viernes. 26.04.2024
ETA
Grafiti en Alsasua (Navarra)

Creo recordar que a mitad de la mañana del día 20 de diciembre de 1973 nos echaron del Instituto debido a una serie de sucesos graves que nadie fue capaz de explicarnos. En vez de ir a casa, un grupo de amigos nos fuimos a un paraje maravilloso que hay a dos kilómetros de Caravaca. Sólo después, cuando llegamos a nuestro domicilio a la hora de comer, nos enteramos de que había muerto el almirante Carrero Blanco víctima de una explosión de butano. Eso es lo primero que oí, una explosión de varias bombonas de butano. Más tarde, ante los rumores que se habían extendido por las redacciones de los periódicos, la dictadura reconoció que el segundo hombre del régimen había muerto a consecuencia de una bomba de ETA. Recuerdo, mucho revuelo en el pueblo, comentarios por todos lados, incertidumbre y a mi padre oyendo por la noche lo que decían Juan Antonio Ramírez y Adelita del Campo desde Radio París. Yo era un chaval de doce años, me preocupaba el rostro serio de mi padre, pero mi verdadera preocupación era que al día siguiente jugaban el Caravaca C. F y el Real Murcia C. F., por entonces en primera división y con un gran equipo.

Se declararon varios día de luto en todo el Estado español como por entonces gustaba decir a los franquistas. Pese a ello, al día siguiente acudimos al campo de Villapatos donde asistimos entusiasmados a la llegada del equipo pimentonero. La muerte del segundo de Franco nos importó un carajo hasta que acudieron los municipales y la guardia civil con la orden expresa del Gobernador Civil de prohibir el partido. Se armó la de Dios es Cristo. Pitidos, gritos, invasión del campo, algo muy habitual en los encuentros de máxima rivalidad, pero inédito en cualquier otro tipo de circunstancias. Los ánimos iban caldeándose conforme pasaba el tiempo. Una y otra vez la policía llegaba con la orden desalojar, hasta que por fin, dado el estado emocional de los futboleros, el Alcalde logró que el Gobernador autorizase el evento deportivo, que se desarrolló con verdadero regocijo de los asistentes. Luego, llegó la Navidad y con ella se evanesció Carrero Blanco que tanto había hecho por el nacional-catolicismo.

Nunca lamenté la muerte de Carrero. Primero por la edad, después porque pese a ser un crío sabía lo que era la dictadura, sobre todo cuando la noche después del atentado vi cómo mi padre se encerraba en su despacho durante horas para expurgar su biblioteca y dejarla limpia de cualquier libro sospechoso. Salió a las cuatro de la mañana y en compañía de un amigo los bajó a un lugar seguro, donde permanecieron, junto a una gran reproducción del Guernica, hasta después del golpe de Estado de 1981. Durante muchos días mi padre recibió avisos de amigos muy vinculados al régimen sobre registros y represalias.

ETA, grupo con fuerte raigambre sacerdotal, creía tener una misión supraterrenal que le autorizaba, en nombre de la patria y la bandera, a quitar vidas según le viniese en gana. La desaparición de Carrero cuando la decrepitud de Franco era más que notoria, sólo fue considerada como un golpe al régimen por aquellos que no conocían su estructura esencial, una estructura corrupta en la que se unían la banca, la gran industria y la oligarquía tradicional más una parte del pueblo que había recibido pequeños beneficios clientelares de supervivencia. Eliminar a Carrero fue considerado en aquel tiempo por muchos como un acto que limitaba la posibilidad de subsistencia de la dictadura sin el dictador mequetrefe y sanguinario. La realidad ha demostrado mucho tiempo después que la oligarquía y las redes de corrupción del franquismo iban mucho más allá del propio Franco, que habían alcanzado un desarrollo y un número de clientes de tal envergadura, que difícilmente serían erradicadas sin una voluntad democrática decidida del pueblo español y una acción de gobierno sin complejos ni miedos.

Una día de enero de 1984 paseaba con mi hermano por el barrio de Argüelles. Oímos un montón de disparos y nos miramos con la cara helada. Inmediatamente salimos corriendo hacia el metro más cercano. En el trayecto pasamos muy cerca de donde habían asesinado al general Quintana Lacaci, quien tres años antes había ordenado al general Juste que mantuviese acuartelada a la División Acorazada Brunete que se disponía a ocupar Madrid por orden de Milans del Bosch. Luego vendría el asesinato del senador Enrique Casas, del catedrático Tomás y Valiente, de Ernest Lluch, Gregorio Ordóñez, Fernando Buesa y Miguel Ángel Blanco, en uno de los actos de sadismo criminal más atroces de los acaecidos en la Europa democrática. Entre tanto, ETA había volado un furgón en la puerta del cuartel de la guardia civil de Zaragoza, había introducido otro en el de Vic y otro más en un Hipercor de Barcelona, causando decenas de muertos que nada tenían que ver con ningún tipo de conflicto. Cientos de policías, militares y ciudadanos de oficio desconocido murieron o vivieron aterrados durante décadas por una banda de pistoleros que, como ha sucedido tantas veces a lo largo del tiempo con los iluminados hispanos, creyeron en el axioma nauseabundo que afirma que “cuando peor, mejor”. Si la democracia española vivió durante años agitada por el ruido de sables, por las conspiraciones de la oligarquía irreductible, por la crisis económica, en esos momentos más delicados ETA sembraba las calles de más secuestros, más disparos en la nuca, más bombas, más amenazas en una espiral de sangre que no podía responder a ninguna ambición política legítima, sino simplemente a demostrar su poder haciendo visible su trágica capacidad para matar y destrozar vidas para siempre.

ETA fue un movimiento reaccionario de profunda raigambre española. Intolerante, mesiánico, cruel hasta la saciedad, frío, paranoico, obsesivo y ajeno a cualquier gesto de humanidad

Tras la llegada de la democracia, ETA decidió apretar el acelerador del terror presumiendo que la endeble democracia española sucumbiría a los poderes fácticos, posibilitando entonces la independencia del País Vasco que se convertiría en una arcadia feliz bajo el mando de Henri Parot, Kantauri, Ternera, Potros, Chaos o Kubati y la bendición apostólica del obispo Setién. No fue así, el Estado venció pese al silencio y la complacencia de muchos que vieron posibilidades de rédito en el bestialismo etarra, pero el precio a pagar fue muy caro. Miles de vidas arruinadas, demolidas, extinguidas y el desplazamiento ideológico de una parte del electorado a posturas cada vez más conservadoras y partidarias de la mano dura, lo que posibilitó el ascenso al poder de partidos herederos del franquismo que ni han condenado la dictadura ni lo tienen previsto en los próximos años.

ETA fue un movimiento reaccionario de profunda raigambre española. Intolerante, mesiánico, cruel hasta la saciedad, frío, paranoico, obsesivo y ajeno a cualquier gesto de humanidad. La desaparición de la banda criminal de la que ahora se cumplen diez años, fue quizá uno de los días más grandes de las últimas cuatro décadas, un día que perfectamente podría ser declarado como Fiesta Nacional en memoria de las víctimas inocentes de tanto odio. Sin embargo, para algunos que aspiran a gobernar España, ETA sigue viva, más viva que nunca, tanto como haga falta para que el fuego siga ardiendo y dé los resultados pretendidos. Pura barbarie hispana en pugna con la razón y la generosidad de un pueblo que ha sufrido mucho y no se merece sufrir más. Por otra parte, mal, muy mal harán los dirigentes vascos si sólo se dedican a pasar página como hizo la transición con el franquismo. Hay que explicar que pasó y decir quienes fueron los responsables de ese infierno que durante tantos años condicionó dramáticamente la vida de los vascos y de los españoles en general. No sirve echar tierra sobre la historia, en ningún caso.

ETA o la inhumanidad hispánica