viernes. 26.04.2024

Israel desde Sefarad

No sabría explicar mi mundo sin la cultura judía. Y no hablo de las páginas del viejo o del nuevo testamento, sino de esos otros evangelios íntimos que sigo frecuentando como un devocionario personal, desde los relatos de Franz Kafka a los de Isaac Bashevis Singer, desde Maimonides a los Marx �Carlos y Groucho, por supuesto�, desde la poesía de Leonard Cohen a la voz de Barbra Streissand, desde la acción de Steven Spielberg a la reflexión de Woody Allen.

No sabría explicar mi mundo sin la cultura judía. Y no hablo de las páginas del viejo o del nuevo testamento, sino de esos otros evangelios íntimos que sigo frecuentando como un devocionario personal, desde los relatos de Franz Kafka a los de Isaac Bashevis Singer, desde Maimonides a los Marx �Carlos y Groucho, por supuesto�, desde la poesía de Leonard Cohen a la voz de Barbra Streissand, desde la acción de Steven Spielberg a la reflexión de Woody Allen.

He crecido sobre la memoria de Sefarad, pero también sobre la memoria de Al Andalus. Nuestra sangre proviene de demasiadas civilizaciones como para despreciar a ninguna de ellas, incluyendo a la de los cristianos atrincherados en Asturias: ¿qué nos hubiera parecido si después de la Segunda Guerra Mundial, el común de las naciones hubiera decidido recrear sobre la España de la imposible conjura judeomasónica un nuevo Sefarad en pago por la larga diáspora judía, como hogar definitivo para las víctimas del holocausto?

Eso fue Palestina. O mejor dicho, eso fue Israel. Y lo peor es que lo sigue siendo. Ese Estado ha llegado para quedarse. Con una tierra que fue suya pero que luego albergó los sueños de otros. Ahora, todo ese universo en llamas significa pesadilla. En Irak una fanática ha provocado una matanza entre chiíes, mientras en Afganistán estará al caer otra nueva bellaquería. La India sigue investigando la ola de atentados de Bombay que provocaron una escabechina pero que, aquí entre nosotros, consagraron sobre todo los calcetines de Esperanza Aguirre a la misma categoría de moda política del otrora jersey de cuello vuelto de Marcelino Camacho. Sin embargo, nada nos importa tanto, ni Congo ni Kenia, como lo que ocurre en Oriente Próximo �lo de Oriente Medio es un anglicismo topográfico--: y es porque allí se dilucida aquello que el botarate de Samuel Hunttington calificó como el choque de civilizaciones y que Edward Said tradujo acertadamente como el choque de las ignorancias. Tan semitas son los judíos como los árabes. Allí, en ese infierno, todo lo que soy, todo lo que recuerdo, se suicida.

Esa carnicería que salpica de sangre a nuestros televisores tiene mucho que ver con nuestro ADN colectivo, la de las culturas del mediterráneo, un mar cada vez más dividido de norte a sur, no sólo por las barreras de la política o por las fronteras de la burocracia sino por las de la economía: el empobrecimiento del Magreb y del Mashreq, a excepción de algunas potencias tiranas y petrolíferas, ha sido paulatinamente progresivo al crecimiento económico de la orilla europea de ese mismo mar. En el caso de Palestina y, sobre todo, de Gaza y Cisjordania, no sólo hay pobreza sino la escalofriante miseria de una cárcel colectiva que la comunidad internacional tolera y que, semana tras semana hasta que se nos olvide la escabechina, tan sólo provoca la incómoda situación de quien se cruza de brazos ante un crimen que ocurre frente a su casa.

Tampoco tendría mucho sentido mi mundo sin la cultura de muchos judíos israelíes, desde la música de Barenboin, que busca inútilmente amansar a las fieras, a las voces de Noa o de David Broza, sin la palabra de Amos Oz o los ruidos de Mayumaná. Pero mi vida y la de muchos otros podría pasar perfectamente sin que el arte de la política se vea secuestrado nuevamente por las estrategias del Mossad y de los ministros israelíes convertidos en generales de brigada; sin el paseo de la soberbia por la avenida de las mezquitas de Jerusalén, sin el fuego que cada dos por tres vuelve a asolar Sabra y Chatila, se llamen ahora Yabalia y Beit Lahia, o como se llamen. Claro que también sería más feliz, en Sefarad y en Al Andalus, al otro lado del mundo y sin embargo tan cerca, sin la desesperación fanática de las víctimas palestinas, que pretenden devolver el ojo por ojo y el diente por diente de tanta infamia, sin darse cuenta que un asesinato no corrige otros asesinatos.

No obstante, ¿qué quieren que les diga? Bajo las últimas luces de la Navidad, con la cuesta de enero en rebajas, entre bolsas de compras y las noticias frívolas, el tipo que me mira cada mañana desde el espejo intenta racionalizar una masacre. Y me doy tanto asco como esa sangre que mancha mis manos y mis palabras. Quizá porque es la mía, la sangre de los desesperados sin derecho a veto en el Consejo de Seguridad, sin eficientes embajadas que tapen con propaganda los gritos del silencio; o nos llamen racistas a quienes simplemente, como los hombres y mujeres de buena voluntad de quienes hablan la Biblia y los villancicos, sentimos como recorre nuestra genética un escalofrío llamado Palestina.

Juan José Téllez
Escritor y periodista

Israel desde Sefarad
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