sábado. 27.04.2024
Madrid

No siento el más mínimo rubor al afirmar que siempre me gustó Madrid. Viví cerca de ocho años allí y aparte de estudiar de vez en cuando, la mayor parte del tiempo la pasé caminando, a veces sin mirar el nombre de las calles, sin rumbo, de un lado para otro. Tomaba el metro y me bajaba en una estación al azar, siempre del centro, nunca del barrio de Salamanca salvo para ir a algún cine. Ese barrio, hablo de finales de los setenta y primera mitad de los ochenta, me resultaba feo, algo así como en Ensanche de Barcelona pero hecho sin pies ni cabeza, pretencioso, antipático, aburrido y lleno de una fauna que por entonces no paraba de cantar el Cara al Sol.

Madrid siempre me dio la impresión de ser una ciudad hecha por la amalgama de pequeños pueblos, uno era Malasaña, antes Maravillas, otro Huertas, otros Chueca, entonces todavía pobre, Lavapiés, Tirso, antes Progreso, La Latina, Chamberí, Moncloa... Recuerdo que poco después de llegar en el año 1977 todavía hablaban de la posibilidad de derribar el barrio de Malasaña para construir una enorme avenida que comunicase la Castellana con Gran Vía, viejo proyecto de Arias Navarro, “Carnicerito de Málaga”, que tal vez por la muerte del tirano no llegó a realizarse. Habría sido la destrucción de uno de los emblemas de Madrid, de una de sus principales señas de identidad, no por su monumentalidad, carece de ella, sino por su cotidianidad, por su aspecto familiar, cercano, cómplice. No conozco a nadie que haya estado allí y no se haya sentido como en cualquier calle de su pueblo o ciudad. Tenía, y creo que tiene, el encanto de los pueblos, de los sitios mundanos, con sus viviendas pequeñas, sus pequeños comercios y sus iglesias feas, a medio hacer o escondidas, como esa maravilla llamada San Antonio de los Alemanes, antes de los Portugueses, que esconde tras una fachada triste, austera y seca, una fastuosa borrachera interior de formas y colores salidos de los pinceles de Carreño de Miranda, Francisco Rizi, Luca Giordano y Eugenio Cajés. No sé como estará la cosa hoy, pero en aquellos años sólo había una manera de verla: Acudir a misa a las ocho de la mañana y no moverte mucho, porque en cuanto detectaban que no ibas movido por la fe, te invitaban a salir sin dejarte ni un minuto para apreciar ese horror al vacío que cubrieron los pintores cortesanos sin dejar un sólo centímetro virgen.

Desde antiguo Madrid gustó a los reyes por la abundancia de caza. Era un inmenso bosque en el que abundaban aves, cérvidos, liebres, incluso osos, especie que desaparecería en el siglo XVIII. Felipe II, muy aficionado a la muerte, eligió Madrid como capital por sus calidades cinegéticas, pero sobre todo porque estaba en el centro de la Península y pensaba que situándola allí estaría a una distancia parecida de las principales ciudades, creando un nuevo centro y modelo de poder que luego plasmaría en el Monasterio de El Escorial. Sin embargo, al rey en cuyo imperio nunca se ponía el sol, no le gustaba Madrid, como tampoco gustó a sus descendientes Austrias y Borbones.

Desde finales del siglo XV, España se convierte en el primer Estado moderno de Europa, un estado compuesto por varios reinos pero en el que los monarcas han conseguido someter a la nobleza y crear un poder confesional casi absoluto. Mientras en las capitales de los principales reinos europeos, los monarcas construyen grandes edificios que realcen su reinado y los nobles imitan su conducta, mientras en París, Londres, Praga, Viena o Lisboa nacen los primeros proyectos urbanísticos para convertir a la capital en el símbolo principal del poder, España sigue teniendo fronteras por conquistar para ofrecerlas a la mayor gloria de Dios. En 1561, Felipe II decide acabar con la monarquía itinerante y establece la capitalidad en Madrid. Ese acto político novedoso y arriesgado debió ir acompañado de la construcción de una verdadera ciudad imperial, de una corte dotada de palacios, grandes iglesias, monasterios y edificios administrativos, de un urbanismo más moderno como el que ya se estaba llevando a cabo en las ciudades americanas copiando el modelo ensayado en Granada en la ciudad de Santa Fe. Nada se hizo.

A Felipe II no le gustaba el lujo, al menos el lujo entendido como lo entendían los Medici o Francisco I de Francia. Era austero y pese a ser el hombre más poderoso del planeta, tenía miedo, mucho miedo. Temía a Dios sobre todas las cosas y convirtió al negro, que es la negación del color, en el mejor de sus aliados. Una Corte lúgubre en la que se comía a dos carrillos, en la que se servían, tal como cuenta Deleito y Piñuelas, más de cien platos diferentes en cada almuerzo, la mayoría de ellos cárnicos, en la que abundaba la suciedad, la beatería, la intriga y la idiocia dentro de un enorme y destartalado Alcázar que fue convertido en residencia regia en el siglo XV por los últimos Trastámara. No le importaba al llamado -no sé por qué- Rey Prudente el aspecto desvencijado y medieval de su principal palacio, él tenía otros proyectos en San Lorenzo, en El Pardo o Aranjuez: Madrid le importaba un bledo. Lo mismo le sucedió a Felipe III, Felipe IV, Carlos II y los primeros reyes llegados de Francia, quienes enamorados de su añorado París, prefirieron ignorar la capital del reino, continuando con los festejos taurinos, los autos de fe y las cacerías dentro de un ritual de muerte que impregnaría la vida cotidiana de los habitantes de los reinos.

No hay ninguna capital europea tan poco monumental como Madrid, villa y corte a la que en ese aspecto sólo salvan los museos, especialmente el del Prado, que alberga la parte no perdida ni regalada de las colecciones reales y de otras de aristócratas venidos a menos como la de los marqueses de Leganés y Salamanca. Apenas tres iglesias, tres monasterios, una docena de palacios y unos cuantos edificios ministeriales tienen rango monumental. Salvo Carlos III y su Salón del Prado ningún rey ni gobernante quiso dar a la capital el aspecto distinguido de otras ciudades europeas. Sin embargo, pese a la dejadez y el desprecio con que fue tratada, Madrid conservó durante muchos años el aire de una ciudad viva, amable y entrañable que se hacía querer incluso en las novelas de Pío Baroja o en los recuerdos de Max Estrella en Luces de Bohemia. Había algo en su atmósfera, entre rufianesco y bondadoso, entre pícaro e inocente que atrapaba, que enamoraba: Una ciudad que durante dos siglos fue la capital del mundo, administró el oro y la plata del Potosí sin que su brillo se dejase ver en sus calles. Una ciudad que mantuvo a miles de vagos amamantados por la realeza, incapaces siquiera, salvo dos o tres excepciones, de hacerse casas dignas de mención pese a tenerlo todo; una ciudad que nunca lo fue y cuyos habitantes vivían al margen del oropel y la parafernalia, subsistiendo gracias a esos lazos ocultos de solidaridad que habitaban en las corralas y en las casas humildes de chatarreros, carboneros, impresores, bordadores, talabarteros, barquilleros, soldados de reemplazo, amas de cría y buscavidas de todas las raleas, una ciudad que poco a poco, sin prisa pero sin pausa, ha ido perdiendo ese carácter mágico, agradable, sorprendente, acogedor para tornarse en un poblachón antipático, sin personalidad ni historia, vendido al turismo que no deja respirar y convertido en símbolo, como su Alcalde y su Presidenta, de la España chabacana, paleta, cerrada y reaccionaria. Supongo, hace tiempo que que no voy, que en algún rincón de Lavapiés o de Cascorro, de Vallecas o Peña Grande quedará un trocito de aquella ciudad infinitamente amable a la que tanto amé y a la que tantos amaron pese a no tener tres catedrales como París ni las suntuosas villas de Londres. Seguro.

Madrid, esa ciudad de provincias