mi abuela Isabel, la madre de mi padre, no siempre estuvo muerta, como ahora. Yo fui un niño pequeño aquí en mi barrio, el de la colonia del Pico del Pañuelo, en el Villaverde Bajo de ella y mi abuelo Ricardo y en el Suances de mis tíos y mis primos. En mi barrio y en el Villaverde y el Suances de mis padres.

En este cuento deberíamos salir solamente ella, Isabel, mi abuela paterna, a la que tanto me recuerda mi hija María, y yo, aquel niño de cuando todavía Franco se valía de ganar la guerra ayudado por los más malos del mundo y de fabricar aquellos 600 que nos llevaron a los españoles desde el pasado rural de un medievo neolítico algo metálico hasta el futuro urbano de la contaminación y el rocanrol. Aquel niño que de aquello no sabía nada. (Pero no, en el cuento no salimos solamente mi abuela Isabel y yo).

Tengo muchos recuerdos suyos de cuando yo era un niño. Algunos son demasiado reales como para ser verdad. Mancharme los dedos de la resina de un árbol en no sé qué parque de Madrid, creo que no era el Retiro, tampoco el del Oeste, y estar ella cerca de mí. Ese es uno. Pero es otro distinto el más nítido, como recuerdo digo, un recuerdo nítido suele ser algo que con el paso del tiempo es más un sueño, un cuento como este, que no lo es, que una realidad vívida amartillada en esa parte nuestra del cerebro donde guardamos lo que queremos y podemos y sabemos guardar para traerlo a un presente memorable con la intención de entretenernos o hacernos más confiados respecto de nuestros sueños, nuestros deseos. Nuestra memoria.

“El señor de rojo no nos deja: a ver si se va pronto”

Ese recuerdo nítidamente recordado está ahora aquí. Te lo cuento.

Mi abuela me lleva cogido de la mano. Acabamos de salir de mi casa de la plaza de la Beata. Mis padres y mi abuelo van delante de nosotros dos. Ella me habla, me va diciendo cosas cariñosas, instructivas, necesarias. Convenientes. Las cosas que me suele decir mi abuela. Yo me siento un niño especial. Estoy contento. Acabo de cumplir cuatro años. Nada más salir del portal hemos visto el kiosco-bar y hemos seguido andando camino del semáforo que hay en frente del Tinte, pasando por delante del puesto de chuches y el de novelas y tebeos, tan juntos, nadie se ha parado para comprarme algo en el de chuches. Tampoco lo he pedido yo. Llevamos algo de prisa. Esa prisa de los mayores para ir a sitios donde nadie nos espera. Llegamos al semáforo, allí están ya detenidos mi abuelo y mi madre, embarazada, y mi padre. Nos ponemos mi abuela y yo detrás de ellos. Y entonces ella, que sigue aleccionándome con esa voz suya de dulce dibujo animado fraterno, me explica cómo funciona ese prodigio que hace pararse a los coches o a nosotros mismos, como ahora, y nos dice cuándo podemos los unos o los otros restablecer la marcha. Tal vez haya preguntado yo por qué nos paramos. No creo, pero quién sabe. Soy un niño pequeño. El caso es que ahora la escucho perfectamente a mi abuela decirme a mí, Joseluisito, ahora no podemos cruzar hasta que salga el hombre de las patas verdes. Claro, pienso yo, es que el señor de rojo no nos deja: a ver si se va pronto. Y sí, enseguida, el hombre de las patas verdes nos permite a mi abuela y a mí seguir andando, detrás de mi madre y mi padre y mi abuelo. No sé a dónde iremos, o sí, espera, que vamos a…

El hombre de las patas verdes