viernes. 26.04.2024

Antídotos

La ficción es el mejor antídoto contra la realidad. Seguramente esta frase no sea mía. Podría haberla dicho Woody Allen, Juan José Millás o el mismísimo Stephen King.

La ficción es el mejor antídoto contra la realidad. Seguramente esta frase no sea mía. Podría haberla dicho Woody Allen, Juan José Millás o el mismísimo Stephen King… Quién sabe, incluso se le podría haber ocurrido a algún amigo mío en una de esas largas tardes de sábado, pegajosas de cerveza, que nos pasamos a la barra del Casa Ponte. Al fin y al cabo, la frase tampoco es para tanto. Tiene algo de perogrullada, sobre todo si se pronuncia con la resbaladiza dicción de la cuarta o quinta pinta. No obstante, igual que le ocurría a ese personaje de Desmontando a Harry, demasiado neurótico para funcionar en la vida, pero brillante en el arte, a veces tiene uno la sensación de que solo la ficción es capaz de digerir y hacer asimilable una realidad absolutamente desquiciada. La ficción pone cierto orden en la vida, de alguna manera, la acota, y podríamos decir que, mientras te conduces bajo sus efectos, la realidad adquiere una luz especial de inteligencia, una solidez diríamos que entrañable y, por un segundo, casi el consuelo de un sentido. Y si nada de todo esto les parece lo suficientemente interesante como para darme la razón, consideren al menos los beneficios, nada desdeñables, que nos proporciona el hecho de permanecer unas horas embebidos en la lectura de una novela o aislados en la oscuridad de la sala de cine, desconectados del móvil, de los chismorreos de las redes sociales, de la insensatez de nuestros gobernantes, del trapicheo internacional de ese 1% de tíos Gilitos que todo lo atesoran, de la locura y la barbarie religiosa o nacionalista… Incomunicados temporalmente también de otras angustias más íntimas: nuestros conflictos laborales (por exceso o, sobre todo, por defecto, a pesar del doctor Rajoy y su banda de matasanos), nuestros problemas familiares, sentimentales, sexuales, informáticos, deportivos… la ficción puede con todo.

En las últimas semanas me he zambullido con Emmanuel Carrère (El Reino) en la Edad Antigua y en sus inteligentes disquisiciones acerca de la (im)probable historia de los primeros cristianos, también he pasado unas horas con Amenábar (Regresión) constatando la histeria satánica de la Norteamérica de los noventa, y, por supuesto, he revisitado a Dostoievski a través de Irrational man y del genio único e imperecedero del gran Woody Allen. Ahora, sin olvidarme del Casa Ponte, me he metido de lleno en el Dickens, El bar de las grandes esperanzas, donde J.R. Moehringer nos sirve tragos de tan buena literatura que a uno le gustaría permanecer siempre allí dentro, emborrachándose lentamente, a salvo de todo ese veneno que se destila afuera, en el mundo real.

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