sábado. 27.04.2024
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Un plano interrelacionado con el consentimiento pero no prevalente, cuando hablamos de violencia sexista, es el del deseo. El deseo sexual -o la libido freudiana- puede ser oscuro y también forma parte de la ética… pero desde una mirada relacional esa indagación sobre su libre realización tiene un tope, el respeto mutuo, el consentimiento de ambos, la voluntariedad de la mujer frente a una agresión -diferente al sadomasoquismo consentido-. Y forma parte también de la ética cívica y sexual. El deseo individual -radical- no es el bien supremo al que se debe subordinar la relación con la otra persona, no es la guía para justificar un comportamiento prepotente o coactivo. Entonces, la exigencia del ‘no es no’ o el ‘solo sí es sí’ es legítima y ética; es decir, el consentimiento, la voluntariedad de la relación está por encima de la realización del deseo individual, debe ser voluntad de ambos.

El sexo consentido puede ser no placentero o doloroso, y no necesariamente hay violencia sexual; pero siempre debe ser voluntario. Así, cuando no es consentido esa imposición produce dolor al atentar a la dignidad de la persona que se opone a la sumisión, o sea, respecto de su libertad de decidir que se cuestiona. Y ese dolor frente a la indignidad se corresponde con la supuesta satisfacción, la plena voluntad y el ejercicio de poder del agresor machista. Por tanto, esta actuación no consentida requiere sanción social, y si es grave y delito, sanción penal proporcionada. Esa reprobación cívica no presupone victimismo ni punitivismo, sino justicia, reparadora y restaurativa para una parte, agredida, y sancionadora y con reinserción para otra parte, agresora. Esa relación coactiva podría ser placentera, incluso parcialmente deseada, pero su carácter principal deriva de la voluntad decisoria de no consentir.

Podemos admitir algunos puntos de coincidencia entre ambos enfoques, relacional/contractualista e individualista/posmoderno: el consentimiento tiene límites, no es una varita mágica que resuelva todo, en particular, no sirve para conseguir y expresar el deseo sexual, solo exige voluntariedad no coacción. No obstante, cabe una doble actitud: defenderlo, como garantía de voluntariedad y libertad en una relación sexual y, al mismo tiempo, valorar sus límites ya que no resuelve el resto de la relación, el placer y el deseo, que están en otra esfera individual y relacional.

La cuestión se supera con la consideración de su interdependencia o combinación para afrontar el doble plano de la libertad sexual: por un lado, el freno a la violencia machista, a la prepotencia masculina que impone su sexualidad y subordina a las mujeres; por otro lado, la expresión libre del deseo sexual de las mujeres (y colectivos LGTBI), en posiciones subalternas, pero con derecho al placer y la reciprocidad. Ello mejorará la mejor masculinidad y la propia realización y felicidad de los hombres.

Si el deseo sexual es individual, cuando se inicia y establece la relación es cuando, aparte de buscar placer, entra el criterio de consentimiento para expresar la voluntariedad y evitar la coacción machista

El hilo conductor de esa posición posmoderna pretende conjugar el consentimiento con el deseo, cuestión razonable, pero siempre subordinado al segundo como bien supremo de la relación sexual, cuestión discutible. Esa jerarquización deja de lado el aspecto principal del papel del consentimiento: es una garantía conductual frente al acoso machista en defensa de la voluntariedad de la relación sexual y la capacidad de decidir de las mujeres (y de cualquier persona). No se comprende que en esa práctica interpersonal -no en el deseo subjetivo o la fantasía- existen dos planos diferentes, el relacional y el individual. Y si el deseo sexual es individual, cuando se inicia y establece la relación es cuando, aparte de buscar placer, entra el criterio de consentimiento para expresar la voluntariedad y evitar la coacción machista, o sea, para delimitar si existe violencia; nada más y nada menos.

Por tanto, en esa práctica social la prioridad es la voluntariedad, no la imposición o la sumisión. Paralelamente, están el deseo y el placer. Pero no hay que confundir los dos planos o infravalorar la capacidad decisoria de las mujeres, su propia voluntad para consentir o acordar, condición básica para hablar de relación sexual; en ausencia de consentimiento, la relación se convierte en agresión sexual.

El deseo individual, como decimos, podría ser compatible con el consentimiento. Pero ese enfoque posmoderno lo absolutiza para dejar subordinado el criterio del consentimiento, al que se rebaja y descalifica. Así, se realizan críticas exageradas sobre el papel del contrato, el pacto o el consentimiento (afirmativo), y se intenta descreditarlo por su vinculación con el plano jurídico penal y el punitivismo (o el neoliberalismo).

La crítica de fondo es que constituye una constricción del deseo, del individuo deseante, cuyo contenido puede ser opaco aunque la pulsión sería nítida y actuante de forma más bien determinista. Estaríamos ante la libido freudiana y del psicoanálisis, o la pasión individual -el egoísmo o el beneficio propio- de los fundadores británicos del liberalismo individualista (Hume, Smith), frente a otras tradiciones modernas más socializantes, como la del republicanismo cívico y los contractualistas franceses (Rousseau), o la pulsión pasional marxista, más colectivista, para cubrir las necesidades vitales básicas, objeto ambas de la crítica posmoderna.

Por supuesto, esta legislación actual del consentimiento deja un espacio al deseo, solo afecta cuando ese deseo se convierte en conducta impositiva para las mujeres (u otras personas en general). ¿No tiene que pronunciarse frente a esa agresión, no solo el Estado y la Ley, sino la sociedad y, especialmente, el feminismo para evitar esa prepotencia machista, profunda e histórica, que reproduce la desigualdad de género y la subordinación femenina, con la lacra de la violencia machista?. En cierto pensamiento posmoderno, asocial, esa realidad discriminatoria es secundaria, así como la correspondiente dinámica igualitaria y liberadora basada en el acuerdo y el respeto mutuo; lo prioritario es el deseo individual.

Las mujeres (todas las personas) pueden no saber lo que quieren y durante una trayectoria… hasta que saben y expresan una voluntad o una decisión, el NO o el SÍ de la relación, aunque sea en distintas etapas y prácticas. Y la indefinición puede durar un tiempo, incluso con el deseo y el placer por distintos derroteros. Pero cuando se expresa la voluntad, del no consentimiento, prima su soberanía… frente a la decisión -deseo o voluntad- del otro.

Es positiva la idea de conjugar consentimiento y deseo, pero respetando la prioridad de cada uno de ellos en su campo relacional e individual respectivo

En definitiva, es positiva la idea de conjugar consentimiento y deseo, pero respetando la prioridad de cada uno de ellos en su campo relacional e individual respectivo. No es admisible una apariencia ecléctica de combinar las dos posiciones -consentimiento y deseo-, pero siempre apostando por la superioridad del segundo y la subordinación del primero, al que se critica de forma continuada.

La conclusión es que el deseo (o la voluntad) individual puede ser legítimo para guiar los objetivos y prácticas sexuales, pero en el plano relacional, es decir, en la trayectoria práctica de la interdependencia con otras personas hay una condición (social, cultural y ética) feminista básica, que es la voluntariedad de ambas personas, con la concreción de un acuerdo, pacto, contrato o consentimiento, más o menos explícito, pero evidente.

Por tanto, la compatibilidad entre ambos criterios la podemos establecer en la prioridad de cada uno de ellos en campos y dinámicas diferentes. Así, hay que salir del marco individualista -deseante- y comprender y actuar en el marco relacional -consentido, con buenos tratos-. El consentimiento da respuesta a la violencia machista; el deseo sexual al puritanismo. La libertad sexual se garantiza por la voluntariedad y el acuerdo y, al mismo tiempo, con la libre expresión del deseo.

En consecuencia, a través de cierta habilidad discursiva de reinterpretación del papel del consentimiento, se pretende establecer el ‘verdadero’ sentido de un consentir subalterno, según ese enfoque individualista posmoderno, frente al contenido del consentimiento como acuerdo interpersonal, para acomodarlo a una nueva versión argumentada de la prioridad del deseo. Así, se consigue la subordinación del consentimiento, descalificando su sentido relacional frente a la violencia machista, para resaltar la libre expresión del deseo individual sin ningún contrapeso social y ético.

El problema es que, aunque se suele expresar como fundamento para la liberación sexual femenina, la defensa dogmática e individualizadora del deseo sexual se adjudica de forma indiferenciada respecto de varones y mujeres pero, como existen distintas relaciones de estatus y poder, adquiere diferente significado práctico. Y, para el caso que nos ocupa de la violencia sexista, practicada generalizadamente de varones hacia mujeres, queda sin deslegitimar la simple libido impositiva, como deseo sexual irrefrenable, y la voluntad de varones machistas y prepotentes que imponen su agresión sexual… dejándose llevar por su deseo, o legitimándose en él. Esa ambigüedad del deseo sexual o, mejor, su carácter polisémico, al materializarse con otra persona, es cuando debe clarificar su sentido relacional, o sea, su voluntariedad y su consentimiento o, bien, la imposición y el abuso sexual, sin caer en la indefinición pasiva o en el ‘no saber’ como agente sin voluntad.

NOTA DEL AUTOR
Este artículo es un extracto de la versión ampliada de la Comunicación al XV Congreso Español de Sociología, Sevilla, 2024.


Antonio Antón
Miembro del Comité de Investigación de Sociología del Género de la Federación Española de Sociología

La interacción entre deseo y consentimiento