viernes. 17.05.2024

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“Vivir una mentira te reducirá a ser una mentira”, dijo la escritora estadounidense, Ashly Lorenzana. Si nos implicamos en el relato torticero de que impedir que los jueces impunemente prevariquen es atentar contra la independencia del poder judicial y que denunciar que determinados medios difundan noticias falsas y difamatorias es ir contra la libertad de expresión, estaremos viviendo en una mentira que pronto socavará hasta su extinción material a la democracia. La normalización de la idea de que los jueces y los procesos judiciales no pueden ser cuestionados, como si el poder judicial debiese ser inmune a la crítica en un Estado de derecho y la verdad judicial aceptarse como verdad única, irreversible y definitiva, mantener este prejuicio, que protege a los intereses fácticos posfranquistas, nos degrada a la categoría de pobre gente, que es como en la novela de Bruno Arpaia titulada Il fantasma dei fatti, se afirma que Mussolini definía a los italianos. Tampoco hay mucho recorrido para la sorpresa cuando la propia Constitución española de 1978 omite de forma clamorosa el principio de imparcialidad de los jueces, mientras que, paradojas de la vida, lo prevé expresamente en el caso del Ministerio Fiscal y de los propios funcionarios públicos al servicio de la Administración. Quien ha de ser el más imparcial (el juez) es al que la Constitución menos se lo exige. Paradojas constitucionales. 

Los “guerreros abnegados”, según Noam Chomsky, y sus políticas sirven a las personas sustanciales y desdeñan o perjudican a la población subyacente y las generaciones futuras

Willy Brandt advirtió: “Necesitamos, en el sentido de la propia responsabilidad y de la responsabilidad común, más democracia, no menos.” Existe, por ello, un estímulo antidemocrático cuando ese sentido de la responsabilidad se volatiza en virtud del sesgo autoritario de conseguir unos objetivos políticos orillando el formato democrático de la vida pública y la misma política como forma dialéctica de poder. Ahora, el manto de aparente imparcialidad judicial no es suficiente para alejar las sospechas de lawfare en la causa abierta contra Begoña Gómez; como tampoco lo fue en otros casos de la última década, siempre con las mismas personas afectadas: responsables políticos de izquierdas. 

El reciente archivo de la causa contra Mónica Oltra, ex vicepresidenta del Gobierno valenciano, que tuvo que dimitir por su imputación, ha sido el último de una retahíla de casos con un mismo patrón: apartar a ciertos políticos de izquierdas de las instituciones. Así, se puede citar, entre otros, a Podemos, con la macrocausa Neurona; el Sindicato Andaluz de los Trabajadores (SAT), pasando por los Comuns, Ada Colau, Isa Serra, Alberto Rodríguez o Victoria Rosell. La persecución judicial a Podemos, en un lawfare de manual, se producía mientras se descomponía el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), en funciones desde hace más de cinco años, entregado en cuerpo y alma a hacer política con y para el Partido Popular. Son acciones que vienen de lejos. El 20 de febrero de 2003, el juez Juan del Olmo, de la Audiencia Nacional, ordenó cerrar el único periódico que entonces se editaba en euskera, el diario Egunkaria, por considerar que era un instrumento al servicio de ETA. Siete años después, todos los imputados fueron absueltos y se archivó la causa. Archivar unas diligencias no concede al dueño de las puñetas la impunidad, como ahora ocurre, ya que el estropicio en casi todos los casos está ya infligido. Imputar a alguien mediante débiles indicios y con intencionalidad política es una condena sin presunción de inocencia y, sobre todo, irreparable. Es someter al implicado a la inquisitorial diffamatio y suspicia que establecía la presunción de culpabilidad, onus probando, mediante un proceso fundamentado en una opinio malis.

Ese discurso canalla de tratar al contrincante en la vida pública como un malhechor, en el que se ha instalado la derecha política y fáctica, es el final de la política y la muerte de la democracia, pues sitúa el debate de la vida pública en términos guerracivilistas de vencedores y vencidos, juzgadores y reos, verdugos y ajusticiados, donde el discrepante hay que abismarlo al nubloso espacio del delito y la disidencia política a las puñetas definidoras del código penal. Esta fase de radicalización autoritaria del conservadurismo carpetovetónico encierra un peligro muy real para la convivencia democrática, que es lo que pretenden destruir. Los “guerreros abnegados”, según Noam Chomsky, usando la terminología de Thorstein Veblen, y sus políticas sirven a las personas sustanciales –minorías fácticas- y desdeñan o perjudican a la población subyacente –mayorías sociales- y las generaciones futuras. También pretenden aprovechar sus actuales oportunidades para institucionalizar sus políticas, de tal modo que no será tarea fácil reconstruir una sociedad más humana y democrática.

Los excesos verbales, la agresividad argumental con modelos de los años treinta del pasado siglo, el maniqueísmo excluyente entre buenos y malos españoles, la consideración de enemigos de España a los que no comparten las ideas derechistas, la manipulación de los poderes del Estadosingularmente el poder judicial, para criminalizar al adversario político, la estimación del franquismo y su acto inaugural del 18 de julio como fuente legitimadora del actual poder constituido, configuran un artefacto ideológico tendente a vaciar la vida pública mediante espacios de autoritarismo predemocrático. 

Vivir en la mentira