martes. 30.04.2024

Corrupción: qué está pasando

NUEVATRIBUNA.ES - 8.10.2010De ninguna manera. Esto no tiene nada que ver con el franquismo. Aquello era una dictadura, un régimen criminal, horrendo y pestilente dónde todas las concupiscencias eran posibles aunque difícilmente imaginables para cualquier persona con un mínimo de decencia. No, el franquismo era en si la corrupción elevada a la enésima potencia. No había jueces justos, ni prensa libre, ni siquiera ciudadanos.
NUEVATRIBUNA.ES - 8.10.2010

De ninguna manera. Esto no tiene nada que ver con el franquismo. Aquello era una dictadura, un régimen criminal, horrendo y pestilente dónde todas las concupiscencias eran posibles aunque difícilmente imaginables para cualquier persona con un mínimo de decencia. No, el franquismo era en si la corrupción elevada a la enésima potencia. No había jueces justos, ni prensa libre, ni siquiera ciudadanos. Guerreros vencedores, violentos, chuscos, montaraces, machistas, pesebreros y crueles habían llenado el país de silencio y oprobio, de complicidades inevitables, de supervivientes y de cadáveres sin identificar. La cruz en el pecho, la espada en la mano, el grito en la boca, miedo y silencio, tortura y sangre, crucifijos y espadas, ingredientes necesarios, nauseabundos, para anular al hombre, su dignidad, su inteligencia, su humanidad, para imponer a una subespecie de homínido que grita, juzga, castiga y se apropia de vidas y haciendas según su lamentable entender. Miedo, silencio, resignación. No comparemos, no hay nada que hacer. Sin embargo, algo pasa, algo persiste de aquella sociedad diminuta, rupestre, mediocre, podrida. Ladrones, chorizos, cuatreros, estafadores, pillastres, sablones, descarados, desalmados, mequetrefes, crápulas sin el menor estilo, sin dos dedos de frente, sin remordimiento alguno, han sido aupados por el voto popular a las más altas cancillerías para asaltar la Caja Pública, para llevarse el tesoro, para beberse el sudor de millones de personas, para reírse en sus propias narices de su insoportable levedad. No son Staviskys, ni Strauss, ni Perlowitz, ni siquiera el marqués de Villaverde, aquel yerno que tuvo licencia de corso para cometer cuantas tropelías imaginarse puedan. No, son ramplones, simples, cantamañanas, vulgares, ordinarios, toscos, zafios, personajes de vodevil barato que amparados en el silencio, la pasividad de los jueces y la indolencia ciudadana, llevan años utilizando todos los resortes del poder que les ha sido conferido por error del pueblo para apropiarse de lo que al pueblo pertenece, muchas veces entre los aplausos y los vivas del tercer Estado.

La mayoría de los diarios oficiales llevan días hablando de las primarias de Madrid. Insisten en que el triunfo de Tomás Gómez marca un antes y un después en la trayectoria política de Rodríguez Zapatero. Mienten descaradamente. En una situación normal, en un país normal compuesto por ciudadanos normalmente formados, nadie pondría por ese motivo a Zapatero en la picota, a nadie se le ocurriría decir que el resultado de las primarias madrileñas ha sido un desastre para el actual ocupante de la Moncloa. No, ni mucho menos. A Zapatero se le criticaría por otras muchas razones, mas nunca por haber promovido un debate interno dentro de su partido y haber dado a la militancia la oportunidad de elegir a su candidato. Eso nunca es un fracaso, eso es un triunfo en toda regla, un gesto de democracia insólito en estos días. Pero siguen, continúan hablando, dándole vueltas a algo que no tiene vueltas que dar. Y, ¿qué pasa con la corrupción? ¿Por qué dedican más tiempo al posible declive de Zapatero –un tema menor, un líder se sustituye por otro más adecuado cuando sea menester- que a la tremenda corrupción que afecta de modo insoportable al primer partido de la oposición? ¿Cómo es posible que ni la ciudadanía ni las instituciones armen la de “dios es cristo” ante lo que ya sabemos sobre Carlos Fabra, Luis Díaz Alperi, Francisco Camps, José Joaquín Ripoll, Enrique Porto, José Manuel Medina, Luis Cartagena, Manuel Fraga, José María Aznar, Juan Villalonga, Eduardo Zaplana, Enrique Ortiz, Pedro Hernández, Jaume Matas, Eugenio Hidalgo y una interminable lista de nazarenos que de momento se ha cerrado con la intervención policial en el Ayuntamiento de Murcia? Importa un bledo cómo sea la mujer del César, si viste bien o viste mal, si es decente o deja de serlo, aquí lo que interesa es saber cómo es el César y ahora mismo el César es un chorizo consentido, un parásito, una sanguijuela, una garrapata que anida en todo el Estado, que prefiere determinadas aguas, que succiona la sangre del común infectándola hasta la enfermedad.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Quizá no sea la pregunta más pertinente y convenga cambiarla por esta otra, ¿Acaso hemos salido alguna vez de allí? Entre las herencias más penosas que nos legó el tirano de El Ferrol, sin duda es la pérdida de la ética cívica una de las más dolorosas. El franquismo no sólo asesinó, torturó, desterró y desapareció a cientos de miles de ciudadanos, además, inoculó en la sociedad el virus de la indecencia permitiendo que los más dispuestos y fieles de entre los habitantes de España –y en esto da igual la Comunidad Autónoma a que nos refiramos, en todas partes cocían habas y había cocineros avezados- convirtieran las piedras en oro a costa del bienestar de la mayoría, del paisaje y del paisanaje. Durante esa etapa terrible de nuestra historia, el robo a gran escala, la estafa, el saqueo y la utilización de lo público para beneficio particular, fue norma. Llegó la democracia y decidieron que siguiera el silencio porque aquí no se podía hablar, porque no había pasado nada, porque esto era una continuación de aquello, porque a todos convenía. Vaya que si convenía. No a todos, pero si a muchos que siguieron en democracia con las mismas prácticas que habían visto en sus casas, con los mismos hábitos normalizados del franquismo y respetados por la democracia. No había peligro, se podía seguir robando, dando sablazos, viviendo de lo ajeno, la puerta de la cueva seguía abierta de par en par. Los descendientes de los jerifaltes de antaño, adiestrados en la inmensa escuela de inmoralidad de El Pardo y sus sucursales provinciales, aumentaron su patrimonio, diversificaron sus negocios y llamaron a amigos y parientes hasta el tercer grado de consanguinidad y el cuarto de afinidad para repartir el botín. Hacían falta manos, testaferros, colaboradores altruistas, lindos, barbilampiños y agradecidos para montar una tela de araña viscosa de la que ni la propia araña pudiera salir, eso sí, sin riesgos apreciables en el horizonte inmediato.

Silencio, y más que silencio, comprensión. Los medios oficiales se encargan de decirnos que crea alarma social, y según ellos es más preocupante lo que hace un tironero o un robaperas que el cohecho, la prevaricación, la estafa o el enriquecimiento ilícito a costa de lo público. Eso no crea alarma, no preocupa, no desmoraliza, no atemoriza. ¿Lo llevamos dentro? Algunos sí. No hay más que verlos en las ruedas de prensa, en las poltronas, en los informativos, levantando la voz, con el traje almidonado, mandando callar, aferrándose al sillón del que salen las leyes consentidoras y los amiguitos del alma. Apesta, provocan vómito. Se mira para otro lado, hablemos de Belén Esteban o del novio de la Duquesa, a ver si mientras tanto las cosas vuelven por donde solían y pillamos algo.

No, no hay más corrupción que antes. Eso es imposible. Sucede que lo mínimo que se puede esperar de una democracia es que actúe rápida y eficazmente contra quienes meten la mano en el saco, contra quienes utilizan las instituciones para personal provecho socavando los pilares mismos de la democracia. No es que sea alarmante el grado de corrupción que hoy padecen comunidades como la valenciana, la balear, la madrileña o la murciana, lo alarmante es que los bribones sigan andando bajo palio.

Pedro L. Angosto

Corrupción: qué está pasando
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