viernes. 26.04.2024

En el mundo de los ciegos

Cuando tenían dudas sobre el futuro, los antiguos griegos acudían a los oráculos para disuadirlas o confirmar los malos presagios.

Cuando tenían dudas sobre el futuro, los antiguos griegos acudían a los oráculos para disuadirlas o confirmar los malos presagios. Algo parecido hicieron los romanos y luego los cristianos, hindúes, budistas y mahometanos con sus rezos y plegarias, en la seguridad siempre de que si el augurio era malo, las cosas andarían bien en la otra vida, que no es poco consuelo para quien lo tiene todo perdido en ésta y prefiere la resignación a la rebelión. ¡Bienaventurados los mansos...!. Hoy seguimos teniendo curas hasta en la sopa, la gente va menos a los templos, pero los templos siguen yendo a la gente a través de su enorme influencia mediática y de la predisposición de una parte de la población que disfruta confiando la educación de sus hijos al clero. Pero, además tenemos otros augures, economistas, historiadores, periodistas, analistas, tertulianos empeñados cada día en explicar no sólo lo que ocurre, sino lo que ocurrirá, y sobre todo, empeñados en errar. Pese a ello, a día de hoy no tenemos la certeza que tenían los antiguos –la ignorancia plantea pocas dudas- ni siquiera sobre lo evidente, por eso a estas alturas no queremos ver el verdadero carácter de la crisis económica que comenzó hace unos años en Estados Unidos y que, agravada o suavizada por las peculiaridades de cada país, afecta hoy a todos los Estados del mundo, menos a China y, teóricamente, a Alemania, que vive de las rentas que le da el euro y de la parálisis del resto de las economías europeas. Conocemos vaticinios contradictorios de los especialistas más respetados, también de los más acaudalados y poderosos magnates, Warren Buffet, Georges Soros, Carlos Slim, Don Botín, Jean-Claude Trichet o Ben Bernake. Unos dicen que la crisis es sólo financiera, que no se alargará demasiado; otros que será larga y aguda, pues afecta a las estructuras fundamentales del sistema económico, otros que estamos ante un cambio del centro económico mundial.

Si la crisis actual es una más de las que cíclicamente afectan al sistema capitalista, podemos predecir –sin demasiado margen de error- cuales serán sus efectos sobre los ciudadanos. Dado por sentado que las leyes del libre mercado son tan inmutables como las que rigen la gravedad o el movimiento de los astros, los gobiernos nacionales tienen un pequeño margen de maniobra que va desde una política económica basada en la austeridad –siempre que los gobiernos pronuncian esa palabra ya saben ustedes quienes han de ser los austeros- a otra de suaves matices keynesianos en la que el Estado, mediante el impulso de obras públicas, sea quien intente revitalizar la economía y movilizar a la iniciativa privada.

Sea como fuere, con austeridad o con tímido keynesianismo, en los últimos años las crisis económicas cíclicas se han solucionado con obras públicas, austeridad presupuestaria y, sobre todo, con una receta mágica elaborada por los hombres más listos del mundo y que consiste en que los trabajadores que ya tienen el cinturón apretado, se lo aprieten un poco más hasta estrangularse el duodeno. Apretarse el cinturón no quiere decir sólo que no van a subir los salarios, que los precios se elevarán, que la capacidad de consumo disminuirá, que el endeudamiento de las familias será mayor, que los intereses se incrementarán, por tanto el precio a pagar por las hipotecas. Quiere decir algo más: Aplicando las recetas del “libro gordo” del libre mercado, cada vez que se sale de una crisis cíclica, los trabajadores lo hacen con menos ropa, es decir, con menos derechos. Las crisis son aprovechadas para privatizar servicios públicos esenciales, para disminuir los derechos colectivos e individuales de los trabajadores, para reducir plantillas, alargar la jornada laboral, deslocalizar empresas y precarizar el empleo. Pero bueno, parece que la sociedad consumista-conformista no tiene nada que decir y, en cuanto salga el primer rayo de sol, se lanzará a comer yerba hasta que de nuevo la pradera aparezca yerma y sea preciso apretarse la correa hasta el mismísimo galillo.

Sin embargo, existe otra posibilidad a nuestro juicio mucho más fundada, y es que no estemos ante una crisis cíclica, sino ante una crisis estructural y que los indicadores negativos que vamos conociendo sobre la marcha de la economía sean sólo síntomas de una enfermedad verdaderamente grave, enfermedad que de no afrontarse con medidas realistas, sostenibles e imaginativas por los países más desarrollados del mundo, puede tener efectos calamitosos inmediatos. Todos sabemos que desde el final de la segunda gran guerra, la economía mundial se basa en el consumo irracional de un bien escaso y perecedero: El petróleo, una fuente de energía que fue barata mientras abundó y la demanda era relativamente escasa, pero que desde que sabemos que no hay para todos, ha provocado movimientos geopolíticos tan crueles como la invasión de Irak: Al día siguiente de que el Congreso de los Estados Unidos autorizase a Bush a invadir Irak, el petróleo pasó de 25 a 28 dólares. Desde entonces, octubre de 2002, con la ayuda de la intervención militar Occidental en Libia, el oro negro ha multiplicado su precio por cuatro, y eso que estamos en crisis. La operación bélica sanguinaria planeada por los hombres de la Casa Blanca no pudo –desde el punto de vista económico- ser más rentable. De una parte los Estados Unidos y sus amigos se apropiaron de los penúltimos barriles de crudo, de otra, las grandes empresas distribuidoras y productoras están obteniendo, gracias a la especulación, los mayores beneficios de la historia a costa del consumidor indefenso e indolente.

En los últimos salones del automóvil de París, Londres, Madrid o Barcelona, se presentaron coches eléctricos con altas prestaciones que podrían fabricarse en serie dentro de uno o dos años. Pero, ¿de dónde se obtendrá esa electricidad? ¿Del petróleo menguante? ¿De las centrales nucleares, que además de la incertidumbre que las rodea consumen también un bien escaso como es el uranio, o tal vez del biodiesel, que ha servido de excusa a los estraperlistas para incrementar artificialmente el precio de los alimentos básicos a costa del hambre de millones de personas? La economía mundial puede entrar en una fase muy peligrosa si no somos capaces, aprovechando la crisis, cualquiera que sea su etiología, de tomar decisiones pensando en el bien común futuro, un bien común que en ningún caso saldrá del actual sistema político-económico. Si el hombre sigue siendo un animal racional, no podemos seguir consumiendo energías fósiles, todos los esfuerzos han de volcarse en las energías renovables; no podemos seguir creciendo sin límites, consumiendo más cada año, gastando agua a raudales, cortando más árboles cada día, contaminando, ríos, montes y mares, acabando con la flora y la fauna de cualquier territorio que pisamos. Detrás de nosotros vienen muchos más y es ahora cuando toca, de una vez por todas, plantearse darle la vuelta a la tortilla: Invertir en la regeneración y conservación de la naturaleza, en sostenibilidad, en energías verdaderamente renovables y, sobre todo, en un cambio de mentalidad que devuelva al hombre su condición de Ser Humano en detrimento de la de consumidor-depredador-consentidor. Ese es el camino a seguir. El fin de la era del petróleo ha comenzado, no podemos seguir montando guerras para asegurarnos cínica e impúdicamente el suministro a cinco años vista, hay que prescindir de él o, en caso contrario, encomendarse a algún santo con probada solvencia milagrosa, aunque quienes no amamos la santería ni la cera, estamos convencidos de que el hombre es capaz de todo cuando se lo propone, incluso de acabar con un sistema tan cruel, devastador y alienante como éste.



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