lunes. 29.04.2024

Una crisis de fuerza ocho

NUEVATRIBUNA.ES | 10.2.2009Cuando nos pregunten por este invierno terrible, ¿qué contaremos? ¿El pánico en los suburbios, el estrépito del vendaval contra las barracas, o la desolación de los coches millonarios arrastrados por la lluvia o ahogados en los garajes? Bajo las tormentas de la memoria, alguien le habrá puesto fecha a ese desastre: el primer crack del siglo XXI, predecirán los economistas y los titulares de la prensa.
NUEVATRIBUNA.ES | 10.2.2009

Cuando nos pregunten por este invierno terrible, ¿qué contaremos? ¿El pánico en los suburbios, el estrépito del vendaval contra las barracas, o la desolación de los coches millonarios arrastrados por la lluvia o ahogados en los garajes? Bajo las tormentas de la memoria, alguien le habrá puesto fecha a ese desastre: el primer crack del siglo XXI, predecirán los economistas y los titulares de la prensa. Pero no sabría aventurar si nos iba a estremecer más el recuerdo de un niño que hubiera perdido su casa al pairo de las tormentas o la angustia de los lunes al sol: y los martes, y los miércoles, y los jueves, y los viernes, sin derecho siquiera a un subsidio que muchos agotaron sin que sobren salarios sociales o economía sumergida a la que agarrarse como un clavo ardiendo.

Sólo sabré que, bajo estos fríos, había un sin techo aterido ante la alerta amarilla. Sólo que había un sin crédito a cuya pyme le habían saltado ya todas las alertas. Las cifras del paro se solapaban en los informativos con los litros de las precipitaciones y con la fuerza del viento que cerraba bahías y arrancaba árboles de cuajo. En las oficinas de empleo también podían contemplarse a diario puños cerrados de rabia y proyectos de vida cercenados por los brujos del neoliberalismo: los mismos que tapiaron el callejón sin salida en el que ahora nos encontramos son quienes recomiendan ahora abaratar despidos como si ya no fueran suficientemente miserables. El Partido Popular convocaba manifestaciones en contra del Gobierno y a favor de las políticas que habían convertido a la desigualdad en la moneda oficial de la globalización. Parecía como si los tornados se manifestasen contra los tornados. El Gobierno se miraba a sí mismo como un campeón de la montaña al que le hubiera entrado la pájara en mitad del Alpe d�Huez. Como un guardacostas que tirase la toalla y se quedara simplemente extasiado ante la indudable belleza del tsunami.

Al otro lado del mundo, más allá de la California europea y del paraíso comunitario, las malas noticias habían llegado antes. O mejor dicho, no se habían ido jamás: cuando no el terremoto, era la hambruna; cuando no la sequía, el tráfico de armas, pero siempre la mascare y la desolación. Por eso, desde allí, seguían intentando llegar inexplicablemente a España, a pesar de que algunos ciudadanos de eso que llaman sociedad de acogida empezaran a mirar desacogedoramente a los inmigrantes como los culpables del desempleo, de las inundaciones y de la muerte de Manolete.

Los servicios de Protección Civil se reunían para discutir el color del peligro mientras los poderosos hablaban con los banqueros para intentar inútilmente establecer muros de contención frente al huracán de desesperanza que se nos estaba viniendo encima.

El ventarrón nos arrancaba de cuajo la mascota de los derechos sociales y sólo había calma chicha en las expectativas de futuro. Al río revuelto ganaban los pescadores de avaricia. Las tormentas devastaban edificios inteligentes mientras empresas con beneficios millonarios reclamaban expedientes de regulación temporal de empleo. De repente a todos, sin que lo hubieran predicho con total seguridad las cabañuelas oficiales, nos estaba llegando el agua al cuello.

Quizá lo que terminemos recordando de todo ello no es cuántas viviendas fueron evacuadas bajo las desencadenadas fuerzas de la naturaleza ni cuantas empresas cerraron total o temporalmente por el imperio de los números rojos o el de cualquier excusa es buena para desprendernos de plantillas en vez de beneficios. Quizá sólo diremos que durante aquel terrible invierno de fuerza ocho nos dimos cuenta de que el planeta nos empezaba a pasar factura y que aquella crisis, en realidad, quizá-quizá no fuera a terminarse nunca.

Juan José Téllez es escritor y periodista

Una crisis de fuerza ocho
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