sábado. 27.04.2024

¿Quién defiende la Europa social?

Ciento veintidós años después de que un 1� de mayo de 1886 cuatro trabajadores fueran asesinados en Chicago, y algunos meses más tarde ejecutados 4 dirigentes sindicales, por reclamar la jornada laboral de 48 horas semanales, 89 años más tarde de que la OIT aprobara, en 1919, el Convenio por el que se limitaban las horas de trabajo en las empresas industriales a ocho horas diarias y cuarenta y ocho horas semanales, 73 años después de que el Convenio 47 de
Ciento veintidós años después de que un 1� de mayo de 1886 cuatro trabajadores fueran asesinados en Chicago, y algunos meses más tarde ejecutados 4 dirigentes sindicales, por reclamar la jornada laboral de 48 horas semanales, 89 años más tarde de que la OIT aprobara, en 1919, el Convenio por el que se limitaban las horas de trabajo en las empresas industriales a ocho horas diarias y cuarenta y ocho horas semanales, 73 años después de que el Convenio 47 de la misma Organización Internacional del Trabajo se pronunciara a favor de la reducción de las horas de trabajo a cuarenta por semana, 29 años más tarde de que la Confederación Europea de Sindicatos (CES) proclamara en su congreso de Munich el objetivo de las 35 horas de trabajo a la semana y diez años después de que el gobierno socialista francés de Lionel Jospin estableciera por ley la semana laboral de 35 horas, la Comisión Europea, primero, y ahora el Consejo de la Unión Europea han situado, simbólicamente, la jornada máxima laboral en 65 horas semanales.

El slogan de Sarkozy “trabajar más, para ganar más” (pero, en realidad, siempre menos, por unidad horaria, que antes) ha tomado el relevo en Europa a la bandera sindical de “trabajar menos, para trabajar todos”. Todo un nuevo horizonte utópico (conservador) que ha dejado sorprendidos, decepcionados y debilitados a tantos y tantos luchadores sociales que en el mundo utilizan la realidad social europea como argumento de autoridad para reivindicar un trabajo digno. Una decisión que pone al descubierto la falacia de muchos discursos sobre la conciliación de vida privada y vida laboral y de la defensa de la salud en el trabajo. Y que alimenta las tendencias escépticas, o claramente hostiles, hacia una construcción europea a la que, según muestran las encuestas, un número creciente de ciudadanos empieza a considerar, en el contexto de la mundialización, más como una amenaza que como una solución.

¿Quién había dicho que habían desaparecido las ideologías, las movilizaciones sociales, la lucha de clases? Las distintas derechas las han redescubierto y se sienten encantadas por ello. Estamos rodeados de agresivos profetas de la autorregulación del mercado y de la desregulación laboral; los trabajadores pobres, los trabajadores inmigrantes, los trabajadores precarios están volviendo a ser una “clase peligrosa”; la reivindicación de la desigualdad como factor de crecimiento y éxito económico se teoriza sin apenas recato; la calle es cada vez menos el escenario de las reivindicaciones de la izquierda y, cada vez más, punto de encuentro de unas derechas que han descubierto, alborozadas, el gusto por las manifestaciones de masas.

La regulación actual de la jornada semanal, definida por la directiva sobre tiempo de trabajo que proviene de 1993, no es, en realidad, ninguna maravilla. Por eso, el texto de la propia directiva prevé la posible revisión en 2003, plazo ampliamente incumplido, de dos de sus contenidos esenciales. La directiva vigente permite, en efecto, una “derogación” o descuelgue -opt-out- individual, pactada entre el trabajador y el empresario, del máximo legal que es de 48 horas semanales, horas extraordinarias incluidas. Y establece un “período de referencia” de 4 meses durante el cual se pueden realizar más de un media de 48 horas de trabajo a la semana, mediante una “ordenación irregular de la jornada” a lo largo de ese período, pactada en convenio. En la práctica, por una u otra vía, se pueden trabajar hasta 78 horas de trabajo a la semana (salvando la restricción de guardar 11 horas de descanso diario y 24 horas de descanso semanal). De hecho, en el Reino Unido, el país en el que, hasta ahora, fundamentalmente se ha utilizado esa excepción individual, cerca de 5 millones de personas trabajan más de 48 horas a la semana y, algunos centenares de miles, llegan a las 78 con cierta frecuencia.

Al plantear la revisión de la directiva, la Comisión Europea ha tratado de evitar � es lo que ha argumentado - los abusos a que ha dado lugar el opt-out. Pero para ello no ha hecho lo que se esperaba que hiciera. Es decir, derogar el descuelgue individual de la jornada máxima semanal o, al menos, establecer un período transitorio al cabo del cual se proceda a su extinción. O proponer que, en todo caso, la superación del límite máximo de tiempo de trabajo semanal se acuerde exclusivamente por la vía de la negociación colectiva. Y adaptar la directiva a varias sentencias del Tribunal de Justicia Europeo (TJE), cuyo contenido establece inequívocamente que los tiempos de guardia, o de espera, forman parte del tiempo efectivo de trabajo.

En lugar de ello, ha procedido a realizar � sobre la base de mantener las 48 horas como norma habitual del tiempo máximo de trabajo semanal - cuatro propuestas que, en vez de contribuir a solucionar el problema, tienen todos los visos de agrandarlo. En primer término, sigue manteniendo la posibilidad del descuelgue individual, aunque sólo en ámbitos sin negociación colectiva y con bastantes más cautelas de carácter individual. Además, establece que los trabajadores afectados por la derogación no podrán trabajar más de 60 horas de media a la semana en un período no superior a tres meses, salvo acuerdo en contrario establecido por negociación colectiva; o 65 horas (en el caso de que los tiempos de guardia se consideren tiempo efectivo de trabajo) de media a la semana, también en un período trimestral. Con una excepción: si el contrato de los trabajadores es inferior a 10 semanas, en ese caso pueden llegar a trabajar hasta 78 horas semanales. Segundo, en contra de lo que establecen varias sentencias del TJE los “tiempos inactivos de trabajo”, dentro de las guardias, no serán computados como tiempo efectivo de trabajo, salvo convenio colectivo o ley nacional en contrario. La tercera propuesta consiste en la posibilidad de ampliar el “período de referencia” para la organización irregular del tiempo de trabajo (mayor jornada que la máxima legal durante equis semanas o meses, menor en los restantes) desde los 4 meses que sigue manteniendo la directiva europea, a los 12 meses que posibilita establecer en los ámbitos nacionales.

Ello, bien mediante acuerdo entre los interlocutores sociales, bien, y esto es nuevo, mediante disposiciones legales o reglamentarias, siempre que los empresarios se comprometan a informar y consultar a los trabajadores y a sus representantes sobre los cambios a introducir y que se adopten las medidas para prevenir o remediar los riesgos de tal medida para la salud (sin comentarios). Finalmente, se propone que el descanso compensatorio a los trabajadores que sobrepasan los límites de la jornada máxima laboral se realice “en un plazo razonable” en lugar de con “carácter inmediato”, como determinan las sentencias del TJE. Además, se sostiene que todo ello respeta la salud en el trabajo y que va a favorecer la conciliación de la vida laboral, familiar y personal (nuevo sin comentarios).

Amén de pasar por encima de las sentencias del TJE, de interpretar de forma peculiar lo que establecen convenios de la OIT y recomienda la Carta europea de los derechos fundamentales, de hacer apenas caso de lo que ya ha dictaminado, en primera lectura, el Parlamento europeo y, por supuesto, de lo que demandan los sindicatos europeos, la posición de la Comisión y el acuerdo alcanzado por la mayoría del Consejo de la UE el pasado 9 de junio plantea algunos problemas. Por cuanto establece una referencia con gran carga simbólica � 65 horas de trabajo a la semana � que más que cifrar y poner tope a la excepcionalidad, que es su finalidad explícita, puede terminar vaciando de sustancia la duración máxima legal de trabajo en cada Estado miembro. Con ello, como sucede con otras varias cosas, en lugar de hacer que el Reino Unido se amolde al derecho del trabajo europeo, estamos dando pasos hacia la “britanización” del modelo social europeo.

A su vez, la regulación europea de los tiempos de guardia, al considerarlos, en parte, como “tiempo inactivo de trabajo” precariza y amenaza la actual regulación, en los ámbitos nacionales, de algunos colectivos como los médicos o bomberos. Y de otros colectivos que, como los trabajadores móviles del transporte por carretera, tienen reconocido, en otra directiva comunitaria, el tiempo “de atención continuada” como tiempo de trabajo efectivo.

En tercer lugar, la posición adoptada puede extender lo que era una situación excepcional, la británica, a otros varios países, en el contexto de la ampliación de la UE. Cuarto, en base a esta propuesta, con gran probabilidad, se va a eludir o condicionar en algunos países la negociación colectiva para, así, establecer períodos de referencia más amplios y tiempos de trabajo semanales desmesurados. Su influencia servirá, finalmente, para acabar, como se está intentando en Francia, con las 35 horas de trabajo semanal y, en general, para desestructurar la organización del tiempo de trabajo en provecho de la discrecionalidad empresarial.

La última batalla, antes de que la propuesta se convierta en directiva comunitaria, se va a librar, probablemente en septiembre, en el Parlamento Europeo (PE). El cual tiene la posibilidad de eliminar, en el procedimiento de segunda lectura, los elementos más negativos de la decisión consensuada en el Consejo. Pero, salvo que se produzca una gran reacción social y política en contra, no es nada seguro, lamentablemente, que ello se produzca. Sobre todo tras el cambio de posición de Francia e Italia y porque, en esta fase, se requiere que el Parlamento Europeo adopte la decisión en sesión Plenaria y por mayoría cualificada.

Lo que está sucediendo con la directiva sobre tiempo de trabajo no es algo aislado sino que pone de manifiesto un fenómeno más general: la progresiva erosión del modelo social europeo. Como ha señalado el Secretario General de la CES, John Monks, la Europa social “se bate en retirada”. Algo que se está evidenciando por la parálisis legislativa y por la creciente sustitución de los procedimientos obligatorios por los indicativos y voluntarios en el campo social; por la tendencia a plegarse a las posiciones más regresivas y contrarias al modelo social europeo, como ha sucedido también en la directiva de retorno de los inmigrantes, para poder alcanzar un mínimo común denominador mayoritario; por el contenido regresivo de las propuestas que finalmente llegan a aprobarse; o por las recientes sentencias del TEJ sobre los casos Laval, Viking y Rüffert en las que se ha dado prevalencia a los derechos de establecimiento y de libre prestación de servicios sobre los derechos fundamentales de negociación colectiva y de huelga. Esas sentencias han legitimado la competencia desleal y el dumping social, realizados por empresas de unos Estados miembro en otros Estados miembro de la UE, al aplicar a sus trabajadores desplazados menores salarios y peores condiciones laborales que los que rigen en los países donde se fueron a localizar dichas empresas.

La política social europea está dejando de ser parte de la solución para pasar a ser parte del problema. De hecho, la CES ha propuesto que se incluya en el Tratado de Lisboa una “cláusula de progreso” que asegure la prioridad de los derechos sociales fundamentales sobre las libertades económicas y las normas de competencia; y para evitar que las normas sociales europeas puedan empeorar las nacionales, por la vía de la ley o del convenio. La política social europea ha pasado de tener, en los años 60 y 70, la “equiparación en el progreso” como norte, a perseguir el establecimiento de “prescripciones mínimas” en los años 80 y 90 y, actualmente, a derivar hacia una “competencia entre modelos sociales nacionales”.

La superación de esta situación no parece fácil por cuanto exigiría, al menos, de tres condiciones. En primer lugar, un proyecto político de construcción europea que sitúe los bienes públicos europeos y una política coherente de desarrollo sostenible por encima de las reglas económicas (estabilidad monetaria, política de competencia, disciplina presupuestaria) que rigen la vida comunitaria. En segundo lugar, desarrollar un auténtico programa de acción social que equipare las dimensiones económica y social de la Unión Europea. Y, finalmente, una coalición de fuerzas políticas y sociales capaz de llevar adelante las dos anteriores. Pero, desafortunadamente, no es, hoy por hoy, identificable por ninguna parte una alianza de fuerzas de izquierda y progresistas que promueva un proyecto político y democrático de Unión Europea ni que esté dispuesta a defender las características diferenciales del capitalismo y del modelo social europeo. Ante su ausencia, son los partidarios de un modelo europeo “concurrencial” y los menos proclives a una Europa de soberanía compartida los que están imponiendo su impronta.

  • Consejero del Comité Económico y Social Europeo

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