- Las razones del pacifismo
- La ética del pacifismo
- La obligación del pacifismo
- La cuestión del pacifismo
Las razones del pacifismo
“El debate sobre las soluciones a la guerra de Ucrania se divide entre reparar una injusticia o buscar la consecución de la paz. Va siendo hora de equilibrar el argumento belicista que domina la discusión” (El País, Sánchez-Cuenca, 02/05/23)
Queremos la paz, la deseamos, la anhelamos, incluso la buscamos, la pretendemos, la perseguimos. Ambicionamos, veneramos, incluso adoramos -y creemos fervientemente, o pensamos que creemos, y confiamos y nos proyectamos en- la paz. En morarla, en habitarla, en anidarnos en ella ¿Qué, cómo, si no, vivir?
Este pensamiento ¿es pacifista? Aceptarlo ¿es propio del pacifismo? Si aceptamos tener este pensamiento, que lo tenemos y aceptamos tenerlo ¿somos pacifistas? Sí, por qué no.
La paz ¿merece vivir una injusticia? ¿La mera pregunta nos disloca del pacifismo?
La ética del pacifismo
Desde Kant (y Sartre y su ("mauvaise foi") sabemos que una decisión, si quiere ser ética, no permite que sea instrumental, y sí exige, sin embargo, que nos sea molesta, incluso dolorosa. Por ello desde la Europa occidental ni la opción pacifista ni la belicista son o pueden ser éticas, siempre tendrán un sesgo u otro en nuestro interés, por o para nuestra comodidad, física o psíquica.
Sólo cualquier opción tomada en, desde y por, y por ello, para la ciudadanía ucrania, tanto en un sentido (paz por territorios y ciudadanía) como en su contrario (territorios y ciudadanía por paz), y porque sea cual sea su decisión, será física y emocionalmente dolorosa para quien la toma; sólo porque el agente y el paciente son la misma y única persona, su decisión, que sí será ética, nos obliga, y no hay por nuestra parte otra acción que sostenerla en la medida de nuestras posibilidades, de nuestra capacidad de sacrificio, y siempre sabiendo que, sea como sea nuestra acción, nuestra participación, nunca serán suficientes las acciones o, las más de las veces, actuaciones que en el apoyo de su decisión hagamos o realicemos o acordemos que nuestros representantes hagan o realicen.
¿Es por eso que los que claman, ellos que lo hacen porque pueden con voz propia, tener paz a cambio de territorios y por ciudadanía, se ven imposibilitados de poner sobre la mesa una opción concreta, y, dando la razón a esa mauvaise foi que tan bien vieron Kant y Sartre, esperan a que sean los propios ucranios los que, acogotados, exánimes, sin otra esperanza, renuncien a territorios y ciudadanía por una ¿frágil? paz y así poder decir “¡Ya lo decíamos! ¡¿Hacía falta tanta tragedia para llegar a esto?!”…?
No es mejor la postura contraria, no. También se puede decir que hay una cierta comodidad en tan sólo apoyar la opción guerrera que, parece ser o creemos que parece ser, es la decisión de los ucranios.
¿Qué territorios, qué ciudadanía se debe permutar por paz? ¿Quién lo debe decidir? ¿China? ¿Brasil? ¿UE? ¿EEUU? ¿Rusia? ¿Todos? ¿Ucrania bajo agresión?
La obligación del pacifismo
“El mal suele ser simple, aunque a veces no tan simple, si eres capaz de apreciar el matiz. Pero hay indagaciones que manchan, y hasta las hay que contagian sin dar nada valioso a cambio.” (Fiebre y Lanza, Tu rostro mañana, volumen 1, Javier Marías, pg. 142)
Ni que Marías hubiera tenido aviso de lo que haría Putin con Ucrania y de la inanidad, la vacuidad o incluso de la trampa de indagar en los motivos, las razones o causas del mal de esa guerra: explicaciones que “contagian sin dar nada valioso a cambio…”.
El pacifista tiene la obligación de explicar, de argumentar, pero más allá de nuestra emoción por la paz, de todos querida, qué coste, que no será suyo, o si lo será, de su responsabilidad, pero no lo padecerá, deberán asumir los ciudadanos concernidos por su opción , aunque antes, y para no ser acusado de trilero, de mauvaise foi sartriana, deberá explicitar su opción sobre qué ceder ¿Crimea? ¿Donbás? ¿Un corredor? ¿Odesa? ¿Moldavia? ¿La ciudadanía? Porque los otros, entre los que nos encontramos, los que hemos decidido soportar y dar soporte a la decisión ucrania, sabemos explícitamente, y explícitamente asumimos como responsabilidad de nuestra su asunción, el dolor, la tragedia y la muerte que obliga, a que obligamos por, dar soporte a la guerra, a la decisión de guerrear por su territorio, a su ciudadanía.
Lula, Xi, Zapatero y otros, los que tienen voz propia y pregonera y pueden disponer y disponen de ella, deberán en algún momento, pero siempre antes de que lo hagan los ucranios, en cuyo caso la acusación de mala fe cobrará fuerza y sustancia, decir qué quieren decir cuando dicen que están por la paz y el diálogo. Y los que, sin voz, acuerdan lo mismo, lo suyo sería que se lo exigieran a sus pregoneros, por lo mismo, para no ser acusados de mala fe.
El final, como bien nos recuerda un entrañable amigo, el otras veces mencionado Jaime Sacasa, no es ético porque el final, ningún final, puede ser ético. La ética está en la decisión, no en el resultado. Si estuviera en el resultado, entonces la decisión sería instrumental, ergo no sería ética.
Y contestando a este buen amigo (“¿Puede Ucrania ganar la guerra? ¿Qué sería necesario exactamente para poder afirmar eso: ‘La guerra ha finalizado. Ucrania ha ganado’?”), la pregunta no es si éste o aquél puede o no ganar la guerra. Ni tan siquiera si para la paz vale la pena ganar la guerra. Ni lo contrario, si para la paz vale la pena perder la guerra, pues de eso se trata en estos momentos para los dos, agresor y agredido, para cualquiera de los dos: ganar la paz perdiendo la guerra.
No.
La cuestión del pacifismo
“Quienes apuestan por la confrontación armada creen que lo prioritario es reparar la injusticia de la invasión y los crímenes cometidos, aun si eso supone un conflicto de consecuencias terribles y un riesgo de extensión del mismo más allá de Ucrania.
Por su parte, quienes abogan por la paz creen que es más importante acabar con la guerra, aun si eso supone transigir con una injusticia […] Soy consciente que esta manera cruda y sin matices de plantear el dilema puede resultar inaceptable a muchos, pero, en última instancia, el debate, se reconozca o no, gira en torno a ello.” (El País, Sánchez-Cuenca, 02/05/23)
Tampoco.
La cuestión es por qué los que tienen voz, y dicen hablar en nombre del diálogo y la paz, no dicen qué diálogo y qué paz, y por ello, de ellos, pero también de los que en ellos se escudan para dar sustancia a su postura, como el propio Sánchez-Cuenca, como tantos de la izquierda, se puede decir que, en tanto que no se mojen, y valga esta expresión vulgar y casi barriobajera, indicando, haciendo explícitos y contables, los costes de su decisión, costes en territorio y en ciudadanía, mientras que, al contrario de los otros, que si se responsabilizan, ni que sea de palabra, del horror y de la muerte que su decisión conlleva, mientras mantengan su argumento en el terreno de las emociones ¡qué bonita, qué agradable, qué amable y limpia, y suave es la paz! y no en el de las concreciones, entonces será de ellos, de los que se autoadjudican el diálogo y la búsqueda de la paz, predicable la mala fe sartriana del que hace ver -que no acciona, sólo actúa como- que es lo que no es, y que espera a que, cual fruta madura, caiga la guinda del guindo para decir “¡Ya lo decía yo!”
Esa es la cuestión. Todos queremos la paz, la deseamos, la anhelamos, incluso la buscamos, la pretendemos, la perseguimos.
Todos sostenemos y afirmamos ambicionar, venerar, incluso adorar -y creer fervientemente, o pensamos creer, y confiar y proyectarnos en- la paz. Y esperamos morarla, habitarla, anidarnos en ella, pues ¿qué, cómo, si no, podríamos vivir? Pero...