viernes. 26.04.2024

Maldiciones bíblicas

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El muy honorable Puigdemont acaba de lanzar desde su celda en Neumünster el mensaje de que, estando preso, es (y somos todos los catalanes con él) más libre de espíritu que nunca

El “relato” del independentismo catalán, ese ingrediente tan importante según los expertos para la eficacia del planteamiento reivindicativo de fondo, tiene fuertes puntos de contacto con dos de los relatos más exitosos del canon cultural de la humanidad: de un lado la aventura de Don Quijote, que un buen día optó por hacer abstracción de las coordenadas que limitaban su existencia y se trasplantó a sí mismo a una esfera más alta, para su desgracia desconectada de la realidad factual; de otro lado, el Éxodo de los israelitas desde el Egipto que los esclavizaba hacia la Tierra Prometida, donde les esperaba una vida más armoniosa y feliz si conseguían mantener la unidad de propósito y la unidad de mando que garantizara la protección permanente de Jehová.

El muy honorable Carles Puigdemont acaba de lanzar desde su celda en Neumünster el mensaje de que, estando preso, es (y somos todos los catalanes con él) más libre de espíritu que nunca, y que la jornada del 1-O, de la que ayer se cumplieron seis meses justos, marcó un punto de no retorno en la peripecia de un pueblo hacia su independencia.

No serviría de nada, pero mi primera reacción es gritarle, como un moderno Sisco Pança: “¡Mire vuesa merced que no son gigantes, que son molinos!” Da la sensación de que Puchi está empeñado en una batalla ficticia contra un enemigo ficticio también, pero que las aspas muy reales del molino de viento que no ve lo van a apalizar de todos modos, sin que él llegue a ser consciente de qué manera.

De otro lado la aventura del Éxodo, vista en perspectiva, acabó bastante mal. Hubo una travesía del desierto de cuarenta larguísimos años sobrellevados gracias a la intendencia puntual de maná y al complemento proteínico suministrado por las plagas de langostas; se hicieron coyunturalmente sacrificios al becerro de oro; Moisés no llegó a ver nunca la Tierra Prometida, y Josué hubo de detener el curso del sol durante algún tiempo -hazaña que tiene cierto regusto a las modernas horas extraordinarias- para poder ganar la batalla decisiva. Aun así, diez de las doce tribus que emprendieron el fatigoso camino hacia la autorrealización se perdieron para siempre, y siglos después del éxodo sobrevino la diáspora, que fue en todos los aspectos mucho peor que todo lo anterior.

La connotación de Pueblo Elegido acarrea consigo una maldición, tanto desde las leyes de la caballería a las que atendía escrupulosamente Don Quijote, como desde las de la Biblia en verso, que arrastraron a los judíos a varios holocaustos sucesivos antes de situarlos en la privilegiada situación que ocupan ahora, en la que su principal distracción parece consistir en masacrar palestinos.

Sería este un buen momento para reflexionar sobre si es eso lo que queremos, como colectivo. Dicen algunos que los pueblos felices son aquellos que no tienen historia. No llego yo a tanto, pero sí me veo capaz de sostener que son más felices los pueblos capaces de contener su historia en sus justos límites, sin dejar que la emoción por el pasado se desborde y encharque el presente.

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