viernes. 26.04.2024

“Ya nada será lo mismo”

madrid vacia

“Si amas la vida no puedes perder el tiempo,
porque la vida está hecha de tiempo”.

Asustados por la presente realidad nos repetimos que en el futuro “ya nada será lo mismo, nada será igual”. La COVID-19 nos está cambiando la historia. Pero la idea de que el mundo nos ofrece una realidad en permanente cambio, basta observarla, ya la anunciaron todos los pensadores presocrácticos. La célebre afirmación de que todo fluye y que nadie puede bañarse dos veces en el mismo río, se la atribuye Platón en sus diálogos a Heráclito de Éfeso, “el oscuro”; tal vez no sea original de él, pero en los fragmentos que se conservan de su obra, él insistió en la universalidad del cambio: “nada permanece estable”. Esa constatación la vivimos nosotros cada día: ¡cómo vamos cambiando!

“Y mañana, qué…” es el título de un interesante diálogo entre Jacques Derrida, el filósofo francés cuya obra dio lugar a la filosofía deconstructiva y la historiadora y psicoanalista francesa Élisabeth Roudinesco; el libro lo constituye una serie de temas en los que tejen a dúo una red en la que se entrelazan y alternan la filosofía, la historia, la política, la literatura y el psicoanálisis a la búsqueda de la respuesta a una única pregunta con la que inician el libro, aquella que hizo Víctor Hugo en uno de sus poemas de “Los cantos del crepúsculo”: “¿De qué estará hecho el mañana?”. Con magistral agudeza, Derrida y Roudinesco examinan el confuso crepúsculo de hoy y reflexionan acerca del futuro. Hoy, todo, tanto en la realidad como en las ideas, en la sociedad como en los individuos, todo se halla en estado de “crepúsculo”, esa desvaída luz del anochecer; ¿de qué índole es ese crepúsculo?, ¿qué le seguirá? Es su punto de partida: “Y mañana, qué”, ¿cuándo llegará?, ¿de qué estará hecho?, ¿cómo será?” La pregunta a la que Derrida y Roudinesco buscan respuesta, la estamos haciendo hoy todos los españoles y, posiblemente, la mayor parte de los ciudadanos del mundo. En ella se entrelazan puntos convergentes y divergentes, sorpresas, dudas, incertidumbres, contradicciones, ignorancias explicadas con escaso acierto…, en suma, toda una suerte de complicidades sin complacencias ni coincidencias. A pesar de la infoxicación a la que estamos sometidos a diario, una sobresaturación de información sobre el “coronavirus”, caminamos ciegos en la luz como decía Borges, el autor del Aleph: “¿para qué quiero mis ojos / si me hurtan lo que quiero ver?, ¡qué ironía!: me dieron a la vez los libros y la noche”.

Estamos recibiendo excesiva información que, en lugar de aclarar, confunde. En los extraños e inciertos tiempos que vivimos, en los que las noticias cada día generan titulares confusos, inquietantes, cuando no erróneos y falsos, sería útil retroceder un instante y tratar de ver las cosas con reflexión y perspectiva crítica. Desde la ignorancia básica sobre el tema de la pandemia, que como decía Machado, “vamos haciendo camino al andar”, están opinando excesivos doctores, y no me refiero a los “científicos e investigadores” que son los más cautos y prudentes en sus afirmaciones, sino a tanto parlanchín que desde la ignorancia es capaz de escribir una enciclopedia sobre el tema. José Cadalso escribió en el siglo XVIII una sátira bajo el título “Los Eruditos a la violeta”; en ella ridiculizaba la pedantería de aquellos eruditos superficiales que creen conocer de todo: son aquellos “profetas todólogos” que de todo opinan sin atisbos de duda alguna. Así los juzgaba: “Este grupo de sabios pueden alucinar a los que no saben lo arduo que es poseer una ciencia, lo difícil que es entender varias a un tiempo, lo imposible que es abrazarlas todas y lo ridículo que es tratarlas con magisterio y satisfacción propia, con el deseo de ser tenido por sabio universal… A ellos va dirigido este papel irónico, con el fin de que los ignorantes no los confundan con los verdaderos sabios, en desprecio y atraso de las ciencias, atribuyendo a la esencia de una ciencia las ridículas ideas que dan de ella los que pretenden poseerla, cuando apenas han saludado sus principios”. De las muchas opiniones y entrevistas en los medios de comunicación que escuchamos a diario, existe la sensación de que importa poco la verdad o la aclaración; lo decisivo es que de lo que se opina sea novedoso y ofrezca titulares.

En general, todos preferimos rodearnos de opiniones que den validez a lo que ya pensamos y considerar inteligentes a quienes están de acuerdo con nosotros; sucede sobre todo a los políticos; pero para que exista una verdadera democracia es imprescindible que todos seamos capaces de introducirnos en la realidad de aquellos que piensan y sienten de forma distinta a como pensamos y sentimos nosotros y llegar a comprender su punto de vista, aunque no lo compartamos. Se hace pues, necesario solucionar un problema que está cristalizando en estos tiempos de pandemia: no se deben mantener en el poder a aquellos que gestionan mal la responsabilidad que dirigen por sus torpezas o errores, sino por el mal que están haciendo a las instituciones que representan; las personas son prescindibles, pero las instituciones, no.

“¿De qué estará hecho el mañana?”, se preguntaba Víctor Hugo. La pregunta nos persigue y, como espectro ilocalizable en ese porvenir que llamamos “mañana”, de ningún modo encontramos hoy la respuesta; la tendremos que dejar abierta para más adelante. De lo que sí estamos seguros es que, desde ahora “Ya nada será lo mismo”; y tal vez sea cierto, pero me resisto a pensar que no ser lo mismo, no signifique que no pueda y deba ser mejor; ¿acaso la experiencia no ha sido siempre la pértiga que nos ha ido lanzando en todas las épocas a un mundo de superación?

Es frecuente escuchar que la realidad supera la imaginación; pero en estas circunstancias la realidad está superando las peores previsiones

Es frecuente escuchar que la realidad supera la imaginación; pero en estas circunstancias la realidad está superando las peores previsiones. Soñábamos con alcanzar la inmortalidad y “una mierda de bichito” está sembrando de muerte el planeta. Produce inmensa tristeza llegar a saber que la naturaleza nos ha ido hablando y que el género humano no le hemos prestado atención. Y no será porque alguien no nos alertó. En una conferencia que ofreció en 2015 el fundador de Microsoft, Bill Gates, ya advirtió de que la mayor amenaza a la que se enfrentaba la humanidad no era un misil ni una bomba nuclear, sino un microbio que pudiera provocar una enfermedad infecciosa. Durante mucho tiempo se ha ignorado o despreciado las señales de que una pandemia como la que hoy vive el planeta podría suceder y no nos hemos preparado. Si el mundo de la política señala nubarrones de ignorancia, creando problemas donde no los hay y agravando los que ya existían, es importante reivindicar la función social de los antiguos vates y augures que se adelanten a los acontecimientos: visionarios, soñadores, excéntricos inconformistas como Galileo, Leonardo, Pasteur, Julio Verne, Edison, Tesla, Huxley, Orwell…, detectores de tendencias de futuro que la mayoría no somos capaces de ver. La equivocada propensión a rechazar lo desconocido convierte a muchos genios en locos marginados; con la lámpara de Diógenes de Sínope se necesita más que nunca ir a buscar en las plazas de España “asesores profetas y adivinos” para las instituciones. Por más que la tendencia general sea ridiculizar o rechazar lo diferente, lo alternativo y lo desconocido, es imposible detener el avance y el progreso de la humanidad. Decía Benjamín Disraeli, el escritor británico y primer ministro del Reino Unido que la mejor lección se aprende en la adversidad y que la vida es demasiado corta para que la gestionemos con mezquindad; “el hombre sensato y honesto -afirmaba- cree en el destino investigando, mientras que el necio y voluble se fía del azar”.

Estamos en tiempos de decadencia porque a la política y a los políticos les falta grandeza para aproximar antagonismos aparentemente irreconciliables; no saben tender puentes para hacer gobernables las discrepancias y buscar puntos de encuentro entre proyectos distintos y más en estos tiempos complicados; además de grandeza, carecen de flexibilidad mental, imaginación y voluntad para evitar posturas excluyentes y callejones sin salida. Mientras una amplia mayoría de los españoles considera que la mejor solución posible para hacer frente a las consecuencias económicas y sociales de la crisis del coronavirus serían unos nuevos pactos, parecidos a los llamados Pactos de la Moncloa, la forma con la que los partidos políticos están intentando el acuerdo no genera un clima de confianza y entendimiento entre ellos. ¡Lamentable!

En La fragilidad del bien, libro fundamental de la filósofa Martha C. Nussbaum, Premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales, presenta la más grandiosa expresión de la ética griega: la tragedia. La preocupación de los griegos por la vulnerabilidad y fragilidad de la vida, de la felicidad humana, siempre pendiente del cortante filo de la fortuna o el infortunio, tiene su más honda manifestación en la tragedia; la tragedia es el género el que se presenta ante los ojos de los atenienses la representación de la vida humana en acción; de la acción en el devenir de la propia vida, en la que la felicidad y su contraria se entrelazan en permanente unión; cada individuo posee características propias, mas, de acuerdo a sus acciones, pueden vivirlas bien o mal. ¿Qué son los mitos trágicos sino la permanente presencia de la fortuna o el infortunio en el curso de la vida humana? En la tragedia se halla, a juicio de Nussbaum, uno de los más claros ejemplos de la fragilidad del bien humano. En “La fragilidad del bien”, nos hace reflexionar sobre la débil línea que separa la vida humana inteligente y racional de la degradación transgresora de las normas de la racionalidad; es el dilema al que puede llegar el ser humano en la búsqueda de la necesaria seguridad bien o mal elegida. La fragilidad humana está condicionada por la importancia que demos a la ética y la vulnerabilidad de la vida y la acción incontrolada de los agentes externos, ante la fortuna y la ayuda impagable de la amistad y la solidaridad. Estos momentos de “necesario confinamiento” son una oportunidad para pensarlo.

García Márquez, en su novela “El amor en los tiempos del cólera”, relata una larga historia de amor, de ese amor que está destinado a durar por siempre, el único que puede ganarle al tiempo y a la adversidad, pues lo absurdo de la situación de ambos enamorados era que nunca parecieron tan felices en público como en aquellos años de cólera. El cólera, el infortunio, les enseñó lo único que tenían que aprender en el amor: que a la vida no la enseña nadie, se la vive y se aprende. “El amor se hace más grande y noble en la calamidad, -escribió-, pues la memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y gracias a ese artilugio logramos sobrellevar el pasado”.

En su obra “Marcos de guerra. Las vidas lloradas”, Judith Butler, una de las intelectuales más respetadas internacionalmente, explora la manera en que el liderazgo bélico ha impuesto una distinción entre aquellas vidas que merecen ser lloradas y aquéllas que no; para Butler esta distinción ha conducido al primer mundo a la destrucción y abandono de poblaciones que no se ajustan a la norma occidental imperante de lo humano. Es un ensayo polémico que nos demuestra que el valor de la vida humana es también una construcción política. Butler es una resistente política y ética frente a la violencia generada por la “precariedad”, donde la vida, entendida como “vida precaria”, implica una dependencia de redes y condiciones sociales. Nuestras “obligaciones” surgen de la idea de que no puede haber una vida vivible y, por lo tanto, susceptible de dañarse, perderse y llorarse, sin esas condiciones necesarias que son una responsabilidad política y ética de todos. Todos estamos sometidos unos a otros, todos somos vulnerables a la destrucción por los demás, y, en consecuencia, todos estamos necesitados de protección mediante acuerdos multilaterales basados en el reconocimiento de esa precariedad compartida. Existe una distribución desigual y políticamente inducida de la precariedad que compromete el estatus de ciertas poblaciones consideradas como destructibles y no merecedoras de ser lloradas, en lugar de ser consideradas como poblaciones vivas necesitadas de protección contra la violencia, el hambre o la enfermedad.

Sirviendo sólo como comparación, sin intento de culpabilizar a nadie, pero sí de responsabilizar a quien competa, sin ánimo de alargarme, es hoy motivo de seria reflexión la vulnerabilidad mortal con la que este virus se ha ensañado con los ancianos, recogidos y asistidos en residencias que hoy provocan serios interrogantes. ¿Se les ha atendido como debían?; ¿se les ha proporcionado el material necesario para evitar la terrible propagación del contagio?; ¿ha sido imprescindible la triste soledad de sus traslados, casi a escondidas, sin la cercanía y el abrazo de los suyos?; ¿dónde ha quedado grabada la memoria de lo mucho que hicieron por este país en los largos y sacrificados años de sus vidas? Al margen de las necesarias reflexiones que sobre este tema habrá que hacer en un necesario futuro, sintetizo este emotivo recuerdo con estas Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer: ¡Dios mío!, ¡qué solos se quedan los muertos! ¡Qué solos se han quedado estos muertos! Habrá que hacerles en un futuro inmediato lo que tantas veces hemos repetido en otras ocasiones: “Verdad, justicia y reparación”.

Una de las aventuras más mencionadas en la mitología clásica es la aventura de Jasón y los argonautas en busca del “vellocino de oro”. Tras complicadas aventuras, conseguido el vellocino, llegaron a Yolco y Jasón alcanzó el trono. Investigadores de todo el mundo trabajan contra reloj en una desesperada, acelerada y sofisticada búsqueda de otro “vellocino”, el hallazgo de una vacuna o tratamiento contra el coronavirus. Para el investigador o investigadora que lo consiga no habría trono más importante en el que sentarle. Es de vital importancia conseguirla, será el gran descubrimiento, el añorado remedio para vencer a ese “maldito coronado”. Ante ese mundo mejor que con ilusión todos anhelamos y decimos: ¡un mundo mejor es posible!, en ese mañana en el que ya nada será lo mismo, superada la pandemia, además de la recuperación, la mejor de las conquistas sería la necesaria “utopía” de una solidaridad universal en la que la pobreza y la desigualdad desaparezcan y que el respeto y cumplimiento de los derechos humanos sean ley en el corazón de todos. Demasiadas noches y bastantes tempestades han oscurecido en estos días nuestras vidas: levantemos la frente, abramos los ojos y que brille la luz en las alturas; pues echar de menos el pasado es igual de estúpido que correr detrás del viento.

Debe haber un cambio de paradigma operado en una situación en la que se deberá encontrar un nuevo camino a otra historia, dentro de esta historia. Es necesario desatar una gran imaginación creadora para pensar fórmulas nuevas de participación ciudadana. Al principio nos preguntábamos cómo pudo empezar todo esto. Ahora llevamos semanas especulando sobre cómo terminará y las secuelas que dejará. No está muy claro. No hay un itinerario claro de salida. A menudo lo que pronosticamos es simplemente lo que deseamos que ocurra.

La pandemia del coronavirus no es sólo una crisis sanitaria, abarca casi todos los campos; además de sanitaria es también una crisis social, política y económica. Si queremos ser eficaces, la respuesta que demos debe tener en cuenta todos estos factores y gestionada de forma urgente, inmediata, coordinada, global y eficaz, sobre todo, para responder a las necesidades de los más vulnerables; en diálogo social entre la Unión Europea, el gobierno, las comunidades autónomas, los gobiernos municipales y quien están en primera línea: sanitarios, empresarios y trabajadores. No basta con prometer, con frases huecas. Aún recuerdo con vergüenza, cuando la crisis financiera Global de 2008, las palabras de la Vicepresidenta Fernández de la Vega, afirmando que “ningún español quedaría desatendido”. Los que no quedaron desatendidos, sino bien rescatados, fueron los bancos.

Mediante la reflexión y el autoconocimiento canjeamos por ideas claras y distintas nuestras dudas, nuestras incertidumbres. Son un escudo que nos alerta de la banalidad de ciertas situaciones, dejando al descubierto la fatuidad de tantos discursos tramposos con los que nos alimentan una parte de los partidos políticos. Necesitamos reconciliarnos con nosotros mismos, con nuestras propias ideas al sentirnos huérfanos de la belleza que posee la vida y de la claridad y armonía que encierra; descubrir de pronto que nuestra existencia vale más de lo que creíamos, que es un don, un relámpago que se filtra en nuestra  mente y nos dota de clarividencia para llegar a saber lo que somos y valemos; mas para saber lo que valemos, para lograr ser nosotros mismos, es necesaria la reflexión, el esfuerzo del cambio; si no queremos ser los mismos, no podemos seguir haciendo lo mismo: hay que ganárselo con el esfuerzo y la fuerza necesaria que nos está proporcionando una novedad que no conocíamos anteriormente, que nos ha proporcionado el confinamiento, vivir solteros de nosotros mismos y ser resilientes; poseer la capacidad para hacer frente a las adversidades actuales, superarlas y ser transformados positivamente por ellas. La vida se recuerda a saltos, a golpes. El tiempo se ha acelerado. La velocidad de los acontecimientos nos está desbordando; es el reflejo de la vida misma y la solución no puede venir del pasado. Hannah Arendt, una de las pensadoras que mejor ha comprendido el siglo XX, a cuyos dramáticos avatares estuvo sometida su vida en su condición de judía alemana, rechazaba la frivolidad de quienes piensan sin fundamento, o como ella lo llamaba: “pensar sin asideros”; y los asideros de esta nueva situación no pueden ser otros que la ayuda impagable de la amistad y la solidaridad.

Esta pandemia ha expuesto al descubierto los profundos fallos de un sistema que creíamos confortable y de la discutible capacidad de nuestra clase política para gestionar lo imprevisto. No sólo se está propagando el virus, sino que, a medio y largo plazo, está aumentando la pobreza y la desigualdad, pues ambas, pobreza y desigualdad son otro virus destructor y un peligro para la prosperidad de todos. De ahí que a la pregunta que se hacía Víctor Hugo “¿de qué estará hecho el mañana?”, la respuesta no puede ser otra que de la eficacia con la que la Unión Europea, el gobierno de la nación, los partidos políticos, las comunidades autónomas, los gobiernos municipales y empresarios y sindicatos actúen con determinación para garantizar la continuidad de nuestro estado de bienestar, protejan decididamente a los colectivos más vulnerables, sin olvidarse como hasta ahora de los ancianos, y acierten en la toma de decisiones que determinarán la salud de nuestra sociedad y de la economía en los años venideros, evitando una recesión prolongada. Como decía el catecismo del Padre Ripalda: “Doctores deberá tener “a santa madre España y sus instituciones para saber responder y solucionar este enorme problema del Covid-19”.

Es sus “Episodios nacionales”, Galdós decía que “su papel en el mundo no era determinar los acontecimientos, sino observarlos y a su manera describirlos para que de ellos pudieran sacar alguna enseñanza los políticos responsables, de tal modo que con tales enseñanzas pudieran acelerar el paso a las generaciones destinadas a llevarnos a la plenitud de los tiempos”. Esa y no otra ha sido la finalidad de estas reflexiones, ayudar a quienes tienes hoy la enorme responsabilidad de acelerar el fin de esta pandemia a tomas las medidas necesarias para que nadie, nadie, nadie, quede desprotegido.

“Ya nada será lo mismo”