sábado. 27.04.2024

La muerte sí es el final

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Los ejércitos de todo el mundo tienen la misión de defender las fronteras de un hipotético ataque exterior, salvo en las monarquías feudales que todavía subsisten y en las dictaduras donde también se atribuyen, y de que manera, el mantenimiento del orden propio de la oligarquía y la integridad nacional. En estos casos, ejército y poder son una misma cosa ya que el poder se mantiene sólo y exclusivamente por la represión. No hay legitimidad, no hay respeto a los derechos humanos, no hay patriotismo, sólo defensa de los intereses de las familias que detentan el poder y del orden establecido por criminal que sea.

En España la Constitución de 1978 encarga al ejército la defensa de las fronteras, la integridad de la nación y la salvaguarda del orden constitucional, siendo su máximo jefe el rey de España. Sin embargo, cualquier acto del rey debe ser refrendado por el Gobierno y en ningún caso los ejércitos pueden decidir cuando existe riesgo de invasión o desmembramiento, cuestión ésta que exclusivamente corresponde al Gobierno legítimo de la nación emanado de elecciones democráticas. Cualquier actuación autónoma de las fuerzas armadas sería, por tanto, contraria a la propia Carta Magna y constitutiva de rebelión en grado máximo. Eso lo entienden la mayoría de los militares de los países democráticos de nuestro entorno, en los que jamás se oye que tal o cual grupo de oficiales o mandos anden amenazando al poder democrático y a la población con ejecuciones masivas, como si ellos, que son los funcionarios a los que el Estado ha confiado el uso de las armas, estuviesen por encima de los funcionarios de Hacienda que son quienes recaudan los dineros de los contribuyentes para pagar sus nóminas. Es más, si mañana una iniciativa del Gobierno o de cualquier grupo parlamentario decidiese cambiar la Constitución y consiguiese la aprobación de su propuesta por parte del Congreso, los ejércitos no tendrían absolutamente nada que decir, sólo obedecer que es la principal virtud del soldado. No se trata, como decían los suboficiales a los reclutas cuando ingresaban a la fuerza en los cuarteles, de que los militares no puedan pensar o decidir por si mismos en el ámbito personal, familiar o social, por supuesto que son libres de pensar lo que quieran, lo que les está completamente vedado es intervenir con las armas que les da la Constitución en la dirección del Estado, eso sólo sucede en países degradados, incultos, incivilizados y crueles que no han tenido ni la suerte ni la oportunidad de poder vivir en democracia. De ahí la gravedad de los manifiestos y chateos de oficiales y mandos retirados que hemos conocido en las últimas semanas.

Absolutamente nadie tiene competencia alguna para matar a nadie, muchísimo menos si es un funcionario público que debe predicar con el ejemplo en el cumplimiento de sus deberes

El sábado 18 de julio de 1936, mis abuelos, maestros de derecha y misa pero también republicanos de Martínez Barrio, acudieron con sus hijos a varios domicilios familiares para despedirse y comunicarles que durante las próximas dos semanas estarían tomando las aguas en Alicante. Después de las visitas, regresaron a casa. Mi abuelo encendió la radio telefunken y, según me contó mi padre muchos años después, fue poniéndose muy pálido y nervioso. Llamó a su mujer y le contó lo que creía iba a suceder. Posteriormente ambos dijeron a sus hijos que se quedaban en el pueblo, posponiendo el viaje a Alicante hasta mejor ocasión: Acababa de oír en una emisora que las tropas acuarteladas en Marruecos se habían sublevado y que pretendían extender la rebelión a la Península. Mis abuelos eran lectores empedernidos, lo mismo de libros que de periódicos, hasta ese día no temían absolutamente nada y por eso pensaron, como todos los años, en ir a pasar unos días a Alicante. Por supuesto que estaban al corriente de los conflictos obreros, de los choque entre la policía y los jornaleros, de la situación de miseria en la que vivían millones de españoles y de las conspiraciones militares que no habían dejado de existir desde el mismo día en que se proclamó la República. Pese a ello, nunca pensaron en que aquellas intentonas militaristas fuesen a cuajar, mucho menos en matanzas del calibre de las acaecidas a partir de ese día y hasta los años ochenta. Sabían que Italia, Austria y Alemania estaban gobernadas por criminales, pero creían que España ya había sufrido bastante en el pasado como para que esa locura arraigase también.

Mis abuelos, luego depurados por el nacional-catolicismo para poder continuar ejerciendo de maestros, no creían que vivieran en el mejor de los mundos, pero estaban convencidos de que poco a poco las cosas irían mejorando, sabiendo como sabían que desde que tenían uso de razón España  estaba azotada por una desigualdad terrible a la que siempre se había respondido con la fuerza bruta. Era entonces, en aquellos años republicanos, la primera vez en que se se confió en la Escuela para hacer de España un país tan civilizado y justo como el más avanzado de Europa. La intervención militar segó de raíz todas sus esperanzas y cubrió el cielo de negro durante décadas, demostrando que la muerte si es el final.

El funcionario que porta armas capaces de matar a individuos, a grupos y a pueblos enteros en cuestión de segundos, debiera ser persona de fuertes convicciones democráticas y con un sentido de la disciplina a prueba de bombas. Cuando estos dos rasgos fundamentales no se dan, cuando en el seno de las fuerzas armadas continúa existiendo una adoración irracional, mágica, taumatúrgica hacia el español que más españoles ha matado en la historia, es que algo se ha hecho muy mal. Hablar de muerte, glorificarla, dedicarle himnos, ejercerla en los demás; incitar a cometer asesinatos en masa, referirse con odio cerval a una parte grande de tus compatriotas, crear incertidumbre, miedo, desasosiego, tristeza, malestar, angustia, zozobra no es misión de la milicia en un país democrático; obedecer al poder legítimo poniendo en ello la mejor voluntad y capacidad, sí.

Vivimos tiempos difíciles pero no carentes de esperanza. Por muchos demonios que quieran sacar de los desvanes, el diálogo parece que se va abriendo paso ante el unilateralismo destructor que tanto daño ha producido; comenzamos a divisar el final de la pandemia que tanta muerte y dolor está causando y por primera vez la Unión Europea parece haber comprendido que tenemos que salir juntos de la sima. En medio de tanta muerte, de tanto desgarro, de tanto duelo postergado, hablar de sangre, de asesinar a millones, de golpes de Estado es tan triste como intolerable. Nadie, absolutamente nadie tiene competencia alguna para matar a nadie, muchísimo menos si es un funcionario público que debe predicar con el ejemplo en el cumplimiento de sus deberes. España no se merece que de nuevo la muerte vuele sobre nuestras cabezas. No somos un país maldito, sino otro magnífico y generoso que poniendo remedio a los males que aquejan a sus ciudadanos, demostrará hasta que punto sus potencialidades únicas y diversas son su mayor fortaleza. Matar es fácil, construir, no.

La muerte sí es el final