martes. 19.03.2024
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La literatura española se ha acercado muy poco a aquellos años en que el franquismo decidió abandonar al pueblo saharaui y dejar su suerte en manos del monarca medieval Hassan II y de Estados Unidos. Sin embargo, hay una novela magistral escrita por mi paisano Luis Leante -Mira si yo te querré, premio Alfaguara 2007- que nos aproxima mucho a aquel tiempo vergonzoso y a la vida de quienes luego tuvieron que dejar su país para vivir en los campos de concentración de Tinduf, donde subsisten casi exclusivamente de los suministros de Naciones Unidas. La hospitalidad de los nómadas, la generosidad y la espera infinita de un pueblo pacífico y pobre, el caos de la desbandada militar española, la desorganización, la sensación de vacío laten en las páginas de un libro que sería bueno volver a leer.

Después de un siglo de colonización española de un territorio que durante mucho tiempo nadie quiso ocupar, en 1970 Naciones Unidas dictó la Resolución 2711 por la que conminaba a España a organizar un referéndum de autodeterminación del pueblo saharaui. En un primer momento el gobierno franquista se opuso, pero cuatro años después, con Arias Navarro en la Presidencia del Gobierno y la presión de Estados Unidos, la dictadura accedió a los requerimientos de la organización nacida en la Conferencia de San Francisco. El dictador agonizaba, el entonces príncipe heredero Juan Carlos de Borbón quería ponerse la corona y para ello lo mejor era obedecer al amigo americano y evitar un avispero. España se constituiría después como una monarquía parlamentaria y Estados Unidos, que nunca fió sus intereses a países democráticos, elegiría a Marruecos para esa tarea con la seguridad de que ese país cumpliría sus obligaciones con la misma sumisión que durante años lo hizo la dictadura franquista.

La actitud de España puede parecer descabellada si no se conoce cual era la naturaleza de la dictadura franquista, cruel en extremo con los disidentes del interior pero absolutamente dócil y sumiso con los poderosos del exterior

Ante la inminencia del referéndum, Hassan II -Marruecos atravesaba una grave crisis política y económica- determinó como táctica dilatoria preguntar al Tribunal Internacional de La Haya si el Sahara Occidental era  territorio de nadie y sobre las relaciones históricas de dependencia respecto a Marruecos. El alto tribunal decidió que aquellas tierras pertenecían a los saharauis y que los vínculos con la monarquía alauita no existían salvo el de los jefes de algunas tribus a título personal. Ante tal sentencia, Marruecos anunció en abril de 1975 que una marcha de civiles y militares invadiría pacíficamente el Sahara Occidental para abrazarse con sus hermanos del sur. Con Franco muy próximo a entrar en el infierno, el 31 de octubre Juan Carlos de Borbón accede a la Jefatura del Estado y preside su primer Consejo de Ministros. Entre tanto había pedido, o le habían impuesto, la mediación de Kissinger en el pleito llegando a un acuerdo mediante el cual Estados Unidos apoyaría la restauración de la monarquía española a cambio de la cesión del Sahara a Marruecos, que era tanto como regalárselo a Estados Unidos.

El 6 de noviembre -lo recuerdo porque una persona muy vinculada a mi familia estaba haciendo el servicio militar y lo embarcaron con rumbo a Bojador- miles de marroquíes invadían el Sahara bajo la estricta vigilancia del ejército real. Naciones Unidas conminaba a Hassan II a detener la marcha y respetar sus resoluciones, España hacía como que era un asunto que no le incumbía y Kissinger se reía, una vez más, desde su despacho en la Casa Blanca. El 12 de noviembre, siguiendo el guión establecido por el Secretario de Estado norteamericano y contraviniendo todas las resoluciones de la ONU, se celebra la Conferencia de Madrid entre España, Marruecos y Mauritania, decidiendo España ceder, cosa que no podía hacer en virtud de los acuerdos internacionales, doscientos mil kilómetros cuadrados a Marruecos y setenta mil a Mauritania. El Frente Polisario, que se había constituido en 1973, resolvió que la lucha armada contra los intereses marroquíes era la única opción que le quedaba. El 26 de febrero de 1976 España abandona el Sahara dejando todas las instalaciones militares y civiles y los caladeros de pesca a Marruecos, las riquísimas reservas de fosfatos, uranio, circonita, zinc, gas y petróleo a Estados Unidos y otros países europeos gracias a los permisos del monarca, y al pueblo nativo, representado por la República Árabe Saharaui Democrática, la miseria y la opresión, el expolio de sus riquezas y un gigantesco muro de 2700 kilómetros que les separa de su tierra.

La actitud de España puede parecer descabellada si no se conoce cual era la naturaleza de la dictadura franquista, un régimen apoyado y defendido por Estados Unidos, cruel en extremo con los disidentes del interior pero absolutamente dócil y sumiso con los poderosos del exterior. Sólo conociendo esos dos rasgos esenciales de la tiranía es posible concebir que España cediese a Marruecos las mayores minas de fosfato del mundo cuando ese mineral ya era imprescindible para la agricultura, uno de los mayores caladeros del planeta en el que ahora faenamos pagando una cantidad enorme de dinero a Mohamed V y reservas sin cuantificar de petróleo, gas natural, cobre, zinc y hierro. 

Pero con todo, lo que resulta absolutamente reprochable y vergonzoso es la situación en que España dejó al pueblo saharaui y la actitud de indiferencia que hasta hoy han mantenido los diversos gobiernos democráticos, incapaces siquiera de reconocer a la RASD ni de denunciar la violación constante de los derechos de los saharauis, más teniendo en cuenta que según informe del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas firmado el 29 de enero de 2002, España sigue siendo a día de hoy la potencia administradora del Sahara Occidental, ya que no tenía ningún poder para ceder esa concesión a terceros países tal como se hizo en los acuerdos de Madrid de noviembre de 1975. 

España teme que una posición de apoyo a la República Saharaui provoque una reacción desmesurada de Marruecos, una reacción propia de los regímenes dictatoriales tan proclives a excitar a sus pueblos con el enemigo exterior, pero pese a ese riesgo y a las consecuencias que pudiese tener en las relaciones con Estados Unidos, ya han pasado cuarenta y cinco años desde aquel abandono ominoso y es hora de rectificar y permitir a los desterrados regresar a su tierra y dirigirla por sus propios medios y voluntad.

Sahara occidental: 45 años de una infamia interminable