domingo. 28.04.2024

Para que haya desigualdad tiene que existir discriminación, toda vez que la discriminación necesita apoyarse sobre rasgos ostensivos compartidos por personas que puedan ser tipificados de acuerdo a determinados mecanismos, los cuales son, en parte, definitorios de una sociedad. Por ello, toda sociedad dispuesta a reducir la desigualdad tiene que preguntarse en primer lugar por la medida en que estos mecanismos logran conferir legitimidad a las tipificaciones que de su empleo resultan, o, dicho de otro modo, hasta qué punto éstos sirven para justificar la relación, en uno u otro sentido, entre un rasgo ostensivo determinado (por ejemplo, tener acento andaluz) y un origen unívoco contrastable (haber nacido en Andalucía o en una familia andaluza); lo que nos lleva a introducir también los, como veremos trascendentales, procedimientos de contraste de que una sociedad dispone para consolidar, con mayor o menor rigor, una definición del origen de las discriminaciones cuando éste aparezca de manera menos evidente. 

Así, algunas de estas discriminaciones pueden tener un origen que resulta de una primera traducción, esto es la asignación de un significado, de carácter biológico (ser mujer u hombre), político (ser inmigrante), médico (tener reconocida una discapacidad). Mientras que otras pueden requerir de procedimientos de contraste cuya aplicación entraña una segunda traducción sobre la que se efectúa sobre el origen (en los ejemplos de arriba son las disciplinas científicas las que realizan la primera traducción, aunque no siempre es así), que es en este caso espontánea o no especializada: por ejemplo, en un marco cotidiano una persona puede ser considerada pobre en base a motivos socioeconómicos, esto es en relación a unos niveles de ingresos percibidos/deducidos/imaginados que contrasten por lo bajo con los que voces autorizadas, pongamos de las ciencias económicas o de la sociología, puedan atribuir a una clase media; de forma similar, una persona puede ser identificada como gorda o como vieja (por cierto, el uso de la pasiva, “ser considerada”, “ser identificada”, no es, como veremos, en absoluto baladí). Finalmente, los procedimientos de contraste se pueden tornar también eficaces para la fabricación falaz e ideologizada de un origen que se relaciona con un rasgo ostensivo, como cuando se defiende la existencia de una identidad (o, por descontado, una raza) negra

El feminismo no puede aspirar a conformarse con conciliar la igualdad jurídica, pues con ella el machismo seguirá campando a sus anchas

La aplicación de procedimientos de contraste supone la creación de cadenas de traducciones que alejan los momentos en que la desigualdad es puesta en práctica del origen de la discriminación, de ahí que haya gente a la que le cueste reflexionar, por ejemplo, sobre un comportamiento propio racista que tiene como origen un, inexplicable para sí, sentimiento de desagrado hacia la persona diferente. Por otro lado, el origen marca la capacidad de visualizar y justificar la diferencia, pero por sí solo no entraña desigualdad: a menos que ésta emane directamente de un marco jurídico discriminatorio por el que quedaría blanqueada, la desigualdad, en especial la de género, se manifiesta poniéndose en práctica de manera espontánea por medio de interacciones. 

Este carácter performativo (de puesta en práctica) del género, subrayado por numerosas autorías, entre ellas la terriblemente mal entendida por el anterior Ministerio de Igualdad Judith Butler (es lo que tiene emplear las institucionespara impartir clases magistrales), consiste en la imposición desde un sujeto sobre un objeto (las mujeres) de un entramado normativo, que no es jurídico, el cual coloniza en clave sexista los distintos escenarios de la vida social, especialmente aquéllos menos formalizados, o formalizados según modelos del pasado sin ninguna vocación ni capacidad para incorporar la igualdad (como las celebraciones actuales en torno a tradiciones). Por eso las libertades que reconoce un ordenamiento jurídico igualitario no se terminan de corresponder con las que acaban ejerciendo las mujeres, quiénes siguen decidiendo libremente ser amplia minoría en las escuelas de ingeniería (por quedarme sólo en un ejemplo). En consecuencia, el feminismo no puede aspirar a conformarse con conciliar la igualdad jurídica, pues con ella el machismo seguirá campando a sus anchas (de hecho la nuestra es ya una sociedad jurídicamente bastante igualitaria). 

Volviendo a la cuestión de la discriminación, de todo lo expuesto merece la pena extraer que no siempre el origen conduce a la justificación del rasgo ostensivo, sino que se puede dar la relación inversa, hasta el punto incluso que la búsqueda de justificación del rasgo ostensivo promueva la fabricación de un origen de la diferencia, como sucede en el ejemplo de arriba en torno a la supuesta identidad negra. También, que los mecanismos de contraste se fundamentan por vías en mayor o menor medida fiables, como la ciencia, la pseudociencia, la tradición, la cultura popular, las creencias, la religión, los valores, los prejuicios, las aspiraciones de un grupo determinado, las cuales trasladan o hacen más perceptibles a las discriminaciones en unos espacios que en otros. En este sentido, una persona percibida como baja en Navarra, puede ser considerada de altura media en Cerdeña, sin que esta percepción no tenga más base que una creencia compartida, siendo la estatura un criterio discriminante susceptible de generar desigualdad, pudiendo hacerlo en sentidos contrapuestos en un lugar y otro (en un lugar se puede sufrir discriminación por baja, en otro por alta), así como de forma combinada con otro rasgo (en un mismo sitio se puede discriminar a los hombres bajos y a las mujeres altas). 

La desigualdad de género se manifiesta como resultado de una puesta en práctica interactiva, adquiriendo el sexo o la sexualidad de quien la sufre un carácter referencial

Merece la pena sintetizar estas implicaciones:

  1. Sólo un origen de la diferencia contrastable, aunque lo sea de manera errónea, puede ser asimilado legislativamente, lo que, tras años de democracia, hace de nuestras instituciones espacios bastante igualitarios desde el punto de vista formal, hasta el punto que gente tan solvente como el sociólogo Mariano Fernández-Enguita llega a afirmar que «la escuela proporciona la experiencia más importante de igualdad que hoy puede vivir una mujer dentro de nuestro sistema social: formalmente, el tratamiento que otorga a ambos sexos es perfectamente igualitario» (La Escuela a Examen, página 127, edición de 2009); 
  2. la desigualdad necesita escenarios sociales en los que germinar y manifestarse, escenarios poco formalizados aunque queden dentro de una institución (como el patio de un centro educativo) o en torno a ella (como un grupo de WhatsApp de padres y madres), los cuales se configuran principalmente de manera espontánea. En efecto, conforme más igualitario es nuestro ordenamiento jurídico, mayor es la capacidad que exhibe eso a lo que llamamos “patriarcado” para reinventarse en los escenarios menos formalizados de la vida cotidiana;
  3. el origen de la discriminación no explica la generación de desigualdad, pero sí es una referencia necesaria, en tanto en cuanto establece categorías absolutas incluso ahí donde no aparecen de forma nítida: en realidad, no existe umbral que permita distinguir dónde una piel empieza a ser “negra” o “blanca”, podría de hecho plantearse una gradación cromática (se ha hecho, por ejemplo la escala Fitzpatrick) desde la oscura piel dinka hasta la pálida piel nórdica, sin embargo nuestro sistema social distingue a gente “negra” de gente “blanca”, distinción que permite asignar significados, que son los que anclan verdaderamente la desigualdad (simplificando mucho, una persona “negra” puede parecer, por defecto, pobre, mientras que una “blanca” puede parecer, respecto a una “negra”, rica; de ahí que la desigualdad tenga siempre un carácter referencial). 

Esta referencialidad condicionará los “grados de libertad” de que disfruten miembros que queden dentro de una categoría: en efecto, es legal que una persona “negra” sea rica, pero, en el plano de sus interacciones cotidianas, esta condición le llevará irremediablemente a sufrir demandas de justificación de ese estatus que una persona “blanca” no necesitará afrontar, al menos con tanta frecuencia, lo que condicionará sus decisiones (puede que evite vestir de un cierto modo para evitar tener que justificarse), haciéndole menos libre. Esta categorización tiene otra importante implicación en el marco de una sociedad de servicios, consistente en ofrecer una modelización que, por un lado, es muy provechosa para el mercado (ya se sabe que el mercado no anda muy implicado en la igualdad) y, por otro, actúa como reforzador del estatus desde el consumo. La pregunta que cabría hacerse es, ¿serviría para combatir el racismo fijar jurídicamente las “razas” en una sociedad que reconoce legalmente que todas las personas son iguales con independencia de su origen? En Carolina del Norte, por ejemplo, el carné de conducir indicaba hasta 1990 la “raza” de quién lo poseía, homologando indirectamente sólo tres posibilidades: “blanca”, “negra”, “otras”: ¿la solución al racismo en ese estado está en retomar ese modelo añadiendo categorías raciales nuevas, o más bien se encuentra en nociones basadas, no en categorías preconcebidas (y, por tanto, delimitadoras de la libertad), sino en la autoadscripción, como la de etnicidad?  

Hacer políticas de igualdad mediante la fijación jurídica del origen de la desigualdad que se pretende combatir, supone la afirmación impotente de la estabilidad del modelo desigual

Traslademos esta lógica a la realidad inaugurada por la Ley Trans: si se trata de combatir una heteronormatividad que sigue vigente a pesar de que, por irme al derecho más sonado, personas del mismo sexo pueden casarse y tener descendencia desde hace casi 20 años, ¿por qué encerrar jurídicamente en categorías lo que deberían ser formas espontáneas y libres de vivir la sexualidad?; ¿acaso tenemos que asumir la sexualidad desde categorías estables, es que no está previsto que la gente pase de una categoría a otra, se invente una nueva, vuelva a la anterior?; ¿qué pasa con las formas de vivir la sexualidad no representadas por esas categorías, son “alegales”?; ¿cuál es el criterio para ordenar las siglas?; ¿nadie se ha dado cuenta de que hasta Amazon tiene una categoría LGTBI, que El Corte Inglés propone Viajes-Hoteles-Cruceros LGTBIQ+, que se han logrado incluso producir estándares estéticos (ropa, peinados, tatuajes…) que permiten conciliar cualquiera de esas categorías por medio del consumo, que el consumo tiene mucho de dirigido y conjuga bien con la sexualidad por medio del deseo, que quién disponga de menos recursos podrá conciliar “peor” esas categorías?; si, a excepción de la monarquía, hombres y mujeres somos ya prácticamente iguales ante la ley, y se nos reconoce la capacidad de realización de las mismas tareas, ¿por qué ese empeño en fijar jurídicamente las categorías del sexo y la sexualidad, en lugar de tender al logro de configurar espacios no compartimentados respecto al sexo, como ya se hizo en otros lugares respecto a la “raza”?; 

  1. consecuencia del anterior: la desigualdad de género se manifiesta como resultado de una puesta en práctica interactiva, adquiriendo el sexo o la sexualidad de quién la sufre un carácter referencial, es decir, quién la sufre es objeto de discriminación, y ello puede ser independiente de su verdadera identidad: una persona de Badajoz puede sentirse tan extremeña como una de Cáceres, y al mismo tiempo ser discriminada por ser percibida (aunque sea erróneamente) como andaluza. Lo mismo sucede con las mujeres, son víctimas de discriminación más por parecerlo que por serlo realmente (el caso de Agnès expuesto por Harold Garfinkel hace casi 60 años en Estudios en Etnometodología es de lo más nítido en ese sentido). Toda discriminación comienza, pues, por la fijación como objeto de la víctima, y ello con independencia de que se perciba como tal, dado que la víctima no es sujeto de la victimización. En consecuencia, es lógico pensar que sean esas mujeres percibidas como tales, y no otras, sujeto del feminismo. Lo que no es óbice para que se sumen a la causa, tanto colectivos expuestos a discriminación por su desafío a la heteronormatividad, como incluso hombres heterosexuales cargados de privilegios (sin ir más lejos, aquí me tienen a mí pontificando). 

Todo esto, lo habrán adivinado ya, viene a colación del caso de Francisco Javier, sargento que ha saltado en los últimos días a los medios tras lograr cambiar su mención registral del sexo a mujer, sin cambiar de nombre ni de aspecto, y declarándose lesbiana. Pues bien, en mi opinión no cabe la polémica: el hecho de que se mantenga la percepción masiva de hombre tras el cambio de sexo garantiza a Francisco Javier el mantenimiento de los mismos privilegios de que gozamos los hombres que parecemos hombres, pues el sujeto de la discriminación no pierde sus privilegios por el simple hecho de declararse o encontrar reconocimiento como mujer. Por ello, mientras que las mujeres con las que comparte cuartel le perciban como hombre, y hasta que la sociedad no esté preparada para romper los compartimentos del espacio social según el sexo, considero una agresión inaceptable la presencia en los vestuarios de mujeres que Francisco Javier reclama. Y creo que es un buen ejemplo de que hacer políticas de igualdad mediante la fijación jurídica del origen de la desigualdad que se pretende combatir, como hace la Ley Trans, más que el principio de la solución, supone la afirmación impotente de la estabilidad del modelo desigual, el principio de su perpetuación. 

 

Desigualdad, Ley Trans y fijación de categorías del sexo y la sexualidad