sábado. 27.04.2024

Michel, Marcus y Antxón llegaron al monasterio donde se iba a celebrar la santa misa. Descabalgaron de sus monturas, cogieron las bridas, acercaron los caballos al establo, e iniciaron una charla con un hombre que cepillaba a unas burras.

— Buenos días, le dijo Michel, muy cortés, al mismo tiempo que alababa su esfuerzo por mantener el pelaje de los equinos limpio y lustroso.

— Buenos días, le respondió el hombre.

— De quien son los caballos del establo, preguntó Michel.

— Son del obispo y de sus sacristanes. Los utiliza para transportar a sus sobrinos, y a sus sobrinas, le contesto.

— ¿Los niños del coro y sus sobrinos?, le preguntó, Michel con ironía, mirando a sus amigos.

— Así es, le contestó el encargado de los jumentos.

— ¿Dónde dejamos los caballos?, le preguntó Marcus.

— Átenlos en el poste de la puerta y no pasen cerca de los mulos porque dan coces, dijo el arriero.

— Hay un eclesiástico, un opuseiro de esta abadía, que se empeña en enseñarle modales a los jumentos. Dice que tienen que cumplir la ley de la divina providencia. Quiere someterlos a la ley de Dios, que no es otra más que la voluntad de los representantes de Dios en la tierra, pero los equinos arrecian sus rebuznos cuando el eclesiástico se acerca.

— Quiere enseñarles modales a las acémilas, y los jumentos le enseñan modales a él, dijo el de los jumentos

— Hace unos días, uno de ellos le dio una coz tremenda, de la que nunca se repondrá.

— Riéndose, Marcus le dijo a sus dos socios: “del amo y del burro cuanto más lejos más seguro.

— ¿Y quién es ese eclesiástico? Le preguntó Michel, divertido.

— Es Álvaro del Aportillo, contestó el arriero.

— ¿Por dónde podemos pasar a la iglesia?, le preguntó Marcus.

— Golpeen la aldaba de esa puerta. Tendrán que dar la vuelta al claustro, y ya la verán, dijo el de las acémilas. Los recibirán.

Hay un eclesiástico que se empeña en enseñarle modales a los jumentos. Dice que tienen que cumplir la ley de la divina providencia. Quiere someterlos a la ley de Dios

Marcus se acercó a la puerta y golpeó la pesada aldaba de hierro.

— Un fraile salió a recibirlo y le dijo:

— ¿Sr. Marcus? Lo esperábamos. ¿Sus amigos van a pasar?, Quiso saber el monje.

— Pasaremos todos, le contestaron los tres al unísono.

— ¿Quieren ustedes dejar sus ballestas y sus espadas?, le preguntó el monje atemorizado por la altura de los tres amigos y por sus armas.

— No gracias, siempre las llevamos con nosotros. No nos molestan.

— Y usted Sr. Marcus, ¿no quiere dejar su espada? Es la casa de Dios. Somos gente de la Iglesia.

— No se preocupe, las llevaré también conmigo.

— Acompáñenme, les dijo, un poco angustiado ante la vista de las armas.

Mientras rodeaban el claustro, pudieron ver su arcada, sus columnas dobles sosteniendo capiteles decorados con formas de hojas y unos cipreses que casi llegaban al campanario de la iglesia. Marcus vio en el pozo, una bandada de cuervos negros que estaban posados. Así llegaron a la iglesia, donde el monje los introdujo por una puerta lateral y les indicó los asientos que les habían sido asignados.

Le dieron las gracias y le contestaron que se situarían en la parte trasera de la nave.

Poco después los niños del coro entraron por una puerta lateral, e iniciaron su ascenso al coro, situado en la parte trasera. Al cabo de unos minutos iniciaron unos cánticos, que dieron lugar a la salida de don Beltran, que cojeaba de forma ostensible, seguido de sus dos sacristanes y de dos monaguillos que lo asistirían en el oficio de la santa misa, y qué al acercarse al altar, le levantaron sus ropajes para que al arrodillarse ante el sagrario no se mancharan sus vestiduras, mientras que otro tocaba su campanilla.

Acto seguido, el obispo cogía un botafumeiro que soltaba humo que extendía con habilidad moviéndolo por diferentes partes de la iglesia, dejando un agradable olor a incienso.

Marcus, Michel y Antxón, miraban estupefactos lo que veían, pues nunca habían estado en la ceremonia religiosa de la santa misa.

Una vez iniciado el oficio, el eclesiástico se dirigió hacia el púlpito para pronunciar su sermón. Inició la subida de las escaleras con un andar fatigoso pues le costaba subir los peldaños del mismo. Se ayudaba con las manos en la barandilla. Debido a su calza ortopédica que utilizaba para compensar la diferencia de longitudde sus dos piernas, a lo grueso de su barriga, y a que no podía doblar sus pequeñas piernas, necesitaba de la ayuda de un sacristán.

— Superadas las dificultades, el obispo inició el sermón hablando de san Pedro de hombres pecadores, que solo piensan en satisfacer sus deseos carnales, desoyendo los mandatos de Nuestro Señor. Después arremetió contra los mercaderes que prefieren las empresas de los hombres a las de Dios, diciendo que Jesucristo los echó del templo.

Los dineros de los mercaderes deberían de darlos a los representantes de Dios en la tierra, pues ellos ayudarían a lavar sus pecados

— Las obras de la Iglesia, son la construcción de ermitas y de catedrales para que los hombres puedan rezar y conseguir que sus pecados les sean perdonados, y así liberarse del castigo eterno de las llamas.

Continuó su discurso diciendo que hay empresas que son construidas por hombres impíos. 

— Y siguió diciendo que los dineros de los mercaderes deberían de darlos a los representantes de Dios en la tierra, pues ellos ayudarían a lavar sus pecados.

— Terminó hablando sobre el adulterio que cometen las mujeres al tener hijos sin estar casadas. Ante los ojos de Dios, es un pecado horroroso porque ofende a toda la cristiandad y a las enseñanzas de la Iglesia.

El eclesiástico inició el descenso gustándose por el discurso pronunciado, y algo más seguro, bajó del púlpito solo, para proseguir con el oficio de la santa misa.

Una vez finalizada la ceremonia, se retiró seguido de los sacristanes y de los monaguillos hacia la sacristía y los niños iniciaron el descenso desde la plataforma donde se ubicaba el coro. El obispo, después de cambiarse de vestimenta, se dirigió hacia la puerta para saludar a los presentes, entre los que estaban los tres socios cántabros.

— Que espectáculo tan bonito ha montado ustedes, señor obispo, le dijo Marcus, con mucha sorna ya que nunca había estadlo en una iglesia.

— Gracias, le contestó el deán.

— Estoy encantado de su presencia en esta ceremonia, decía el deán mientras le extendía la mano dándole a besar su anillo pastoral.

— Y que sermón tan sabio ha pronunciado, continuó, Marcus.

El obispo reía.

— Por cierto, que bien cantan sus sobrinos.

Entonces el obispo no pudo disimular su alegría y su satisfacción.

— ¿Y cómo hace para que a esos chicos no les cambie la voz?, le preguntaron los tres socios.

— El obispo sonrió nuevamente, y no les contestó.

— Todo se hace por el bien de la Iglesia, y se reía.

Entró en la estancia un eclesiástico llamado don Juan, y el obispo se dirigió a él, pidiendo disculpas a los presentes por ausentarse unos minutos y le dijo:

— Son tres socios que están amancebados. Imagínese nuestra turbación señor cuando los recibí. Estaba muy nervioso. Se llaman Marcus, Michele, y Antxón. Y son amigos de un tabernero que se llama Vilio, que también es apóstata, continuó. 

— Hay que difamarlos y calumniarlos, para luego incapacitarlos y quitarles sus naves y sus posesiones, para que vuelvan al redil de la Iglesia y salven su alma de la condenación eterna, trabajando limpiando establos y ayudando en labores de este monasterio, continuó.

— Hay que decir que están locos, y enloquecerlos, y romper la amistad de los tres socios, continuó.

— Así lo haremos. Sabemos cómo hacerlo porque alguien nos enseñó.

— Usted señor obispo, ¿dónde aprendió el arte de la difamación y la calumnia?, Le preguntó don Juan con cierto aire de admiración por el deán.

— En Ovetum, señor, en la iglesia de Ovetum. Allí saben cómo hacerlo, y allí aprendí.

— ¿Y esta vez cómo lo vamos a hacer, señor obispo?

— Como siempre, le dijo don Bermudo, mirándolo con cara de satisfacción. Utilizando nuestros perros.

— Además el pequeño de Marcus puede y debe enaltecer el coro, señor obispo.

Don Beltrán reía a mandíbula latente. Que sagaz es usted señor.

Volvieron a la reunión con el obispo y Marcus le preguntó

— ¿Dónde adquirió el amor por los niños?

— Como siempre, le dijo el obispo riéndose, en la iglesia, en la iglesia.

El monje los introdujo en una sala con una chimenea en la que quedaban los rescoldos de un pequeño fuego que aportaba poco calor, le dijo:

— Tengo entendido que acaban de venir de países muy lejanos y muy fríos.

— Así es, señor obispo.

— Cuéntenos algo de esos países, le pidió con interés.

— El frío es muy intenso, la noche dura mucho tiempo, y el hielo congela los mares. Además, están naciendo muchas ciudades donde los hombres son libres y no son siervos. Muchas llevan la palabra burgo, continuó Marcus y sus habitantes se llaman burgueses.

— También puedo decirle qué en estos países, la religión es diferente a la suya. Tienen otros dioses y otras deidades, pero no tienen intermediarios en la tierra, como Usted, señor obispo, siguió.

— Me retiro, don Beltrán, dijo el asistente.

— Es probable que sepa que a ninguno de los tres nos interesa su religión, señor obispo. Le dijo Marcus.

— Es probable que no sepa que somos apóstatas, continuó Antxón.

— Su soberbia los llevará al fuego eterno, les respondió el deán. Son ustedes pecadores e impíos. Además, están amancebados, contra la ley de Dios.

— ¿Para qué nos mandó llamar señor obispo?, le dijo Marcus con un gesto de enfado y poniéndose a su lado, acto que fue seguido por Gorka y por Antxón, provocando que el obispo tuviera que levantar su cabeza hacia arriba

La difamación y la calumnia y los eclesiásticos