viernes. 26.04.2024

¡Felicidades, majestad!

rey

Ser republicano es fácil y lógico; la opción siempre está ahí. Ser monárquico es difícil e ilógico; no se llega a entender, ni todos tienen la opción de serlo; no todos tienen un rey

En el discurso de proclamación ante la Cortes Generales el 19 de junio de 2014, S.M. utilizó, dos veces, la expresión: “un tiempo nuevo”. La frase, la idea, el sueño, estaban de moda; incluso, había un programa de televisión con un nombre idéntico: Un mundo nuevo. Pero pronto todo se esfumó. La desmedida aceleración del nuevo milenio dejó atrás las esperanzas y los sueños se desvanecieron. El programa dejó de tener audiencia y desapareció.

Nada dura lo suficiente. Nadie expone con claridad lo que quiere, y lo que cree. No hay ideas, y, si las hay, no salen a la luz. Porque… ¿quién da voz a los que piensan, a los que piensan de otro modo, a los que piensan sobre asuntos distintos, a los que ignoran la agenda-setting?

Se habla y se escribe sin decir nada; sin aportar nada; palabras vacías, eslóganes correctos de sonido poético, modesta y ocultamente grandilocuentes. Hay quienes se desgañitan furiosos e indignados con lo injusta que es la vida en uno de los países donde mejor se vive. Y otros que, con una sobrada complacencia, enumeran en letanía los valores de un pueblo buen vasallo que nunca tuvo buen señor. Todos encajonados desde su perspectiva, sin el valor suficiente para salir de lo políticamente correcto.

Para el mundo nuevo de ese tiempo nuevo del que tanto se habló, hacen falta nuevas ideas que se sepan hacer sitio entre las más viejas. Ideas limpias y concisas que nadie pueda no entender; que no puedan dar lugar a ningún equívoco ni a ningún error.  

La desconfianza, la impotencia, la inseguridad y el miedo han calado en el alma de la gente. La abulia se ha enquistado en la sociedad del bienestar. El fin de una época llama a la puerta. La democracia podría entrar en crisis.

Nos hicieron creer que no se pueden cambiar las cosas, o, lo que es peor: que sí se puede; para que después, todo, siga igual. Nada ha cambiado sino para sumirnos, aún más, en el desengaño y la apatía; pasando el dedo y la vida por la pantalla del móvil, saturados del horror y la violencia del cine, los videojuegos y las noticias de la televisión. Sigue la vieja estrategia del miedo para gobernar sin riesgo a un pueblo subliminalmente atemorizado que cena cada día viendo un telediario cargado de noticias sobre crímenes incalificables. Un telediario que, al igual que el resto de medios, ignora otros problemas mucho más genéricos y de mayor importancia.

El pan y circo ya no es bastante. Se sabe más y se quiere más. Las fórmulas milenarias han llegado a su fin. Es mentira que la gente no quiera que le hablen claro. No es cierto que un mensaje moralizante sea estereotipo de prepotencia. Puede haber mil verdades muy distintas, pero solo hay una razón.

En los sueños de un tiempo nuevo, olvidados hace apenas tres años, había un rey sabio y bueno, fuerte, grande, generoso, magnánimo y valiente. Un rey revolucionario que nos quería tanto como nosotros podíamos quererlo a él. Un rey que no temía que le llamaran ‘populista’. Un rey que, desde la sombra en el trono, propiciaría el cambio a un mundo mejor. Un rey que iba a conseguir que se dictasen normas de obligado cumplimiento para que quienes aspiraran a ser políticos (o funcionarios), demostraran (científicamente, con pruebas sicotécnicas) su vocación de servicio público. Un rey que propulsaría un drástico cambio en el sistema financiero para que los bancos trataran igual a todo el mundo, no pudieran cambiar unilateralmente las condiciones contractuales de hecho en las cuentas de sus clientes económicamente más débiles, y no pudiesen presentar las cuentas anuales bajo sospecha de duda o maquillaje. Un rey que promovería un comercio justo y trasparente para que los consumidores y usuarios conocieran los márgenes de detallistas, distribuidores, almacenistas, manufactureros, fabricantes y productores.

Cambios drásticos en la política, las finanzas y el comercio. Cambios simples, fáciles de explicar, de enorme transcendencia, extraordinaria envergadura y complejos de llevar a la práctica. Pero también había otros cambios en aquellos sueños que el nuevo rey podía promover. Cambios de andar por casa que ayudarían a crear puestos de trabajo y riqueza. Cambios concretos y fáciles de llevar a la práctica; como la reconversión de las miles de instalaciones militares, inservibles y obsoletas, que hay desperdigadas por el territorio nacional (p.e: el Arsenal de Cartagena).

También, en aquellos sueños cupo la posibilidad de que el nuevo rey nombrase, todos los años, a cientos de nuevos señores, barones, condes y marqueses. Porque seguro que todos los años habría cientos de españoles que habrían demostrado con sus actos ser dignos de tal distinción y privilegio. Igualmente, en aquel tiempo nuevo del que tanto se habló, los nobles estarían obligados a demostrar constantemente su verdadera nobleza para poder mantener sus títulos. Con lo que, merecidamente, sería queridos y admirados.

Ser republicano es fácil y lógico; la opción siempre está ahí. Ser monárquico es difícil e ilógico; no se llega a entender, ni todos tienen la opción de serlo; no todos tienen un rey.

Las respuestas suelen estar en las opciones más sencillas; y los aciertos en las más complejas y abstractas.

Los 50 años son la mitad de la vida, el culmen, la llegada a la cima después de cinco lustros ascendiendo por la solana, el momento de iniciar un largo descenso por la umbría. Pero hay gente grande, valiente y soñadora que, desde lo más alto, sigue subiendo en un vuelo hacia un mundo mejor, más de las nubes. 

¡Feliz 50 cumpleaños, majestad!

¡Felicidades, majestad!