domingo. 28.04.2024
Lisístrata, de Aristófanes
Lisístrata, de Aristófanes

Cae la natalidad en Rusia. Eso dice un titular de un periódico de tirada nacional de hace unos días. Y de los recovecos de mi mente aflora un recuerdo universitario en el que tal vez Emilio Crespo, mi profesor de Literatura Griega en la UAM, nos contaba la costumbre de las mujeres griegas de la antigüedad de pedir a los hombres de la casa que iban a la guerra que volvieran con el escudo (vivos) o sobre él (muertos con honor). Siempre me ha parecido que encontrar la muerte en un acto de violencia es inevitablemente grotesco, porque la violencia en sí es una deshonra. Puede haber mucho honor en los aledaños de la muerte, pero una muerte violenta siempre es un fracaso.

Emilio Crespo es autor de la traducción más hermosa al español que yo he leído de la Ilíada, el relato de la cólera del Pelida Aquiles. Cuando hablo de la narración en verso a mis alumnos, sin embargo, siempre escojo las páginas en que Héctor se despide de su esposa Andrómaca y de su hijo Astianacte: en ellas el héroe troyano, todo ternura y compasión, habla de un honor que no nace de la ira, sino de la empatía, de la necesidad de protección; teme lo que su muerte hará a quienes ama: la orfandad, la esclavitud. Mucho tiempo después, Miguel Hernández escribe algunos poemas a su hijo en los que asoman la misma ternura, el mismo sentido del honor que radica en el amor, generoso incluso cuando la muerte se adivina al fondo: “Hoy el amor es muerte,/ y el hombre acecha al hombre”, dice. Hermann Hesse había desarrollado también esta idea en la trilogía que culmina con El Lobo estepario; desde la crítica feroz al sistema educativo por inflexible de Bajo las ruedas, pasando por la experiencia de atención a los heridos en la Primera Guerra Mundial y su pública aversión a las polémicas nacionalistas desde los versos de la Oda a la alegría de Schiller. 

Siempre me ha parecido que encontrar la muerte en un acto de violencia es inevitablemente grotesco, porque la violencia en sí es una deshonra

Estas tristezas siguen muchos caminos en la cultura universal: me vienen a la memoria los personajes de Huasipungo, de Jorge Icaza, deshumanizados hasta por quien los vindica en otra guerra, la de clases y la de la “civilización” de lógica capitalista contra la naturaleza; la pobreza y la épica del payador Martín Fierro, huyendo a través de sí mismo de la barbarie y enfrentado en la mente de Hernández y Borges, especularmente y con 20 años de diferencia, a Tadeo Isidoro Cruz, que, al final del relato homónimo, “comprendió su íntimo destino de lobo […]; comprendió que el otro era él”; como los soldados que Berlanga pone a ambos lados de una trinchera en La vaquilla, en nuestra guerra (como si decir nuestra la hiciera de andar por casa en lugar de entrañar la herida). 

Vivimos inmersos en dinámicas de poder cuya naturaleza es mortal, en la tensión de opuestos

Sobre esa guerra nuestra escribió Elena Fortún “Celia, en la revolución”, que empieza con la protagonista y sus hermanas, Teresina y María Fuencisla, huyendo de Segovia tras el fusilamiento del abuelo, que participa contra la sublevación. Celia llega a Madrid buscando a su padre y la guerra le parece escombro, suciedad, polvo y tierra que lo cubren todo. En todas las fotos de guerra que observamos con temor de que la globalización también fagocite la materialidad de la guerra -acaso ya lo ha hecho y apenas queremos creerlo- hay sobre todo eso: polvo y tierra, todo es gris, ocre, pardo, sin luz salvo para revelar el desconcierto, la aspereza, la muerte. 

Baja la natalidad en Rusia. Me parece más significativo que en lugares como Palestina e Israel eso tal vez no pase. O en Líbano, Siria, Honduras, por citar algunos ejemplos. También las mujeres de Atenas y Esparta en Lisístrata se niegan a tener más hijos. Será que volver sobre el escudo no aporta suficiente consuelo, después de todo.

Vivimos inmersos en dinámicas de poder cuya naturaleza es mortal, en la tensión de opuestos. Emily Dickinson lo comprende cuando escribe que “el agua se conoce por la sed”, pero comprenderlo y aceptarlo no son lo mismo. Es un error esperar a la nieve para sentir nostalgia de los pájaros cuando existe la posibilidad nada remota de que no puedan nunca ya volver.

Por la nieve, los pájaros