viernes. 26.04.2024

Revolución tecnológica y política: caminamos al siglo XIX

Como es sabido, entre finales del siglo XVIII y principios del XIX tuvo lugar en Inglaterra la primera revolución industrial de la historia. Dos factores contribuyeron sobremanera a su éxito, la máquina de vapor, que permitió la motorización de la industria hasta entonces artesanal, y la “Jenny”, un fabuloso aparato de tejer que posibilitaba la producción de prendas de vestir a gran escala.

Como es sabido, entre finales del siglo XVIII y principios del XIX tuvo lugar en Inglaterra la primera revolución industrial de la historia. Dos factores contribuyeron sobremanera a su éxito, la máquina de vapor, que permitió la motorización de la industria hasta entonces artesanal, y la “Jenny”, un fabuloso aparato de tejer que posibilitaba la producción de prendas de vestir a gran escala. Aquella primera revolución apenas salió de Inglaterra, pero en esa isla se produjeron los primeros desplazamientos masivos del campo a la ciudad, dando lugar al hacinamiento de la población en esos barrios insalubres que tan bien describió Charles Dickens. Atemorizados y reprimidos por la policía al servicio Su Majestad y del capital, los trabajadores apenas pudieron responder adecuadamente a las nuevas condiciones de trabajo que imponía la primera sociedad industrial, tan sólo las protestas de Ned Ludd y sus seguidores, quemando telares y máquinas que arrojaban al paro a miles de obreros, dejaron huella de la terrible situación en la que quedaron centenares de miles de personas desplazadas del campo a la ciudad para malvivir, yendo luego de un barrio a otro en busca de un jornal que sirviese siquiera para dar un vaso de leche a la prole.

Con la concentración de obreros en las fábricas, surgieron durante el siglo XIX los primeros teóricos de la emancipación de los trabajadores, los socialistas utópicos, a quienes sucederían a mediados de siglo dos de las figuras más notables de la historia de la Humanidad: Carlos Marx y Federico Engels, quienes en su Manifiesto comunista de 1848 ponían las bases del socialismo y la filosofía moderna, haciendo una llamada a los intelectuales para adelantar con su acción el ritmo de los acontecimientos: “Hasta ahora los filósofos han interpretado el mundo, a partir de ahora deberían ayudar a cambiarlo”. Aquella frase histórica pronunciada hace más de ciento cincuenta años, mal que les pese a muchos acomodados y pesebreros, es tan actual hoy como entonces y tendrían que aplicársela quienes viven en los altares de la mediocridad política e intelectual de un sistema cada día más inhumano y salvaje. El siglo XIX transcurrió entre revoluciones relativamente fracasadas que hicieron pensar a los gobernantes que algo había que cambiar, no obstante, la más avanzada de todas ellas, la acaecida en París en 1871, terminó con el fusilamiento por parte de Thiers y MacMahon de varios miles de revolucionarios y la deportación a Nueva Caledonia de por vida de otros tantos. La Ley Marcial imperó en Francia durante los cinco años siguientes, dejando claro que no cabía más sistema que el de la explotación del hombre por los hombres “bien nacidos”. Terminaron así, con un inmenso baño de sangre, las primeras respuestas organizadas de la clase obrera contra la primera revolución industrial.

Desde 1880 a 1914 tuvo lugar la segunda revolución industrial, caracterizada en este caso por la expansión del ferrocarril y del barco de vapor, la aparición de la industria siderúrgica y química, la irrupción del automóvil, del petróleo como combustible y del espectacular desarrollo de la banca y las transacciones comerciales, así como por la producción en serie, el taylorismo y el colonialismo. Es durante este periodo cuando se produce la mayor migración del campo a la ciudad en Europa, Estados Unidos y Japón, surgiendo a su vez el movimiento obrero que hoy –cuando más necesario es- languidece ante la atomización de la sociedad, la manipulación mediática y la globalización del capital. Aunque persistieron modos de lucha como el ludismo, el sabotaje o el boicot, el movimiento obrero, más organizado, a través de huelgas y manifestaciones brutalmente reprimidas por los gobiernos, consiguió en las décadas siguientes que las leyes recogiesen demandas históricas como el sufragio universal, los derechos de reunión, manifestación y libre expresión, la jornada de ocho horas, el descanso dominical, las vacaciones anuales, el seguro social, la jubilación pagada y el acceso a la educación. Empero, aunque las leyes de los países más desarrollados fueron recogiendo esos derechos, su aplicación tuvo que esperar a que la dos guerras mundiales, la de 1914-1918 y la de 1936-1945, bañasen de sangre y destrucción el Viejo Continente, también a que la URSS se convirtiese en una gran potencia militar y en una seria amenaza para el capitalismo Occidental. Sólo entonces, cuando las ciudades de Europa estaban en ruina y sus cementerios llenos a rebosar de cadáveres de inocentes, los gobiernos se decidieron, no por convicción sino por temor a una futura revolución, a aplicar las medidas que fueron aprobadas antes de la Gran Guerra.

Por tanto, es necesario que seamos conscientes de que eso que llamamos Estado del Bienestar, que es la fórmula de organización social más justa de las que hasta la fecha se ha dotado el hombre, nació hace solo sesenta años gracias a las luchas de los trabajadores occidentales y al temor a la URSS, y que desde la desaparición de la URSS, el surgimiento del individualismo extremo y la disminución del poder de los sindicatos de clase, se está produciendo por diversas artimañas el desmantelamiento de todo lo conseguido. Se nos dice ahora que el Estado ha engordado mucho y que debe adelgazar para salir de la crisis: Cuentos chinos, todo viene de mucho antes, desde que Tacher y Reagan decidieron poner al Estado en almoneda después de comprobar que, al mismo tiempo que se descomponía la URSS, triunfaba su estrategia mediática para dividir a los trabajadores en castas según puesto e ingresos. Desde entonces -hablamos de 1980- todas las crisis, pequeñas o grandes, se han saldado del mismo modo, entregando partes cada vez mayores del Estado a los negociantes, reduciendo derechos laborales y sociales, aumentando la economía sumergida, reduciendo los impuestos directos y progresivos a los más ricos, aumentando los indirectos y dando todas las facilidades para que los capitales se muevan a sus anchas sin control alguno por parte de los Estados.

Sin embargo, sería pueril pensar que eso ha sucedido porque sí. El proceso es largo, y a la desaparición de la URSS, la desmovilización de una clase obrera aburguesada, desclasada e indolente, habría que añadir la aparición de las economías emergentes orientales gracias a las inversiones de los capitalistas de Occidente que buscaban mano de obra barata y, sobre todo, los efectos de la última revolución tecnológica, la de las computadoras. Nada de lo que ha sucedido en el mundo habría sido posible sin los ordenadores, sin internet, sin la robotización, sin las nuevas tecnologías que podrían haber sido un maravilloso invento para mejorar la vida de los hombres, pero que al surgir en un momento de desmovilización social generalizada, se han convertido en máquinas de destrucción masiva de puestos de trabajo y, por ello, de creación de miseria: Ni los movimientos masivos de capitales, ni la deslocalización industrial, ni la especulación financiera habrían sido posibles sin esos aparatos que han penetrado hasta en lo más íntimo de nuestro ser, no para facilitarnos la vida, como debería haber sido, sino para esclavizarnos, porque ante la gigantesca revolución tecnológica a que asistimos desde hace dos décadas, no quedaba más remedio, como ocurrió con las anteriores, que reducir la jornada laboral, la edad de jubilación y aumentar las vacaciones, es decir, repartir el trabajo, hacer lo contrario de lo que se está haciendo.

Asistimos, sin duda, a la mayor revolución tecnológica de la historia, una revolución que permite a un solo hombre hacer el trabajo que antes hacían diez, que ha eliminado para siempre cientos de oficios y profesiones. Miren a su alrededor, en cualquier sector, las máquinas están sustituyendo al hombre mientras el hombre calla. Sin embargo, en el pecado llevan la penitencia: Las máquinas pueden producir mucho, pero no consumen e impiden que las personas puedan hacerlo, y sin un consumo sostenible nunca se saldrá de la crisis, jamás. Se impone, pues, una formidable reacción ciudadana para repartir el trabajo que queda y avanzar hacia una sociedad en la que todo, incluidos mercados y máquinas, estén al servicio de las personas. Nunca al revés. De no producirse esa contestación rotunda y definitiva, las puertas del siglo XIX quedarán abiertas durante muchas décadas. Como hemos podido comprobar el 15 de Octubre, hay señales que anuncian que una parte de la sociedad dormida comienza a desperezarse, pero, por otro lado, hay amenazas que pueden sumirnos en el más negro de los sueños: Que el 20 de noviembre próximo los franquistas neocon ganen las elecciones y, por primera vez en treinta y cinco años, todo el poder, todos los poderes estén en manos de los mismos que habrían gobernado si la dictadura del genocida Franco no hubiese desaparecido. Estamos a tiempo.

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