viernes. 04.10.2024
FEIJOO_AZNAR

Apareció el expresidente de Gobierno, José María Aznar, utilizando ese tono grandilocuente, solemne-apocalíptico que siempre ha utilizado cuando se ha presentado a convocar una de sus cruzadas. Él es un hombre muy de cruzadas. Tal vez fruto del ambiente familiar franquista-falangista respirado en su casa. Y en esas ocasiones actúa imbuido del dogmatismo, propio de su formación nacionalcatólica.

Una vez más, se atribuye el papel de salvador de la patria, y lanza un llamamiento -casi bélico- a la movilización general contra una iniquidad del Gobierno progresista en funciones que en ningún momento se ha producido, y que él da por hecho, como ha dado por hechas tantas cosas que después resultaron ser falsas.

Cuando Aznar aparece con esa actitud de llevar bajo su ropa (cual Supermán) el traje del Guerrero del antifaz, siempre es para convocar a una cruzada

Es una treta. Aquí hasta ahora el único que ha hablado de amnistía, por ejemplo, es Puigdemont (quien a su vez ha negado que haya ninguna negociación abierta). Y lo hace al explicar sus condiciones para apoyar una investidura. Por cierto -como la única investidura que está sobre la mesa es la de Núñez Feijóo- es de suponer que las condiciones de Puigdemont se dirigen en primer y principal lugar a Feijóo, que además primero había manifestado su intención de plantear negociaciones con Puigdemont, y después ha reconocido que ha mantenido reuniones para recabar sus votos.

Cuando aparece Aznar con esa actitud de llevar bajo su ropa (cual Supermán) el traje del Guerrero del antifaz, siempre es para convocar a una cruzada. Por eso no está mal que recordemos algunas de las diferentes cruzadas en las que Aznar ha participado.

La primera es aquella de 1979 en la que, actuando de neófito escribiente, se despacha en los famosos siete artículos en el periódico “La Nueva Rioja”, en los que desarrolla una campaña espontánea dedicada a la descalificación del nuevo sistema político democrático, en la que -aparte de un análisis apocalíptico irremediable sobre la situación económica, que él atribuye a la democracia-, carga contra la Constitución, a la que falsamente acusa de no haber sido debatida en el Parlamento, y sobre la que demuestra no tener el más mínimo conocimiento, a no ser que lo que tenga sea una más que probable malquerencia. Dice de ella:

“Tal como está redactada la Constitución, los españoles no sabemos si nuestra economía va a ser de libre mercado o, por el contrario, va a deslizarse por peligrosas pendientes estatificadoras y socializantes, si vamos a poder escoger libremente la enseñanza que queremos dar a nuestros hijos o nos encaminamos hacia la escuela única, si el derecho a la vida va a ser eficazmente protegido, sí el desarrollo de las autonomías va a realizarse con criterios de unidad y solidaridad o prevalecerán las tendencias gravemente disolventes agazapadas en el término nacionalidades”.

La Constitución no ha cambiado, pero él, sin mediar la menor autocrítica, se ha convertido en el adalid de la Constitución, interpretada, eso sí, a su manera y conveniencia.

Otra cruzada fue la de una política económica en la que estrujó hasta la asfixia los derechos de los trabajadores y favoreció las privatizaciones de servicios públicos. Y en la que predicó un supuesto milagro económico (el de Rato), a base de vender todas las empresas rentables públicas, o en las que el Estado tenía una participación relevante. Por ejemplo, en 1997 terminó la privatización de Repsol -que había comenzado Solchaga en 1989-, vendiendo el 74% que le quedaba al Estado en la petrolera. La operación total (del 100%) supuso para el Estado un ingreso estimado de unos 750.000 millones de pesetas, mientras la suma de los beneficios de 1997 al 2000 fue de 845.000 millones de pesetas: una venta que fue hacer un pan como unas hostias. Entre 2002 y 2022 Repsol ha obtenido unos beneficios de 44.131 millones de euros: un promedio estadístico de 2.103 millones de euros anuales, que han dejado de percibir las arcas públicas.

Si a eso sumamos Telefónica, Hispasat, Tabacalera, y el resto de empresas públicas privatizadas, nos salen unos resultados que disuaden a la hora de sumarse a las cruzadas de Aznar. Se podrían incluir otras muchas cruzadas, mayores o menores, desde la ley del suelo que fomentó la catastrófica burbuja inmobiliaria hasta otras muchas, que no nos dan motivos para seguir a Aznar a sus batallas.

Pero hay otras tres cruzadas que, si las analizara con un poco de conciencia, el sentido de la vergüenza le recomendaría no volver a presentarse en público, y menos a convocar a nada a los españoles:

Una es la del hundimiento del Prestige, cuyo tratamiento supuso una agresión al medio ambiente y a la biodiversidad marinas, mucho mayor que la del propio vertido del accidente.

La otra fue la de su participación activa -y hasta orgullosa- en la declaración de la guerra injusta, ilegítima e ilegal contra Irak. Y aquella solemne e inolvidable defensa que -mirando directa e intensamente a cámara- hizo ante los españoles, garantizándonos que existían en Irak armas de destrucción masiva (que, por cierto, aunque existieran, ni a él ni a Bush ni a Blaire les daba derecho a declarar una guerra al margen del derecho internacional: EEUU también dispone de armas de destrucción masiva, por ejemplo). Aquella mentira a sabiendas, y probablemente guiado por promesas e intereses puramente personales y familiares, le quitó toda credibilidad a cualquier convocatoria del personaje.

Una maldita cruzada que nos acarreó graves consecuencias, con los atentados del 11 de marzo de 2004. Y allí también Aznar se lució, mintiendo reiteradamente a los españoles sobre la autoría de dichos atentados. Tal vez también lo hacía montado en lo que él llama ahora “el espíritu de Ermua”, aunque la realidad era el “espíritu” de ganar las elecciones a costa de la mayor inmoralidad: la mentira sobre un hecho trágico que nos conmocionó a todos.

Aznar con sus cruzadas solemnes, y Feijóo, con sus marrullerías, demuestran el poco valor que para ellos tiene nuestro sistema democrático

En su aparición, llamando a una nueva cruzada contra un presunto acuerdo del Gobierno de progreso en funciones con los independentistas catalanes, que aún no se ha producido, y sobre el que el presidente del Gobierno ni se ha pronunciado, Aznar introduce el “espíritu de Ermua”, sin venir a cuento. Él, por cierto, que poco después del asesinato de Miguel Ángel Blanco -y pasando del “espíritu de Ermua”- llamaba a ETA “Movimiento Vasco de Liberación”, y acercaba a Euskadi a presos de ETA… Y ese mismo Aznar, que con los ejemplos citados, se revela como una persona sin principios, es el que ahora inicia una maniobra peligrosa, y nuevamente mentirosa.

Peligrosa porque trata de echar a paladas sal gruesa sobre la delicada coyuntura política por la que atraviesa España, que si de algo necesita es de un análisis muy fino y de un tacto exquisito, para aprovechar cualquier posibilidad de progresar en la pacificación definitiva a los conflictos territoriales.

Y mentirosa, porque lo que trata es de confundirnos, una vez más. Intenta sacar el foco de la investidura de Feijóo, para orientarlo hacia la de Pedro Sánchez, cuando ni siquiera está propuesta. Porque ahora el candidato es Alberto Núñez Feijóo, que en lugar de estar aprovechando el mucho tiempo que pidió para negociar su nombramiento, lo que hace es dedicarlo a hacer oposición con los trucos ya conocidos: predicar el apocalipsis, y tratar de movilizar a la gente, no para que apoyen su investidura, sino para que presionen y boicoteen la de Pedro Sánchez, que aún no está en la escena, ni sabemos si lo va a estar.

Aznar, igual que poco antes Núñez Feijóo, lo que está constatando es la convicción de que la de Feijóo es una investidura fallida. Y en lugar de renunciar honradamente a ella, lo que se dedican es a jugar con nosotros, a jugar con la democracia, para intentar ganar tiempo, empleado en hacer campaña y en alimentar una vez más la sociedad del malestar, no sólo para obstaculizar el funcionamiento de nuestro sistema de convivencia, sino para tratar de ganar votos en una eventual repetición de elecciones. O, lo que es peor, para intentar organizar un tamayazo (ya lo anunciaron González Pons y Bendodo), como hicieron con los dos prófugos de UPN en la votación de la reforma laboral. Aznar con sus cruzadas solemnes, y Feijóo, con sus marrullerías, demuestran el poco valor que para ellos tiene nuestro sistema democrático, porque están devaluando la política a una partida de póker, de tahúres profesionales.

Las cruzadas de José María Aznar