sábado. 27.04.2024

¿Quién dice que ser antisistema sea malo?

Lo mismo que la iglesia católica se protege a si misma con sus mandamientos, dogmas y liturgias, el sistema se blinda con todas las estructuras que él mismo ha creado: la organización política, la práctica educativa y cultural y los medios de comunicación.

Lo mismo que la iglesia católica se protege a si misma con sus mandamientos, dogmas y liturgias, el sistema se blinda con todas las estructuras que él mismo ha creado: la organización política, la práctica educativa y cultural y los medios de comunicación. En particular los medios se han encargado de envenenar a la sociedad y crear un diccionario maldito con términos tales como revolución, subversión, comunismo, clase dominante, explotación, enajenación y otras muchas entre las que se encuentra antisistema. En tono despectivo han conseguido que se identifique el término antisistema con la agresión, la violencia, el vandalismo, el extremismo y la agitación de  profesionales.

Antes, para esos “dioses” de la comunicación, los antisistemas, en un totum revolutum,  eran los ultras, la extrema derecha, luego añadieron el mundo abertzale, e incluso en un exceso semántico se incluía a IU, tachada, algunas veces, de extrema izquierda.

El caso es que han conseguido que cuaje socialmente la asociación de antisistema con algo malo, perturbador,  antisocial. Esto se refleja con toda evidencia en el actual movimiento del 15M. Cada vez que se les acusa de llevar a cabo acciones antisistema en la revuelta, se apresuran a desmarcarse, y a señalar que eso es cosa de unos cuantos infiltrados que nada tienen que ver con la esencia del movimiento. Sin embargo, a pesar del sonrojo y la vergüenza que sienten al ser calificados como tal, la totalidad de sus reivindicaciones cuestionan el actual sistema capitalista y, en algunos casos el choque es frontal con las instituciones, con la economía o con la organización social y productiva.

Y ahora me pregunto: ¿pero quién con algo de conciencia y dignidad no va a estar contra un sistema tan injusto, irracional, inhumano y cruel como éste?, ¿quién puede aprobar la creciente desigualdad generada por este sistema?. Por fortuna, son ya muchos y muchas los que no tienen temor al término, sino que, además, se pronuncian contra este sistema y contra su errática trayectoria, es decir, el término antisistema es ya comprensivo de intelectuales, escritores, trabajadores y de toda persona que busca y se esfuerza por un mundo mejor.

Quién, desde la razón, puede defender un sistema que se encuentra agotado, agónico, tambaleante, ahogado en sus propias contradicciones, perdido entre las tinieblas que él mismo, como fenómeno con vida propia,  y sus defensores han creado. Una situación incierta a la que intentan remendar sin fórmulas precisas,  sin criterios firmes, sin razones de peso, una situación peligrosa como una fiera asustada cuando sale fuera de su hábitat natural. Decimos todo esto porque se ha roto su propia dinámica, porque los sectores productivos (pilar de la economía capitalista)  ya no generan el enriquecimiento deseado, teniendo que recurrir a oscuras fórmulas tales lo que se conoce ahora como economía financiera (eufemismo de economía especulativa), a la corrupción que se va instalando en los ámbitos de poder sin que nadie pueda remediarlo o a la evasión de capitales a paraísos fiscales para eludir tributar. Por otra parte, los mercados se saturan cada vez con mayor rapidez, teniendo que buscar otros basados en productos y servicios cada vez más superfluos. Y no sólo el sistema se agota por el debilitamiento de la acción productiva y por la aplicación de esas nefastas fórmulas emergentes de enriquecimiento, sino además: porque las instituciones políticas cada vez son menos creíbles; porque no se sabe que hacer con la educación; porque cada vez es más difícil encontrar nuevos opios para adormecer. A lo largo del declive, los artífices de este sistema han destruido todos los valores que en otros tiempos estaban vigentes; esos valores han sido sustituidos por contravalores que nos devuelven a la caverna, haciéndonos insensibles ante la injusticia y la desigualdad en el límite de la sinrazón.

Pero, sobre todo, la continuidad del sistema, tal cual, se hace insostenible por su necesidad de crecimiento permanente e ilimitado en un entorno natural limitado. Ese crecimiento  permanente está motivado por la necesidad de seguir incrementando las ganancias del capital, resistiéndose el empresariado a contratar fuerza de trabajo hasta que ese crecimiento se hace desmesurado, garantizando de antemano el beneficio. Por eso, la mano de obra no se incrementa hasta que los crecimientos alcanzan un cierto valor porcentual de la producción. Ese desbordante crecimiento, en el que los avances tecnológicos han jugado un papel fundamental, ha dado origen a la actual situación marcada por una inmensa acumulación de capital en manos de unos pocos que no tiene proyección sobre la economía real. A ello hay que añadir un excedente de fuerza de trabajo que origina una enorme legión de desocupados y precarios, lo que reduce considerablemente el consumo. Estos dos factores dan lugar, como venimos anunciando, a un estrangulamiento difícilmente resoluble. ¿Podría ser ésta la causa fundamental del hundimiento del sistema capitalista?.

Cuando, desde la razón, las personas se definen como “antisistema”, es porque rechazan el sistema capitalista, pero no desean la suplantación de éste por modelos autoritarios, anárquicos, o la eliminación radical del sistema actual sin otra alternativa. Aún sin tener pergeñado con precisión la unanimidad necesaria y la organización social o la actividad productiva, la aspiración de muchos y muchas apunta hacia un mejor reparto de la riqueza, es decir, hacia la desaparición de la  enorme desigualdad entre unos y otros; hacia la construcción de una democracia participativa en el que sus agentes sean un fiel reflejo de la ciudadanía; hacia la definición y puesta en práctica de un modelo educativo y cultural que permita el desarrollo integral de hombres y mujeres; hacia una forma de vida en la que  los medios de comunicación queden fuera del monopolio del poder económico, que sirvan para enriquecer a la población, y no, como ahora,  para embrutecerla y enajenarla cada vez más. Por ejemplo.

¿Quién dice que ser antisistema sea malo?
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