lunes. 06.05.2024

La chacha

Cada mañana, muy temprano, las inmigrantes toman el metro, los autobuses que las llevan hacia los barrios residenciales. Van en grupos, charlando alegremente o contando en voz baja la última llamada de sus niños desde las lejanas tierras del otro lazo del océano.Trabajan en el hogar. Una manera suave de decir que la mayoría carece de seguros sociales, carece de cualquier amparo.
Cada mañana, muy temprano, las inmigrantes toman el metro, los autobuses que las llevan hacia los barrios residenciales. Van en grupos, charlando alegremente o contando en voz baja la última llamada de sus niños desde las lejanas tierras del otro lazo del océano.

Trabajan en el hogar. Una manera suave de decir que la mayoría carece de seguros sociales, carece de cualquier amparo. Son sinpapeles que planchan las camisas del señor, lavan los platos, llevan a los niños al colegio, cuidan de las viejecitas o los viejecitos que, en su soledad, se agarran desesperados al brazo de la colombiana, la ecuatoriana, la peruana o la marroquí que les conduce paciente y amorosamente por las calles de Madrid.

Son inmigrantes y españolas. 800.000, dice Cáritas, de las que sólo unas 270.000 están amparadas por la Seguridad Social. En jornadas que recuerdan las de las chachas de toda la vida. Las que servían en la casa de los señoritos a cambio de la comida y poco más.

Son las grandes olvidadas. Injustamente olvidadas. No forman, seguramente parte de las estadísticas, salvo éstas de Caritas. Ahorran no se sabe cómo. Mandan sus cuatro euros a sus niños que han dejado de verlas hace años. No tienen vacaciones ni irán nunca a visitar a su familia por miedo al regreso imposible.

Los legisladores hacen leyes contra ellas. Y los diputados que votan normas restrictivas tienen, muchos, en sus hogares a empleadas sin papeles, mujeres que callan por miedo a la expulsión. La gente de bien se manifiesta contra la inmigración ilegal mientras pagan sueldos de miseria a quienes cuidan de sus enfermos, de sus hijos, de sus padres enfermos sin contratos, sin seguros, sin amparo.

Gente de bien que, en el bar y la peluquería dicen que esto no hay quien lo soporte, que los socialistas deberían impedir la entrada de tanto inmigrante que quita el trabajo a los españoles. Y, al volver a casa, una mujer peruana, ecuatoriana, marroquí, espera, pacientemente, para hacerles la comida, para plancharles la blusa, para dar de cenar a los niños y acostarles, mientras piensan en sus hijos, tan lejos.

No tienen derechos. Callan. Esperan. En silencio siempre. No quieren que se hable de ellas porque sería descubrirlas. Caritas dice que son muchas. Pero no se sabe exactamente cuantas. Y, por la mañana, muy temprano, llenan los autobuses y los metros, camino de esa casa donde viven clandestinamente. Donde sueñan con unos derechos que nadie les dará nunca.

Ojalá que un día, con ellas, podamos recitar los versos de Carlos Marzal:

“Y la vida que venga será fácil,
o lo parecerá (que más me da)

será la dulce vida,
y por dulzura y por facilidad
será una eternidad mientras me dura,

aunque sólo me dure un día más”.

Que la vida que venga sea fácil, aunque dure un día más� o para siempre.

La chacha
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