domingo. 28.04.2024
Un cuento y cuatro novelas NT 01
(Sola, de Carlota Gurt, traducción al castellano de Palmira Feixas, editorial Libros del Asteroide, S.L.U., Barcelona, 2021).

Sola, de Gurt

Acabo de finalizar la lectura de Sola, de Carlota Gurt, y he sufrido tremendo bajón al acabarla. Vamos, como una especie de depresión post-lectum provocada por la intensidad de los últimos días (en su doble acepción, de lectura y de la propia trama).

Nada que decir, excepto que lo he disfrutado.

Advertencia: a partir de aquí el presente capítulo puede destripar de algún modo no sólo parte del argumento (no el final, eso no) sino que también puede revelar ciertos recursos literarios utilizados por la autora para tenernos sumergidos en la necesaria suspensión de la incredulidad.

Lo he disfrutado, decía, no La he disfrutado.

Porque es un cuento, un grandísimo cuento, de muy alto voltaje. Pero no es una novela, es un cuento. Eso sí: un cuento fenomenal y apasionante.

Y nada que objetar a que sea un cuento. Ahí están autores como Sábato (El túnel), Pizarnik (La condesa sangrienta), Mann (La muerte en Venecia) o incluso Hemingway (El viejo y el mar) y cómo no Kafka (El proceso, La metamorfosis) que han trocado la vulgar sencillez que uno podría asociar -erróneamente- a un cuento en una complicada sencillez sólo al alcance de unos pocos elegidos. Y ahí sitúo a la Gurt con su Sola.

Que estaba ante un relato en forma de cuento, algo que Gurt -usando una especie de metaliteratura- va dejando caer como esas migas necesarias para saber salir del bosque encantado con el que la autora nos envuelve, lo acaba dando con esta pista “De la vida puedes esperar lo que les sobra a los pobres y les falta a los ricos [...] Y lo que piensa un muerto.”. Acertijo que no cuesta nada averiguar, pues el propio relato, hasta ese momento aún camuflado de novela, ya lo estaba proponiendo: nada.

Y como en la vida, nada era lo que cabía esperar al final del propio relato, si es que era, como pienso que es, un cuento. Formidable, explosivo, inabarcable cuento. Laberíntico, fantástico y sin sentido cuento. Como la vida.

Al final todo lo que sabremos es nada. No sabremos si la protagonista realmente escribió una novela -portátil destrozado-, ni si a partir del segundo texto que le pasa a Flavio lo que imprimió eran sencillamente hojas en blanco -folios quemados-.

Tal cual pasa con el resto de personajes, que no sólo no se perfilan a medida que avanza la trama, sino que Mei nos los desdibuja. Hace que los veamos -sólo- a través de sus ojos. Ya no son (y eso es lo que busca Gurt sin duda alguna) una representación, sino cada vez más un interpretación.

Hasta que llega la hecatombe, y los personajes desaparecen como licuados en una lluvia emborronadora y torrencial.

La imbricación entre “la loca de Rocacortada” y el personaje que Mei da vida en su novela imaginada (¿imaginaria?) no sólo es cada vez mayor, sino que deviene pura y necesaria simbiosis: “No intentes seguirme. Te mataría -dice Lila, dice Mila, podría decir yo.” Y tan verdad acaba siendo esa simbiosis que, en nuevo giro de metaliteratura, Mei sentirá (¿realiza, representa o interpreta?) lo que (nos) está amagando desde el inicio de la historia.

Una narración precisa, firme, lineal, cronológica (el recurso de nombrar los capítulos es genial), sin otras digresiones que, una vez más metaliteratura, los cuentos de Flavio. Una trama que con temple avanza sin descanso ni respiro. Un dinamismo que no para de tensar y buscar la emoción de lo inmediato (lo no mediado: la experiencia en bruto) que impide (porque Gurt no quiere, no busca ni le interesa) profundizar introspectivamente en el resto de personajes: nada acabamos sabiendo ni de Flavio ni de Manel (¿Son amantes?), ni de Neus (¿Indujo el suicidio del padre), ni de Carlos (a quién quería más ¿A Guim? ¿A Mei? ¿Especialmente a Mei?).

Y toda esa nebulosa acaba desapareciendo en un estallido de supernova que vuelve tan innecesario como inútil y sobrante ya no el mero intentar contestar esas preguntas, sino ni siquiera el hacerlas.

El desenlace es único, y respondamos de una manera u otra a aquellas preguntas, que ya digo que pienso que a Gurt ni le importan ni le interesan, el sentido, la interpretación o incluso la representación del final sigue siendo único: es un cuento.

Excelso, tan perfecto como lo pueda ser. Un gran cuento.

Como dice con acierto mi amigo Jaime Sacasa, que fue quien me prestó el libro recomendándome su lectura:

El cuento más largo de los que ha escrito la Gurt que, en esencia, es una muy buena contadora de cuentos

Novelas que entre ellas dialogan sobre la sociedad del riesgo

Leer Sábado, de Ian McEwan, y casi a continuación Cualquier otro día, de Dennis Lehanne, autor, este último, entre otras de las novelas llevadas al cine Mystic River y Shutter Island, me llevó a ver de una forma diferente la ya tópica expresión beckiana de "sociedad del riesgo".

Ulrich Beck dice que una "sociedad del riesgo" es aquella donde existe "una forma sistemática de hacer frente a los riesgos e inseguridades inducidas e introducidas por la propia modernización", y podemos aceptar que estamos ante una buena definición, o al menos, puedo decir que la comparto. Pero también podemos criticarla en tanto que es una definición sólo descriptiva, más bien negativa, con un sesgo que ciertamente lo podemos encontrar en muchos sociólogos críticos con la modernidad (1), y en mi opinión, además, poco analítica: explica el qué, pero nos deja un poco in albis en cuanto al por qué.

Y ahora entran los dos libros en un diálogo sobre el riesgo.

El médico de Sábado vive en el riesgo de toparse con algo que dañe su vida, conseguida -piensa él- con su esfuerzo y por eso -piensa él- con derecho a tenerla y mantenerla. Y el riesgo, contra el que, en principio, solo usará las herramientas que le procura la sociedad de forma "sistemática" (es decir, estructural e inherente a su concepción de sociedad: la Policía y la Justicia), se le presenta de forma sorprendente, alarmante y necesariamente amenazadora. Termina bien para él: en el proceso gana la experiencia de comprender la amenaza y sus riesgos con cierto coste familiar, en todo caso no vital; pero a la vez, y en cierto modo, acaba mal: la familia debe hacer uso de la violencia particular. Una violencia que, negando de base "su" concepto de sociedad bienestante (una sociedad protegida por la policía y la justicia), permite mantener indemne a la propia familia; pero podría haber acabado peor, y ese posible final peor, de lo que en ningún momento McEwan da argumentos para pensar que podría no haber acontecido, se mantiene en potencia: el riesgo, y su amenaza, siguen en la sociedad.

El policía, y más su amigo negro, de Cualquier otro día no están sometidos al riesgo de una amenaza difusa, como le ocurre al médico. Por el contrario, en su mundo, Boston, año 1919 -con bombas anarquistas, mafias irlandesas y gripe española-, sufrir una desgracia, enfrentarse a un desaprensivo, jugarse literalmente la vida todos los días y en cada momento del día, no es un riesgo impreciso, es una certeza de la que los personajes de Lehanne son bien conscientes: no se plantean "si va a pasar", sino "cuando pasará...".

Aquí, en la contradicción existente entre las sociedades de Sábado y Cualquier otro día radica, para mí, el por qué de que ahora vivamos con plena consciencia en una sociedad del riesgo, y la respuesta no ha sabido encontrarla enteramente la sociología y sí, en cambio, la literatura: como el médico de McEwan, ahora sabemos que tenemos el riesgo de perder aquello -un beckiano y bienestante "estilo de vida"- que en Boston, en un no tan lejano 1919, ni el policía ni su amigo negro podían perder por la sencilla razón de que, fuera de la vida misma, no tenían nada que perder.

Novelas que entre ellas dialogan sobre la condición humana

En otro sentido, pero también de forma insospechada, se han puesto a dialogar en mi pensamiento el protagonista de Alma, de Mouawad, y el de Bartleby, el escribiente, de Melville.

Uno, Debch, para sobrevivir debe hacer; el otro, Bartleby, quiere dejar de hacer y así sobrevivir. Las biografías de ambos autores se imponen, en sentido distinto, sobre sus dos personajes: el horror físico del Líbano de Mouawad aparece de forma explícita en Alma; y la lucha literaria de Melville -de alguna manera también horrorosa por vital y aniquiladora-, creador de la novela contemporánea con Moby Dick (novela que no tuvo el éxito merecido por su estructura moderna y anticipadora), aparece implícitamente bajo la imposibilidad de "novelar" a la forma clásica al personaje: nada sabemos y nada sabremos de Bartleby cuando acabe. Alma es una novela, Bartleby... es una no novela, pero no es un cuento largo (2), es, más que una novela contemporánea, una puerta abierta a otra forma de escribir novela.

No siendo diferentes en su estructura, ya que ambos libros tienen presentación, nudo y desenlace, ni tampoco por su calidad: extraordinariamente alta en ambos casos, algo les separa, y ese algo es lo que quiero analizar y desvelar: la dos caras de la condición humana.

Pero Melville quería, y no podía, escribir una novela -otra novela, pero la sociedad no estaba preparada-, y por eso le sale un no novela sublime: un relato sobre la imposibilidad de escribir una novela saltándose las reglas de la novela contemporánea que él mismo acababa de fundar con Moby Dick. Una novela con un personaje sin biografía -y por eso es una no novela-, donde el no personaje, que ya es pálido al inicio del cuento, va palideciendo (más: va perdiendo su fisonomía, no es un "particular" dice el propio Bartleby de sí mismo, ninguna cosa que le digan u ofrezcan es de su preferencia: se va dibujando por lo que no es, por lo que no dice, por lo que no quiere hacer, y lo hace sin que nada nos permita particularizarlo, hacerlo un individuo, todo lo contrario de Debch, que a medida que avanza va delimitando su biografía, su historia individual que se contará a sí mismo -y de rebote, a nosotros- en tanto individuo particular que es).

Debch (Alma) pasa de la potencia a la acción concreta (potencia positivizada), Bartleby de la acción a la no potencia (potencia negativizada)

Debch se ve impulsado de una vida corriente, sin ninguna preferencia especial por la violencia ni por los ambientes violentos, a buscar a un asesino y vivir en un entorno violento, no por venganza, dice, sólo por saber que el asesino no ha sido él mismo (pequeña digresión: la habilidad que muestra Mouawad para hacer avanzar la tragedia cabalgando la intriga es una constante en todas sus obras: sólo al final sabremos por qué Debch se piensa a sí mismo como posible asesino).

Bartleby pasa de hacer copias magistrales a un escuálido "preferiría no hacerlo..." (mejor en inglés: "I would prefer no to", donde incluso se pierde tanto la acción, “hacer”, como el designador, "lo", y deja totalmente en el aire qué refiere su no preferir).

¿Cuál de los dos, me pregunté, es más humano?

Para Aristóteles, para su ontología, no hay duda: el ser es quien hace que algo ocurra -Aristóteles dice, además, que lo hace voluntariamente-, el agente de que algo pase de la potencia (la facultad que puede hacer posible "algo") a la acción: el pintor cuando pinta, el músico cuando interpreta, el carpintero cuando construye un mueble: la potencia se reconoce en el acto: sin acto no podemos conocer la potencia, no podemos conocer el ser.

En este sentido podríamos decir que Debch cumple con la humana condición (¡tan griega, tan trágica!) de la anagnórisis: la lucha por pasar del recuerdo en potencia -agnórisis- al recuerdo en acto -anagnórisis-. Pero también podríamos decir que eso, ese impulso que nos lleva de la potencia al acto, esa fuerza que lleva a Debch a indagar en sus pasados, el próximo y el lejano, los dos unidos por una brutal y violada herida, no está tan lejos del comportamiento de una ameba, no está tan lejos de la animalidad que también, y necesariamente, nos conforma: de la potencia de tragar la ameba pasará, cuando se encuentra ante algo engullible, ineludiblemente al acto engullirlo, sin que la voluntad tenga nada que decir ni que hacer.

Bartleby, en cambio, opone firmemente su voluntad a pasar de la potencia (de copiar, de comprobar lo ya copiado, de ir a correos, incluso de salir de la habitación) al acto, y se opone con un genérico "I would prefer not to". Tan genérico que, fuera de ejercer violencia física –legítima o no–, es de imposible apelación.

¿No es más demostrativo de la existencia de la voluntad del ser ese "querer no (hacer)" algo, o mejor, cualquier cosa? ¿No es precisamente esa voluntad de "no (hacer)" lo que que nos distingue, aquí sí, profunda y radicalmente del resto de los animales?

Si encontramos muy humano el deseo de saber, especialmente de saber quién, qué y por qué somos lo que somos y como somos (quién, qué y por qué es eso que existe en mí), quizás todavía sea más humano, en tanto que nos distingue del resto de seres vivos, el saber usar el "prefer not to" (intraducible en su potente generalidad: “preferir no”, más drástico, más dramático, incluso más trágico que “no preferir”), el saber oponer la voluntad de preferir no -usar- las potencias al impulso de preferir convertirlas a toda costa en acto.

En la no novela que escribió Melville, su no personaje acaba siendo la mejor representación de qué es ser ser humano: aquel que puede oponer la voluntad de no hacer a la voluntad de hacer. Y así su no novela deviene una nueva y hasta entonces, sino imposible, improbable forma de escribir novelas. Si Melville con Moby Dick fundó la novela contemporánea, con Bartleby, el escribiente creó y abrió una puerta para las siguientes generaciones de escritores de novelas, un claro en el bosque que les conduce a una nueva época: la edad de la libertad (3).


(1) “Modernización se refiere a los impulsos tecnológicos de racionalización y a la transformación del trabajo y de la organización, pero incluye muchas cosas más: el cambio de los caracteres sociales y de las biografías normales, de los estilos de vida y de las formas de amar, de las estructuras de influencia y de poder, de las formas políticas de opresión y de participación, de las concepciones de la realidad y de las normas cognoscitivas. Para la comprensión sociológica de la modernización, el arado, la locomotora de vapor y el microchip son indicadores visibles de un proceso que llega mucho más abajo y que abarca y transforma toda la estructura social, en el cual se transforman en última instancia las fuentes de la certeza de que se nutre la vida (Koselleck, 1977; Lepsius, 1977; Eisenstadt, 1979). Es habitual distinguir entre modernización e industrialización. Por mor de la simplificación lingüística, aquí hablamos por lo general de «modernización» en el sentido de un concepto superior”, (La sociedad del riesgo, Ulrick Beck, Ed Paidos, 2006, nota 1). Es evidente el punto de maledicencia que, por omisión y al situar el riesgo en la Modernización, vierte Beck con esta descripción sobre el proceso que venimos a llamar Modernidad, olvidándose de todo lo que ha permitido que las amenazas de tiempos anteriores, sociales, pero también -o sobre todo- sanitarias, hayan quedado, sino desaparecidas, muy atenuadas gracias, precisamente, a lo que llamamos "la modernidad".
(2) En la novela, a diferencia del cuento, existe la necesidad de un pasado, de una biografía que explique los hechos, que de algún modo se presente como la base y cimentación de una relación de causa efecto -por irracional que sea-, y a pesar de que esta biografía no quede totalmente explícita, debe existir en la mente del autor para dar cuerpo y dimensiones a los personajes; en el cuento no es necesario, o más bien, sería contraproducente.
(3) Es común hablar de edades, siendo las fechas límite más acordadas las siguientes: la Prehistórica (previo al 3000 aC), Antigua (3000 aC – 476 dC), Media (476 dC – 1492 dC), Moderna (1492 dC – 1789 dC) y Contemporánea (1789 dC – actualidad). Si la edad Antigua duró 35 siglos, la Media 10 siglos, la Moderna tres siglos, tal vez sea el momento de pensar si la Contemporánea (que, si hiciéramos caso a su nombre, sólo duraría 25 años, una generación) debería dejar pasar a otra. Melville, con su Moby Dick, inició la edad Contemporánea de la literatura, y posiblemente puso la base para una nueva edad aún en lucha por acabar de nacer, la de la Libertad, y lo hizo con una novela que, pareciendo una no novela, prefiriendo no hacer una novela contemporánea, de la mano del escribiente Bartleby despejaba el camino para mil nuevas formas de escribir novelas.

Un cuento y cuatro novelas