El poder dominante se perpetúa desviando el conflicto de aquellos espacios que ponen en peligro su hegemonía porque muestran las contradicciones sistémicas de forma más enjundiosa
Decía Chamfort que lo único que impide a Dios mandar un segundo diluvio, es que el primero fue inútil. Existen vocaciones decadentes, que siempre suponen un instinto que aboca a la desnaturalización. Ha sido el drama de esa burguesía en España, hija de los volterianos y alumna de los jesuitas, como la definía Azaña, nacida de la revolución liberal del siglo XIX, que no llegó a formar un tronco social, ni a poseer a fondo el gobierno, ni a gobernar con doctrina y miras propias, ni a sobreponerse a los poderes contra los que originariamente se rebeló y cuyo quebranto y sumisión eran el primer artículo de su dominio: la corona, el ejército y la tutela política de Roma. La alianza histórica de grupos y opciones políticas con los agentes de su propia destrucción tiene obligado corolario en la condena a no ser o a ser otra cosa, que es lo mismo. El poder dominante se perpetúa desviando el conflicto de aquellos espacios que ponen en peligro su hegemonía porque muestran las contradicciones sistémicas de forma más enjundiosa.
Cuando Luis Cernuda escribe: “soy español sin ganas”, se está refiriendo al desgarro emocional, intelectual y humano que supone vivir bajo el celaje de esa España minoritaria, cerril, truculenta, estamental y excluyente que reacciona con irracional violencia a todo cuanto se oponga a ella. Es esa España que vive de la resignación de la mayoría, generadora en los más de “la vida como un naufragio constante” según Ortega o de la que nos advertía el poeta César Vallejo al afirmar: “Cuídate, España, de tu propia España.” La derecha nacional más retardataria, y que es la única que ha existido en España desde que en el amanecer del siglo XVIII se optó, en lugar de por un sistema de gobierno como el holandés o el inglés, por una monarquía absoluta al estilo borbónico galo, ha consolidado siempre regímenes muy poco permeables a la centralidad democrática del poder a favor de las minorías organizadas que configuran el viejo estigma proclamado por Joaquín Costa como oligarquía y caciquismo. Y ha sido este modelo ideológico y sectario de España entre asonadas y guerras civiles el impuesto a horca y cuchillo no admitiendo ningún pensamiento crítico ni otra concepción de la nación, considerando a los no afectos como la antiespaña, los malos españoles, los enemigos de la patria.
Es por ello que hemos asistido a la impuesta abolición del choque social, del blindaje de los poderes económicos y estamentales mediante la extinción ideológica del conflicto entre pobres y ricos, entre plutócratas y trabajadores, reproduciendo a todos los niveles el drama tradicional de las clases medias y populares de ser despojadas de su propia conciencia como tales y, consecuentemente, empujadas a la invisibilidad social. De hecho, la categoría “clase social” ha desparecido del léxico sociológico y político y, por tanto, de la distribución de poder en la sociedad. Los análisis y el debate se han centrado en categorías de poder, como género, raza y nación, entre otros, basándose las reflexiones y los instrumentos de la acción política en las causas y las consecuencias de que los hombres tengan más poder que las mujeres; que una raza tengan más poder que otra; o que ciertas naciones tengan más poder que las restantes.
Puesta la centralidad del formato polémico de la vida pública en la desnaturalización de las clases sociales, de la distribución del poder y, como efecto natural, de los instrumentos políticos de representación ciudadana, la crisis económica, devenida en crisis política, institucional y social, ha supuesto un acrecentamiento tan desequilibrado del poder de las élites dominantes, una eclosión tan desproporcionada de las excrecencias mórbidas del sistema como la extensión de la pobreza, la desigualdad y la constricción de los derechos cívicos, que la ciudadanía ha desarrollado un absoluto desafecto hacia un régimen político que percibe como promotor de todos sus males.
En este ámbito, la izquierda, prisionera de sus compromisos con el régimen de poder, incardinada a un conservadurismo que ha desmontado su capacidad de pensamiento crítico a cambio de una escolástica que le facilita su adaptación al sistema, sufre una crisis de posición y función en la sociedad difícil de sobresanar si no recuperan a tiempo los modelos ideológicos y la voluntad de transformación social que deberían constituirlas. Pero ello es sumamente difícil con la abolición de la conciencia de clase y el extrañamiento del mundo del trabajo de los órganos de poder y decisión.