viernes. 03.05.2024
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Sé que con lo manifestado voy a levantar ampollas. Pero es que ya estoy harto de que en nombre de una identidad comunal con la que se nos pretende adscribir unos nacionalismos, unas nacionalidades, unas religiones y unas lenguas, que en detrimento de nuestra capacidad de razonar nos llevan a tener que comportarnos como un miembro más de la manada, los que discrepan con estos condicionamientos culturales tengan que ser considerados como infieles. Estoy harto de que en función de las circunstancias en las que estas adscripciones se gestaron, sólo hayan servido como justificación con la que podernos combatir. Y sobre todo estoy hastiado de las actividades de unos sujetos, que en función de las expectativas y promesas con las que manipulan a las masas, generan en ellas unas identificaciones grupales que conllevan, que los que no hayan sido abducidos, no puedan convivir en el mismo barco. Hemos de concienciarnos que las lenguas, las culturas y hasta las religiones constituyen unas sombras que como ocurrió en la Caverna de Platón, nos impiden ver lo que verdaderamente existe en nuestro alrededor.

El 1 de agosto del pasado año leí en este periódico digital, un artículo de Víctor Moreno titulado "Identidad patriótica, ¿para qué?" Una crónica en la que al igual que aquélla que mencioné en el artículo anterior, ambas concuerdan con los que al respecto pienso. De su texto recojo lo siguiente:

Si algo han demostrado estas identidades a lo largo de la historia es que son inútiles para salvaguardar la especie. Tampoco han servido como trampolín para conformar una humanidad menos asesina. Las identidades patrióticas han conseguido manchar con sangre todos los mapas del mundo.

Por otra parte:

La tesis del libro "Las identidades asesinas", de Amin Maalouf, era que la afirmación de unos ha llevado a la negación de los otros. Y ello en nombre de una etnia, una patria, un país, una lengua o una religión. Y ni la etnia, ni la patria, ni el país, ni la lengua, ni la religión tienen culpa alguna. 

De todas estas identidades, destaca la llamada patriótica o nacional, que se visualiza con símbolos, escudos, banderas, estandartes, himnos y, en otro orden menor pero igual de sustancioso, remitiendo al folclore, la jota, la sardana, la muñeira, la gastronomía y, por supuesto, la tradición resuelta en procesiones y romerías, es decir, en eventos diversos tanto laicos como religiosos.

¿A qué nos conduce la identidad patriótica? ¿A ser mejores ciudadanos? No lo parece

¿A qué nos conduce la identidad patriótica? ¿A ser mejores ciudadanos? No lo parece. La historia desde luego no lo confirma. Por tanto, si esa identidad patriótica lo que genera son hábitos y comportamientos perjudiciales para la convivencia, convendría fumigarla. Su pulgón interior ha de pudrir el fruto que salga de ella. Si la identidad patriótica no fomenta ni siquiera la buena educación, el uso decoroso del lenguaje y el respeto hacia quienes son diferentes, ¿a qué viene tanta parrafada sobre su importancia?

La identidad ética -y ésta es por tanto personalizada-, es esa que cada persona debe construirse a lo largo de su vida; no depende del Estado, ni de la Patria, ni de la Nación. Depende de cada uno y está relacionada con la voluntad personal, con la libertad y con el “atrévete a pensar” kantiano.

En este artículo se dice mucho más; y mucho más podría yo añadir, si no fuera porque sé, que ante los intereses subjetivos y el adoctrinamiento de los que se aprovechan de la naturaleza de las masas, sería inútil sacar a colación el Dilema del erizo, escrito por Arthur Schopenhauer. Circunstancia por la que considero que es llegado el momento de poner FIN DE LA SERIE.

De las nacionalidades históricas (XII)