sábado. 27.04.2024

Necesidad de una derecha civilizada

A mediados del verano de 1933, cuando el periodo reformista republicano llegaba a su final, Azaña escribía unas páginas tan hermosas como llenas de temores y presagios.

A mediados del verano de 1933, cuando el periodo reformista republicano llegaba a su final, Azaña escribía unas páginas tan hermosas como llenas de temores y presagios. Tras repasar sucintamente los últimos ciento cuarenta años de nuestra historia, decía: “Una de mis angustias personales más profundas durante estos dos años y medio de gobierno, venía de ponerme a considerar si todo aquello que nosotros estábamos haciendo, si todo lo que el país español estaba realizando y esperando, si toda esta etapa de gobierno, no sería, al fin y al cabo, en la historia española, más que uno de tantos islotes como de vez en cuando han aparecido en la política de España y después han quedado rodeados por todo el oleaje de las bajas pasiones, de las miserias nacionales y de la decadencia pública, para quedar como un recuerdo en la historia española…” Pensaba esto Azaña después de gobernar bajo la presión de una clase obrera hambrienta -creada y criada por siglos de abusos de una aristocracia brutal y de una iglesia enferma- y, sobre todo, de la obstrucción constante de la oposición, oposición que se haría todavía más intransigente con la aparición de los partidos católicos ultraderechistas: la CEDA y Falange, compuestos por la misma iglesia y por la misma oligarquía, por los defensores de lo irracional como pretexto para salvar el privilegio que otorga el orden establecido desde Pelayo, por lo menos.

Existió en aquella ocasión la oportunidad de crear una derecha auténticamente democrática, una derecha que, dirigida por Alcalá Zamora, Miguel Maura, Sánchez Román o el propio Azaña, hubiese aceptado el juego democrático y defendido sus creencias sin violentar la estabilidad del régimen. La fórmula no llegó a cuajar y en su lugar los reformistas republicanos tuvieron que vérselas con una oposición antirrepublicana, antigua y violenta que en su fuero interno –como afirma el profesor González Calleja- deseaba acabar con un régimen establecido sin violencias por la voluntad del pueblo español. Anteriormente, durante la Restauración, también se pudo formar una derecha democrática, una derecha dirigida por hombres como Sánchez Guerra, Villanueva, Alba, Ossorio y Gallardo, Melquiades Álvarez o Luis Lucia. No cristalizó porque el creador de la Restauración monárquica, Antonio Cánovas del Castillo –aquel que quiso poner como primer artículo de la Constitución eso de “Es español quien no puede ser otra cosa”- ideó un sistema cuya base principal era el turno pacífico en el poder de dos partidos, el liberal y el conservador, mediante la manipulación del voto.

Ya en nuestro tiempo, Adolfo Suárez tuvo en sus manos, con Abril Martorell, Fernández Ordóñez, Senillosa, Satrústegui, Herrero, Pérez Llorca, Alberto Oliart y otros muchos, la oportunidad de imprimir un carácter democrático a la derecha española, un sesgo que la separase para siempre del lastre oligárquico, autoritario y reaccionario que la historia había impuesto en España a esa ideología, apartándola de cualquier tentación evolutiva. Su partido, la UCD, estalló por los aires, no por las mociones de censura socialistas, sino por el entramado de intereses contrapuestos que albergaba y por su origen franquista. Por su parte, las derechas nacionalistas tenían una larga aunque teórica tradición democrática, pero que, pese a los intentos encomiables de Jordi Pujol o Roca i Junyent, no fructificaron en un entendimiento transparente con la derecha estatal. Tras muchos intentos baldíos, Manuel Fraga -hombre devoto de Franco- encontró en Aznar al hombre providencial. Con su ascenso a la jefatura del Partido Popular, éste se fortaleció y se disciplinó en torno a un líder que tenía poco de carismático, pero mucho de frialdad, habilidad manipulativa y rencor. Desde que Aznar llegó a la política nacional, la derecha española recuperó su tradicional talante, regresó, poco a poco, a la caverna, y surgió, como por arte de magia, la política de la crispación, la intolerancia y el desprecio al contrario ideológico: En la oposición, en el Gobierno y de nuevo en la oposición. Aznar, testarudo y pertinaz, tenía un proyecto en la cabeza: “España, lo único importante”. Se olvidaba de que su España tuvo que haber desaparecido en las Cortes de Cádiz, que hay muchas concepciones de lo que es y puede ser España, que España importa menos que los ciudadanos que la habitan, que su voluntad. De este modo, Aznar consiguió romper con los usos que había intentado imponer Adolfo Suárez y regresó al pretérito imperfecto. Para ello contó -y cuenta- con un grupo de fieles que besan sus pies - Zaplana, Rajoy, Camps, Cospedal, Arenas, González Pons, Aguirre y un montón de arrimados que tocan la pandereta- y piensan que la política consiste en cocear, gritar y amenazar. Caiga quien caiga, lo que caiga con tal de llegar de nuevo al poder nominal, ya que el otro, el de verdad, nunca lo han dejado.

España se merece otra derecha, una derecha que condene el genocidio franquista, que no haga del odio una bandera, que tenga modales, que no esté todo el día en el monte dando escopetazos y que lea, sí que lea algo distinto a los panfletos que firman Losantos, Vidal, Moa, Dávila, Tertsch, Rodríguez (D. Miguel Ángel) y toda esa cofradía de amantes del odio que a diario expulsan veneno mediático. Una derecha de la que podrían formar parte algunos miembros del actual Partido Popular si fuesen capaces de quitarse la caspa y el rencor, algunos dirigentes del Partido Socialista y otros que militan actualmente en partidos nacionalistas periféricos, una derecha que mire a Europa, a Schuman, Adenauer, Madariaga, Miguel Maura, Koln, Chirac, Ruiz Giménez, Herrero de Miñón o el primer Suárez. Que rompa amarras con la tradición autoritaria y se inspire menos en los políticos ultramontanos de nuestro pasado y del pasado de otros.

El posicionamiento extremo de la derecha española condiciona por completo el de los demás partidos, tanto el de aquellos que tienen ámbito estatal como el de los autonómicos. Es una anomalía difícil de llevar, tanto que no sabemos cuánto tiempo puede aguantar un país el odio insidioso y pertinaz que rezuma por la boca de algunos “hombres públicos” cuando el resto de las fuerzas políticas lleva años haciendo un excesivo ejercicio de moderación y responsabilidad que a veces nos impide ver sus señas de identidad.

Necesidad de una derecha civilizada
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