lunes. 29.04.2024

Las condiciones del derecho a decidir

El nacionalismo catalán intenta evitar una presentación directa y transparente de su proyecto rupturista porque teme la reacción prudente de la ciudadanía. Para camuflar su apuesta nítida por la secesión, ha tenido la habilidad de situar una especie de debate-pantalla en la opinión pública: el llamado “derecho a decidir”.

El nacionalismo catalán intenta evitar una presentación directa y transparente de su proyecto rupturista porque teme la reacción prudente de la ciudadanía. Para camuflar su apuesta nítida por la secesión, ha tenido la habilidad de situar una especie de debate-pantalla en la opinión pública: el llamado “derecho a decidir”. Tras esta expresión no hay más que una estrategia a favor de la independencia de Cataluña, pero Mas y sus aliados han logrado introducir alguna confusión en la discusión pública. De hecho, hay quienes se manifiestan en contra de la independencia pero respaldan el “derecho a decidir”, cuando en realidad son la misma cosa.

Resulta evidente que asumir el derecho a decidir la independencia y proclamar la independencia misma son dos caras de una sola moneda. No obstante, es preciso no rehuir ningún debate. Los independentistas presentan tal derecho como incuestionable en democracia. Quien se opone al derecho a decidir de los catalanes sobre la independencia de Cataluña está vulnerando el principio democrático, se llega a decir, como si establecer límites o condiciones al ejercicio del derecho de decisión fuera algo tan intolerable como extravagante.

Sin embargo, el ejercicio de los derechos conforme al marco jurídico vigente forma parte de la esencia misma del régimen democrático y el Estado de Derecho. Ningún derecho se ejerce sin límites, sino en función de las normas democráticamente establecidas. La democracia vigente en España ampara mi libre albedrío como persona, pero tal libertad no me permite levantarme una mañana y conducir mi vehículo en sentido contrario al marcado por las normas viales en mi calle. Tampoco podría decidir la sustitución de mi casa por la de mi vecino, aunque esta última me resulte más cómoda y espaciosa. ¿Tengo derecho a decidir? Claro, con los límites y las condiciones que establecen las leyes. La democracia no consiste en el derecho ilimitado a decidir todo aquello que se me ocurra.

Esta argumentación también sirve para el supuesto derecho a decidir de “los territorios”, porque en realidad los territorios no deciden nada. Podrían decidir, en todo caso, las personas que habitan esos territorios. Podemos poner varios ejemplos. Es posible que circunstancialmente los ciudadanos de Cartagena sean mayoritariamente partidarios de “independizarse” de Murcia en una comunidad distinta. Puede que algo parecido ocurriera con los leoneses respecto a la comunidad castellana. El Ayuntamiento del Condado de Treviño ha propuesto abandonar Castilla para integrarse en Euskadi. Quizás una parte de Navarra quiera ser vasca, y puede que una parte del País Vasco prefiera ser cántabra. La alcaldesa de Solana del Pino en Ciudad Real ha pedido formalmente la integración de su municipio en Andalucía. El barrio de la Moraleja en Alcobendas reclama mayoritariamente desde hace años la secesión municipal. Y me consta que algunos colectivos que viven en Cataluña preferirían la nacionalidad francesa.

¿Debemos reconocer el derecho a decidir de todos ellos? ¿Unos sí y otros no? ¿Con qué criterio? Porque puestos a buscar o construir justificaciones de tipo histórico, indentitario, sociológico o económico, seguro que se consiguen para todos. ¿Qué tipo de país y qué tipo de sociedad podríamos mantener en tales condiciones?

Por tanto, el “derecho a decidir” de los ciudadanos que residen en Cataluña existe y se respeta, exactamente igual que el derecho a decidir del resto de los ciudadanos españoles. Con las mismas garantías y con las mismas condiciones que establece para todos nuestro marco legal. De hecho, los ciudadanos catalanes adoptan decisiones cada día a través de sus instituciones legítimas. Pero, por ejemplo, el derecho a decidir sobre la integridad del Estado español está adjudicado por la Constitución española al conjunto de los ciudadanos de España, y no a una parte de ellos. El artículo 1 establece que “la soberanía nacional reside en el pueblo español”, y el artículo 2 mandata “la indisoluble unidad de la Nación española”. Otro ejemplo: el artículo 149.1.32 de la misma Constitución reserva para el Estado la competencia exclusiva para la “autorización de la convocatoria de consultas populares por vía de referéndum”.

¿Puede celebrar el Gobierno catalán un referéndum en su territorio? Sí, cumpliendo las normas. Es decir, solicitando y obteniendo la autorización del Estado. Esto fue lo que intentó Ibarretxe. Propuso, se votó, perdió y desistió. ¿Puede plantearse igualmente un cambio en el marco jurídico para hacer posible la independencia de Cataluña o de cualquier otro territorio? Desde luego que sí, pero cumpliendo los procedimientos de cambio constitucional que establece la propia Carta Magna en su Título X. Y en esos procedimientos han de participar todos los españoles, no solo una parte.

Todo esto lo conocen perfectamente quienes orquestan la ceremonia de la confusión en torno al “derecho a decidir” sin limitaciones. ¿Por qué lo hacen? Para evitar el debate auténtico sobre sus propósitos secesionistas. Con el supuesto conflicto democrático buscan no dar explicaciones sobre las nefastas consecuencias que una eventual independencia traería sobre la gran mayoría de los catalanes y del resto de los españoles. Con la polémica falsa sobre el “nos quitan las urnas” soslayan la rendición de cuentas en torno a la fractura social y el deterioro económico que la aventura soberanista está generando ya en la actualidad de Cataluña.

El proyecto de la independencia es un proyecto legítimo. Muchos entendemos, no obstante, que es un desastre, un legítimo desastre. Lo que no está siendo legítimo es la estrategia de la confusión a la que nos someten quienes gestionan el independentismo catalán.

Las condiciones del derecho a decidir