lunes. 29.04.2024
libros

“Lo difícil no es cumplir con tu deber
sino saber cuál es tu deber”


Una de las grandes miserias que encerramos los seres humanos, -sucede con más frecuencia en el marco del poder y la política-, es que sabemos muy bien lo que se nos debe, pero olvidamos fácilmente lo que debemos a otros. Los seres humanos disponemos de un don innato para el olvido, pero otro no innato, sino aprendido, para aquello que no nos conviene recordar. El ejemplo que todos tenemos en la memoria es constatar cómo recuerdan los políticos los fallos de sus adversarios mientras se llaman a andana de los propios.

Aunque su existencia real como persona no ha sido probada, sea real o no, Esopo es bien conocido por sus fábulas; una de sus ingeniosas frases es “la rueda más estropeada del carro es la que hace más ruido”; lo afirma Esopo y lo decimos muchos: “el más necio del grupo es el que más ruido hace”; de ahí la verdad que encierra este proverbio hindú: “Cuando hables procura que tus palabras sean mejores que el silencio”. Hace más más ruido en el bosque un árbol que cae que cien que están creciendo. La reflexión sensata, el serio argumento están siendo desterrados de nuestra sociedad y sustituidos por el bullicio de la descalificación, ampliado por los aparatos tecnológicos y redes sociales, sobre todo, por las voces discordantes de las declaraciones y juicios políticos reducidos a frases cortas, de apenas algunas decenas de caracteres, incapaces de escribir en pocas palabras información veraz y relevante. Los medios de información tradicionales, los buenos artículos o los libros eternos, han ido siendo sustituidos por diversos canales de comunicación y redes sociales; el neuromarketing político es cada vez más protagonista en esta era digital. Estamos inundados de “tuits y sus interminables hilos", esos mensajes digitales que se envían a través de la red social, que no cesan de hablar por hablar para apenas decir nada. Con sana ironía se preguntaba Manuel Vicent hace tiempo en su columna dominical de El País: “¿Qué es un tuit? Puede ser un acorde de Bach si lo emite un jilguero o un rebuzno que ensucia el aire si lo lanza cualquier asno humano”.

La experiencia nos dice que se sabe poco y se opina mucho; abunda la información no basada en la experiencia, devorada por lo mediático

Es el nuevo paradigma de la comunicación que demanda la sociedad, cada vez menos interesada por la lectura reposada y sí por la imagen rápida y la frase corta, de múltiples interpretaciones y, más, en el nuevo escenario de la Inteligencia Artificial (IA). Sin añoranza, pero sí con evidente decepción, como ironizaba un parlamentario socialista, “hemos pasado de la lucha de clases a la lucha de frases”; han desaparecido esos políticos de oratoria brillante, sin olvidar que los ciudadanos precisan ilusión y entusiasmo y no aburrimiento; casi siempre ese entusiasmo colectivo se logra con buena oratoria; si hace décadas no estaba bien visto leer los discursos en el Parlamento, hoy, apenas hay oratoria si por medio no hay un texto leído. ¿La causa de esta carencia? Se habla mucho y se lee poco; pero se habla demasiado a través de ese símbolo de la banalidad que son los “tuits”, son fugaces, dicen poco, se contradicen mucho y si no convienen, se borran rápido. El símbolo de la “fugacidad” es la metáfora del “río” que, según Platón, se atribuye al filósofo presocrático del siglo VI aC, Heráclito de Éfeso, para quien el permanente y fugaz cambio es lo que anima el mundo: “Ningún hombre puede cruzar el mismo río dos veces, porque ni el hombre ni el agua serán ya los mismos”. Es este, quizá, uno de los aforismos más recurrentes de Heráclito hasta convertirlo en un tópico literario: “todo fluye”; la vida es como un río que se va. El río en el que nos bañamos simboliza la fugacidad del tiempo, el devenir incesante, la diferencia y el cambio de la realidad que nos rodea. La experiencia nos dice que se sabe poco y se opina mucho; abunda la información no basada en la experiencia, devorada por lo mediático. Hay que hablar de la vida y los problemas que interesan a todos los ciudadanos y no sólo a los que detentan el poder; el ejercicio de la “política basura”, ese enfrentamiento épico y enconado que sufre nuestra política, además de enojar a los ciudadanos les va apartando de ese valor imprescindible que es la democracia. Vivir en democracia significa que la sociedad en general, y los ciudadanos en particular deben conocer bien el mundo en el que viven y para ello hay que leer y mucho, pero con fundamento, como diría Arguiñano. Si para ver bien, hay que saber mirar y para saber y opinar hay que preguntar, para llegar a conocer la verdad hay que tener información, pues la opinión sin información, que tanto se prodiga, es como un anzuelo sin cebo. Y nuestros políticos leen poco; lo demuestra la ignorancia de la que, creyéndose Demóstenes o Cicerón, hacen gala en sus intervenciones.

Quienes gobiernan o aspiran a gobernar un país deben poner particular empeño en ser técnicamente competentes

Al igual que en la escuela hay que conseguir un alumnado lector, abriéndoles espacios que les permitan adentrarse en el universo científico, cultural o literario, preparándolos para la vida académica y a ejercer su derecho, desde la inteligente palabra a actuar como ciudadanos críticos, en la política hay que alcanzar una comunidad de políticos lectores que acudan a los textos, no a la improvisación, buscando respuestas para los problemas que necesitan resolver, tratando de encontrar información para comprender mejor algún aspecto del mundo que es objeto de sus preocupaciones, detectando argumentos para defender una posición con la que están comprometidos o para rebatir otra que consideran peligrosa o injusta. Pocos parlamentarios seducen hoy con la palabra, a pesar de que España, en otros tiempos, ha contado con una larga tradición de oradores: Castelar, Cánovas, Maura, Azaña… Quienes gobiernan o aspiran a gobernar un país deben poner particular empeño en ser técnicamente competentes. Si además de ser técnicamente buenos, transmiten ideas relevantes, se convierten en políticos insustituibles.

Vivimos momentos de profundos cambios en la definición de la materialidad misma del “libro”. Algunos nos anuncian “una nueva democracia” vía lnternet o inteligencia artificial, organizando prematuros funerales a “los libros”, esos objetos que tienen textura y olor, con los que hemos aprendido a convivir durante siglos. Vivimos inmersos en la sociedad de la información, pero la información es materia inerte si los seres humanos no logran convertirla en conocimiento veraz. La información en el universo digital se encuentra mayoritariamente en forma de texto y el único mecanismo de extracción de sentido de un texto, es la lectura. La lectura es, y ha sido siempre, el elemento fundamental de la educación y la cultura. No se concibe la educación sin la lectura y, en lo que a la cultura se refiere, debemos recordar que la lectura ha sido y es el medio principal de transmisión del conocimiento. A lo largo de los tiempos y de las generaciones el saber acumulado se ha ido transmitiendo principalmente a través de los textos escritos, de los libros.  

El amor al libro y la pasión por la lectura no sólo se aprende, sino que se contagia, de la misma manera que la ilusión, por la vida o la emoción por el arte

Durante años, durante siglos, me atrevería a decir, una persona culta era, sin duda, aquella cuyas referencias emocionales e intelectuales encontraban su acomodo en las páginas de los libros y en los estantes de las bibliotecas. Hoy, tal vez, las tecnologías de la comunicación y la información están modificando conceptos y creencias del pasado. Sin embargo, en mi opinión, el libro, como plasmación de un texto, ya científico-técnico, ya de ficción, ya de información literaria, continuará siendo el pilar básico en el que se asienten las vivencias culturales de los ciudadanos de cualquier tiempo y lugar. Creo, he creído siempre, en la capacidad transformadora de la lectura. Estoy convencido de que un libro ayuda a vivir más intensamente la vida, a conocer mejor el entorno en el que nos movemos y a indagar en la reflexión del conocimiento propio. El libro ha sido y seguirá siendo nuestro compañero más íntimo, el viaje al fondo de nuestras emociones, el camino directo a las ideas que anidan en el desván de nuestra memoria. El amor al libro y la pasión por la lectura no sólo se aprende, sino que se contagia, de la misma manera que la ilusión, por la vida o la emoción por el arte. “En el gris de la tarde polvorienta” -parafraseando a Antonio Machado-, el libro ha sido el amigo más fiel e íntimo de muchos de los que ya peinamos canas, el que nos ha permitido aprender de una vida más intuida que vivida. Refugio interior, faro de ilusiones y proyectos, cascada de emociones y mar misterioso, el libro vive a nuestro lado esperando que una mano amiga se decida a tomarlo, abrirlo y pasar con interés sus páginas.

Considero un amargo fracaso educativo el alejamiento de la lectura de los que llamamos clásicos en las futuras generaciones de lectores. Es éste un desafío formidable respecto del que no debemos tirar la toalla. Prescindir de los clásicos, trátese de Homero o de Thomas Mann, es algo así como renunciar a la educación. Los clásicos nos interrogan cada vez que los abordamos. Leer a Platón, a Pascal, o a Tolstoi… es intentar una vida nueva y diferente. Asomarse a los clásicos impone esfuerzo, un esfuerzo que sólo se puede mantener si es querido, si es voluntario. Es un esfuerzo que, quien lo ejercita, queda recompensado con creces.

El uso más que generalizado de las tecnologías y redes sociales por parte de la clase política ha cambiado la dinámica de los dirigentes, gobernantes, partidos políticos y tertulianos en la comunicación pública, transformando la información, reducida a frases inconsistentes de dudosa calidad literaria y comunicativa y propiciando la transformación de aspectos importantes del funcionamiento de la información, en un canal donde cualquiera puede expresar lo que le venga en gana, mediante el intercambio de opiniones expuestas desde la diversidad, pero carente de un sistema de opinión argumentado.

Considero un retroceso llegar a reducir la importancia de la correcta comunicación y la fuerza de la argumentación política, en permanentes “tuits”

Quizás sea demasiado simplista por mi parte calificar una tecnología comunicativa como positiva o negativa sin contemplar sus múltiples y diversas funciones, su funcionamiento en diferentes contextos, los usos de los distintos actores y su evolución temporal. Pero considero un retroceso llegar a reducir la importancia de la correcta comunicación y la fuerza de la argumentación política, en permanentes “tuits”. Es cierto que este sistema ha contribuido a la aparición de nuevos líderes de opinión dentro de los partidos, ofreciendo una oportunidad de visibilidad y protagonismo a políticos sin responsabilidades partidistas o parlamentarias, pero con una resonancia sobrevalorada y escaso valor informativo. No es optimismo fácil ni euforia gratuita, todo lo contrario, exhortar a la lectura, especialmente a los clásicos; al hacerlo, nos sentíamos depositarios de un sentido de la vida como de algo que puede volver a empezar desde cero.

La lectura es el medio para recrear el lenguaje, para ordenar y enriquecer nuestro pensamiento, para aprender, para interpretar el mundo e interpretarnos a nosotros mismos, para alimentar nuestra imaginación y para estimular nuestros sentimientos. En síntesis, la lectura es un medio para disfrutar. A través de la lectura se produce un enriquecimiento personal, que acaba por trascender y enriquecer a toda la sociedad. Una sociedad, en la que se lee mucho y habitualmente, pasa por ser una sociedad culta, que es tanto como decir una sociedad desarrollada, democrática y cívica. Así, el nivel de lectura de la población, junto a la práctica de otras actividades culturales, se convierte, en nuestras sociedades, en un indicador del nivel de prosperidad económica, social y cultural.

En esa medida, todas y todos aquellos que aspiremos a vivir en una sociedad compuesta por personas con conocimientos suficientes, con criterios propios, con pensamiento autónomo, libre y crítico, con conciencia de sus derechos y de los de los demás, que hace uso responsable de ellos en una lógica de respeto a la diferencia, de cualquier tipo, todas y todos los que aspiramos a vivir en una sociedad democrática y próspera compuesta por ciudadanos libres y responsables, debemos empeñarnos en fomentar la lectura.

No es extraño que esté desapareciendo la buena información, el buen periodismo, el que respeta la complejidad y las contradicciones de la vida y de la política

Nos hemos acostumbrado a conocer el mundo, no en relación directa con la realidad, sino a través de las pantallas de televisión y móviles, de las redes sociales o los medios de comunicación; resulta sorprendente constatar la rapidez con la que una noticia, personaje o acontecimiento que acaparaba el presente de la información en todos los medios, no sólo se queda anticuado, sino que, de inmediato, deja de existir en cuanto esa realidad desaparece de las pantallas, de los medios de comunicación o de las redes sociales. La gente asume y adopta la información, los valores y los comportamientos que le llegan a través de lo que escucha y ve en esas pantallas. La forma y el color con los que veremos el mundo, la realidad, no será ni la forma y el color de la propia realidad, sino como la quieran presentar los grupos que controlan los medios, como fotografías retocadas y manipuladas por “un Photoshop interesado”. En un futuro no lejano, será un anacronismo sorprendente ver y llegar a conocer la realidad, tal como es, en contacto directo con ella, sino cómo quieren que la veamos quienes tienen en su mano el control de los medios; harán desaparecer la “verdad” y venderán “la verdad que ellos quieran”, haciéndonos creer que tiene mayor interés relacionarse y conocer el mundo y la realidad a través de las distintas pantallas que nos ofrecen. No es extraño que esté desapareciendo la buena información, el buen periodismo, el que respeta la complejidad y las contradicciones de la vida y de la política.

El periodista y escritor italiano, Italo Calvino, fue el escritor contemporáneo más traducido en el momento de su muerte en 1985 a los 61 años de edad; cubano de padres italianos, vivió gran parte de su vida en Italia, donde no sólo se formaría política y socialmente sino también, donde desarrolló gran parte de su pasión literaria. Afiliado al Partido Comunista, combatió en la guerra como partisano, luchando contra el fascismo; esta experiencia le sirvió para escribir su primer libro “Los senderos de los nidos de araña”, en el que narra su experiencia en la resistencia. Su estilo literario, en un principio neorrealista, posteriormente se dejaría llevar más por la fantasía y la narración poética. En su obra “Marcovaldo” se ve claramente cuáles son las dos vertientes literarias que trabaja en su narrativa: la realista y la fantástica. Se trata de una recopilación de fábulas neorrealistas en las cuales se hace patente el choque entre naturaleza y progreso. Los temas más frecuentados en sus novelas son: la denuncia de la realidad contemporánea, el miedo impropio de las personas a la soledad, la denuncia de los comportamientos preestablecidos que se les impone a los ciudadanos y los problemas de la sociedad industrial contemporánea del momento. A lo largo de su obra supo predecir cómo serían algunas de las nuevas formas literarias del futuro, así como el surgimiento de la corrección política. En un ensayo publicado en 1986 en ‘The New York Review of Book’, ese magacín bimensual sobre literatura, cultura y actualidad Calvino nos ofrece 14 razones para leer los grandes clásicos de la literatura… Y aunque la mayor razón, y con esa debería bastarnos, para leer a los grandes de la literatura, es que sobreviven y perduran en el tiempo.

Leer a los clásicos, nos recuerda Calvino, nos permite conocer las raíces de nuestra cultura y nuestra historia

Leer a los clásicos -subraya Calvino-, nos permite conocer las raíces de nuestra cultura y nuestra historia, nos ayuda a enriquecer nuestro vocabulario, mejorar nuestra capacidad de análisis y comprensión de textos y a desarrollar nuestra creatividad e imaginación. Es lo que ocurre entre esas personas que se supone “de vastas lecturas”; no vale para la juventud, edad en la que el encuentro con el mundo, y con los clásicos como parte del mundo, vale exactamente como primer encuentro. El prefijo iterativo “re” delante del verbo “leer”, “releer”, puede ser una pequeña hipocresía de todos los que se avergüenzan de admitir que no han leído un libro famoso. Para tranquilizarlos bastará señalar que por vastas que puedan ser las lecturas de formación de un individuo, siempre queda un número enorme de obras fundamentales que uno no ha leído. Se usa la palabra “clásicos” para aquellos libros que son atesorados por quienes los han leído y amado; pero ellos no son menos apreciados por aquellos que tienen la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para disfrutarlos.

Como dice Calvino, las razones por las que leer a los clásicos es importante, entre otras, porque son obras valiosas que perduran a través del tiempo, son un modelo en su género y porque ejercen una influencia particular, al imponerse por ser inolvidables, escondidos en los pliegues de la memoria, mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual; nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí, la huella que han dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado. Lo que distingue a un clásico del que no lo es, tal vez sea sólo un efecto de resonancia que vale tanto para una obra antigua como para una moderna pero ya ubicada en una continuidad cultural.

Leer un gran libro por primera vez en la ya madurez es un placer extraordinario, diferente del placer de haberlo leído en la juventud. Siendo jóvenes trae a la lectura, como a cualquier otra experiencia, un sabor particular y un sentido particular de importancia, mientras que en la madurez se aprecia (o debería apreciar) muchos más detalles y significados de esa misma lectura. Si releemos el libro a una edad madura es probable que re-descubramos estas constantes, que en ese momento forman parte de nuestros mecanismos internos, pero cuyos orígenes hemos olvidado.

Hay grandes clásicos que ejercen una influencia tan particular en nosotros que se niegan a ser erradicados de la mente

Hay grandes clásicos que ejercen una influencia tan particular en nosotros que se niegan a ser erradicados de la mente escondiéndose en los pliegues de la memoria. Incluso si los libros siguen siendo los mismos, sin duda nosotros sí hemos cambiado, y nuestro encuentro con esa misma lectura será una cosa totalmente nueva. Cada lectura nueva que hagamos de un mismo libro, varía mucho dependiendo de nuestra situación personal, de nuestras nuevas experiencias, de nuestras circunstancias, como decía Ortega, del modo de vida que llevemos en ese momento… Todo cambia, aunque el libro siga siendo el mismo. Según Calvino, los clásicos son los libros que vienen a nosotros teniendo sobre ellos las huellas de las lecturas anteriores a la nuestra, y llevando a su paso las huellas que ellos mismos han dejado en la cultura o culturas que han pasado a través. Al leer a un clásico, a veces descubrimos algo que siempre hemos conocido, pero sin saber que este autor lo dijo primero, o al menos se asocia con él de una manera especial. Italo Calvino reflexiona, se pregunta, a la vez que se responde: la lectura de los clásicos parece entrar en conflicto con nuestro ritmo de vida actual, que ya no nos permite tener largos periodos de tiempo para leer, esa respiración del ‘otium humanístico’. ¿Dónde vamos a encontrar el tiempo y la tranquilidad para leer a los clásicos, abrumados como estamos por la avalancha de los acontecimientos actuales? Porque, responde Calvino: un clásico es algo que tiende a relegar las preocupaciones del momento a la situación de ruido de fondo, pero al mismo tiempo este ruido de fondo es algo que no podemos prescindir, y que entra en contradicción con el eclecticismo de nuestra cultura, que difícilmente sabe confeccionar un catálogo de los clásicos que convenga a nuestra situación actual. 

Y puesto que exhorto a la lectura de los clásicos quiero finalizar estas reflexiones con un clásico y una de sus obras del siglo XX, Stefan Zweig, “El mundo de ayer. Memorias de un europeo”. Una obra que es un testimonio fundamental para entender el pasado, el presente y el futuro de Europa, y en la que no concebía la existencia sin intensidad, compromiso y amor; un libro en el que Zweig nos enseña que a todos nos va mejor cuando cooperamos, cuando trabajamos juntos desde la tolerancia, el respeto, el humanismo y el sentido democrático. Es un testimonio imprescindible para entender el periodo entreguerras y todo lo que vino después. Su testimonio es importante porque Zweig ha disfrutado y sufrido los extremos, como él mismo escribe: “he sido homenajeado y marginado, libre y privado de libertad, rico y pobre. Por mi vida han galopado todos los corceles amarillentos del Apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración; he visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea”.

Los totalitarismos no se ven venir, se disfrazan de ingenuidad y brotan cuando ya han invadido el sistema

Desde la sinceridad de su palabra, confiesa y reconoce que no vio venir la llegada del nazismo, que vivía en una ilusión: “Nunca he confiado tanto en la unidad de Europa, nunca he creído tanto en su futuro como en aquella época, en la que nos parecía vislumbrar una nueva aurora. Pero en realidad era ya el resplandor del incendio mundial que se acercaba”. Estas palabras son una advertencia para la ciudadanía y sus dirigentes; deben servirnos como aprendizaje pues los totalitarismos no se ven venir, se disfrazan de ingenuidad y brotan cuando ya han invadido el sistema.

Leer o releer “El mundo de ayer. Memorias de un europeo”, es encontrarse con una magnífica obra, imprescindible para entender hoy Europa, los nacionalismos, el uso partidista de los medios de comunicación, cómo funcionan los totalitarismos o qué papel tiene que jugar la cultura y los intelectuales. Para Zweig, el motor de Europa no es ni la economía ni la política, es la cultura. Europa se construye desde la cultura, desde el debate y el intercambio de ideas, desde la reflexión conjunta, sosegada, rigurosa e intelectual, desde la solidaridad y la cooperación. El libro es una advertencia continua a que aprendamos de los errores, “en aquella época, cuando la propaganda nunca se había utilizado en tiempos de paz, los pueblos creían a pies juntillas todo cuanto salía impreso” y este fanatismo llegó a la cultura. Stefan Zweig representa la desesperación que muchos intelectuales sintieron ante la llegada del nazismo. Tras toda una vida dando un mensaje pacifista en que defendía lugares sin fronteras, se encontró con el ascenso de Hitler y la Segunda Guerra Mundial. En 1942, tras creer que el fascismo iba a vencer, decidió quitarse la vida.

Abandonemos tanta palabra vacía, tanto “tuit frívolo” y leamos a los clásicos, leamos a Zweig para aprender del mundo de ayer y construir un mundo mejor y recordar a nuestros ambiciosos políticos, el buen consejo que he escrito al inicio de estas reflexiones. “Lo difícil no es cumplir con tu deber, sino saber cuál es tu deber”.

Leer, y mejor, releer a los clásicos