lunes. 29.04.2024
literatura

En un volumen que reúne los dos primeros libros del poeta zamorano Claudio Rodríguez, aparece una larga nota dedicada a esclarecer un único verso del poema Al ruido del Duero. Dice así: «Campo de la verdad, ¿qué traición hubo?». Esta línea puede resultar oscura para muchos lectores, incluso finos entendidos en la lírica. En Zamora sin embargo, hasta los niños son capaces de identificar la alusión. El campo de la verdad es una finca cercana a la muralla en la cual, según el Romancero y la tradición local, los hijos de Arias Gonzalo defendieron el honor de la ciudad. Allí se celebró la lidia en la que se enfrentaron a Diego Ordóñez, que los acusaba de traición por maquinar la muerte del rey Sancho II. Pero conocer este dato no contribuye en nada esencial al disfrute del poema, ya que su tema es el sostén y refugio que el río, y en especial su sonido, confiere a la voz poética. «Y eres / tú, música del río, aliento mío hondo». Ese rumor del agua es acompañamiento y consuelo del poeta que a él se encomienda para cuando vengan malos días, la soledad, el mal amor o el desamparo: «guarda / todas mis puertas y ventanas como / tú has hecho desde siempre, / tú, a quien estoy oyendo igual que entonces / tú, río de mi tierra, tú, río Duradero».

Si el río es depositario de nuestra memoria y guardián de nuestra esperanza, es porque está ahí. Estaba antes de que llegáramos, y seguirá estando una vez nos hayamos ido. Permanece fiel, custodio insobornable de nuestros secretos. Por supuesto el poema puede aplicarse a otro, en cualquier ciudad. No necesariamente ha de ser grande, pues como sabía Pessoa, «el Tajo no es más bello que el río que corre por mi aldea / porque el Tajo no es el río que corre por mi aldea / [...] / Por el Tajo se va al mundo / [...] / El río de mi aldea no hace pensar en nada / Quien se encuentra a su lado, solo a su lado está». Ni siquiera hace falta ningún río. Un minúsculo accidente geográfico, una construcción con siglos de antigüedad, pueden ser el Duero de estos versos. Ya lo decía el cartero de Pablo Neruda: «La poesía no es de quien la escribe, sino de quien la necesita». Para mí, habitante de Zamora casi toda mi vida, el poema evoca ese Duero en el que tantos momentos he compartido con mi compañera. En sus orillas se atesoran los recuerdos y adquieren todo su sentido aquellos versos: «haz que tu ruido sea nuestro canto, / nuestro taller en vida».

La poesía es, junto con la música, la modalidad artística que más fácilmente se pliega al uso personal de quien la disfruta

La poesía es, junto con la música, la modalidad artística que más fácilmente se pliega al uso personal de quien la disfruta. Esto responde a la ambición de sus objetivos: re-crear el mundo a través de las palabras, nombrar lo innombrado y lo innombrable, definir lo indefinible. Su misión es interiorizar la realidad, absorber lo visible y lo invisible y devolverlo estructurado. Los verdaderos poemas son vida condensada. El poeta ordena el universo, da forma y sentido a un magma en ebullición donde lo físico, lo intelectual y lo emocional se entremezclan, pugnando por salir a la superficie. Sus invocaciones gnómicas y proféticas, combinando arrebato y candor, hacen de él un héroe del espíritu, un atleta de la conciencia. Y como tal, debe estar preparado para asumir su tarea.

Pero a nosotros, poetas, corresponde
estar con la cabeza desnuda bajo las tormentas
de Dios, y aferrar con nuestras manos
el rayo paterno, y brindar al pueblo
con nuestro Canto el don celestial.
Pues, si nuestros corazones son puros
e inocentes nuestras manos,
el rayo puro del Padre no nos consumirá

(Hölderlin Como en un día de fiesta).

El gran poeta –no el que acumula líneas cortas, con o sin rima, una tras otra– es plenamente lúcido. Se siente y se vive emisario de la voz de la vida, la naturaleza y el mundo. Su trabajo, hermoso y terrible, es encontrar las palabras para decirlo, forjarlas, pulirlas, refinarlas cual alquimista del lenguaje. Es conseguir que en el crisol de la página cristalice el opus magnum y se manifieste lo que estaba latente. No se trata meramente de vocación. Es un sacerdocio laico, un voto que le obliga como portavoz de las demandas de la humanidad.

Sí, es verdad, las primaveras te necesitaban.
Te pedían, por encima de tus fuerzas,
algunas estrellas que las percibieras. Se levantaba
una ola y se acercaba, en el pasado, o
cuando pasabas junto a la ventana abierta
se entregaba un violín. Todo esto era misión.
Pero ¿pudiste con ello?

(Rilke Elegías de Duino).

Pocos autores tuvieron tan presente como Rilke la exigencia de articulación coherente y de formulación consciente que acompaña la realización de su vocación. Este ciclo majestuoso es el testimonio de un duro periplo poético y su culminación. El poeta desgrana los motivos, las imágenes, los símbolos, las claves de su obra, y los entrelaza para dar lugar a una summa poetica definitiva. Las Elegías reflejan el recorrido del desamparo y la soledad a la aceptación de la vida, su celebración mesurada, que no resignada, incluido su inevitable final. A lo largo de una escala de Jacob lírica, pasamos del comienzo desconsolado de la primera…

¿Quién, si yo gritara, me oiría desde las jerarquías
de los ángeles?, y aun en el caso de que uno me cogiera
de repente y me llevara junto a su corazón: yo perecería
por su existir más potente. Porque lo bello no es nada
más que el comienzo de lo terrible, justo lo que nosotros todavía podemos soportar

… a la equilibrada conclusión de la última:

Y nosotros, que pensamos en una dicha
creciente, sentiríamos la emoción
que casi nos abruma
cuando cae algo feliz.

Se encabalgan toda suerte de vivencias: viajes, amores, recuerdos, lecturas, combinadas y sublimadas en los versos. La totalidad de la existencia se agolpa aquí, y en su afán de verla expandirse y florecer en obra de arte, el poeta ha debido depurarla al máximo. Al igual que el escultor elimina lo que sobra en un bloque de mármol para que aparezca la estatua, tiene que desbastar la experiencia bruta y extraer de ella vida palpitante.

Con aire extático parte el vate en pos de tierras incógnitas, de parajes recónditos que a la postre resultan ser la tierra natal. «No cesaremos de explorar / y el fin de toda nuestra exploración / será llegar a donde arrancamos / y conocer el lugar por primera vez» (T. S. Eliot Cuatro cuartetos). Pues el final y el principio se confunden, coinciden y se fusionan. Heráclito y el Tao Te King señalan conjuntamente que el camino hacia arriba y el camino hacia abajo son uno y el mismo. Eliot lo corrobora: «En mi comienzo está mi fin. En sucesión / se levantan y caen casas, se desmoronan, se extienden / se las retira, se las destruye, se las restaura, o en su lugar / hay un campo abierto, o una fábrica, o una circunvalación».

Para el poeta, la designación de la cosa supone no tanto poseerla como ser uno con ella

La labor del poeta es poner nombres, y no solamente a los animales, sino a toda la creación. Sin embargo, etiquetar es ardua labor si se quiere atinar, ya que la mera aproximación equivale a la nada: «¡Intelijencia, dame / el nombre exacto de las cosas! /… Que mi palabra sea / la cosa misma / creada por mi alma nuevamente» (Juan Ramón Jiménez, Eternidades). Él revive a su manera la ceremonia que los romanos llamaron evocatio. Al comenzar las hostilidades con otras gentes, se invitaba a sus dioses a abandonarlos y a acudir a la hospitalaria Roma. Para que la artimaña surtiera efecto, era conveniente interpelarlos por su nombre verdadero. Esta convicción era compartida por no pocos pueblos. De ahí que fuera frecuente la prohibición de pronunciar en voz alta el que realmente evocaba y convocaba a un dios. Descubrirlo era obtener poder sobre él, y a fortiori sobre sus adoradores. Para el poeta, la designación de la cosa supone no tanto poseerla como ser uno con ella.

La poesía participa del conjuro y del aforismo porque mientras hay lenguajes que enmascaran la realidad, ella la ilumina. Por eso está más cerca de las verdades profundas que otras formas artísticas. El poeta es un mediador, y asume con gusto su misión. De cuando en cuando puede ser oráculo de la desolación, del dolor de vivir. Pero también de esa tesitura extrae vida.

De Blanco a Blanco–
un camino sin hilo
pisé con pies mecánicos–
parar–perecer–o avanzar–
del mismo modo indiferentes–

Si ganaba el final
más allá finaliza
incierto desvelado–
cerré los ojos–y avancé a tientas
era más claro–estar Ciego–

Estos versos, escritos en 1863 por Emily Dickinson, están repletos de los espacios en blanco que aparecen como metáfora en su poesía. Subrayada su presencia por el propio inicio del poema, juegan un papel protagonista. Algo de Teseo intentando salir del laberinto se intuye en el empeño de la poeta. Solo que ella, que no cuenta con Ariadna alguna que la ayude, sin hilo que le facilite recuperar el sendero, ha de deslizarse con precaución, evitando los peligros que la acechan. ¿Quién es el Minotauro de Dickinson?, ¿la soledad, la desesperación, el pánico a la sexualidad? Podemos conjeturar sus miedos, pero llama la atención la decisión de llegar al final, pese a la amenaza de destrucción. Si la meta se aleja a medida que nos acercamos, al igual que sucede con el horizonte, se debe a que ambos son ilusorios. Es necesario sortear los blancos, avanzar a tientas y no dejarse engatusar por espejismos y quimeras. Cerrar los ojos hace más segura la ruta porque permite meditar sin quedar deslumbrado por los hechizos del mundo. Para Dickinson la salvación reside en el poema. Es la búsqueda de la belleza lo que vale, lo que justifica el combate y el sacrificio. No en vano es suyo el verso «Morí por la belleza».

La palabra poética renueva sus sentidos, es inmortal y movediza, se metamorfosea continuamente para mantenerse firme en su voz y su mensaje

La lírica auténtica se caracteriza, como quería Schlegel para su revista Athenäum, por «una sublime impertinencia». Es el canto del ser salido de su entraña más profunda, la armonía de las esferas del sentimiento y la conciencia vuelta palabra. Torna transparente lo indecible. La verdad que la poesía hace surgir no es fruto de una interpretación, únicamente puede serlo de la inmersión. En esa corriente accedemos a sus destellos, deja caer sus velos para mostrarse en su prístino esplendor. Solo que ha de ser ella quien elija el momento, porque ay de nosotros si pretendemos levantarlos sin pedir permiso. «Así murió la hija de Amilcar por haber tocado el velo de Tanit» (Flaubert Salambo). La belleza compromete a fondo. Su disfrute no soporta lazos temporales o de conveniencia. No es accesible para quienes viven en la inmediatez, la moda, el consumo rápido o el olvido aún más rápido. Como concluye Byung-Chul Han, «la salvación de lo bello es la salvación de lo vinculante» (La salvación de lo bello). La hermosura vivifica cuando se encamina platónicamente a tokos en kalo 'engendrar en lo bello'. Su contemplación no va a sumirnos en pasividad y ensueño, en la mera degustación; debe alentarnos en la acción, la creación, la generación. No es un relajante, un neuroléptico, un somnífero, sino un estimulante de alto voltaje que invita a ser intensamente y a elevarnos por encima de la trivialidad ambiental. La palabra poética renueva sus sentidos, es inmortal y movediza, se metamorfosea continuamente para mantenerse firme en su voz y su mensaje. «La palabra se consuma en la palabra poética. Y se inserta en el pensamiento de quien piensa» (Gadamer Arte y verdad de la palabra).

La voz a ti debida